Ropa heredada (2022)
Nicolás Meneses (1992)
Provincianos Editores
ISBN 978-956-6127-26-0
137 páginas
Ropa heredada es un conjunto de diez relatos en que sus protagonistas son niños que deben enfrentarse al mundo trabajo o que han normalizado en sus vidas ser ya pequeños trabajadores, porque de alguna manera u otra su subsistencia depende de ese empleo. Son niños, entonces, de entornos precarios, rodeados de adultos, siempre un poco en peligro pero, finalmente, niños con intereses infantiles.
Así ocurre, por ejemplo, en “La carretera no es para nosotros” un relato en primera persona en la que una niña pequeña, una que apenas puede acarrear un canasto de pasteles de La Ligua, nos transmite todo el conocimiento de cómo se realiza el trabajo de vendedor ambulante de pastelitos de la Ligua en la carretera, todo ese conocimiento que ha obtenido de su padre y que ahora deberá usar para ella.
“Aquí está el pequeño pastelero, el mejor trabajador del año, y mi abuelo le pasa los mil pesos y me entrega mi recuerdo de este año: yo frente al puesto, él en segundo plano, las cajas de pasteles a mi lado y una mosca posándose en mi cotona (…)” página 91
En “Estacionadores”, el relato que sigue, un grupo de niños que se dedica a estacionar autos en el cementerio del lugar son víctimas de una venganza y despojo, donde tal como en el relato anterior, el autor nos revela los riesgos que enfrentan estos pequeños trabajadores. Y si “En la carretera…” hay una suerte de puesta en abismo, en “Estacionadores” el daño se consuma por medio de la precariedad. El mismo modo de resolver un relato sobre el ingreso al mundo laboral está en “Ropa heredada”, donde un hermano pequeño es “invitado” a trabajar, tal como el hermano mayor, y que escoge esa vida que se abre a sus pies simplemente porque no parece existir otra opción diferente. El mecanismo de puesta en abismo funciona otra vez.
El tono de los relatos cambia cuando el procedimiento también es modificado. Así ocurre, por ejemplo, en “Andacollo”, una narración en primera persona de un niño que aprende a manejar a los doce años y que por esa habilidad es utilizado por su padre como conductor hacia Andacollo, un viaje de horas y que además transcurre de noche. La sensibilidad del relato se modifica y en lugar de querer mostrarnos la precariedad infantil como primer escenario, lo que ocurre es que se arma un relato de amor filial a pesar del daño que los adultos provocan en los niños. Ese gesto, me parece, resulta mucho más sutil como medio de resolución y, al mismo tiempo, más efectivo e inteligente de parte del autor.
Las historias sobre niños trabajadores se suceden una tras otra: como en “Dónde está la Pochó”, una niña que trabaja con la abuela y que ha interiorizado que no puede volver a su casa sino hasta que cumpla la instrucción que le han dado; “Total 90”, un niño que juega al fútbol, pero que es forzado a trabajar; o “Hijo de un pastelero de La Ligua” que es casi un relato-crónica donde su protagonista, siempre en primera persona, nos cuenta cómo fue su vida abandonado de padre y madre, siempre junto a su abuela y acogido —o algo así— por sus tíos. Cómo desde niño siempre ha debido afrontar el trabajo, ya sea para mantenerse o como compensación al hecho de que otros adultos lo mantengan. Es un relato emotivo y delicado, en el que el autor despacha casi con levedad cada uno de los golpes que el protagonista sufrió durante su infancia trabajadora, con lo que los hace más latentes para el lector y evita con presteza cualquier posibilidad de que se caiga en el melodrama.
“Cuando terminó de leer me preguntó si era verdad que mi papá era Satán. Me reí y le dije que obvio que no, que eso lo había inventado, que él sabía que no conocía a mi papá. Ah, pero entonces puede ser, concluyó” (página 126)
Ropa heredada es un conjunto de relatos que se leerá mayormente como una muestra de cómo los niños se enfrentan, totalmente desprotegidos y fuera de cualquier regulación, al mundo laboral, a la precariedad del sistema. No es, por supuesto, una lectura errada y, más todavía, vistos así estos relatos tienen el privilegio de encontrar pocos casos análogos en nuestra literatura, por lo que será mucha la tentación de reducirlos a ese aspecto. Sin cerrar esa primera lectura, me parece interesantísimo destacar otros dos aspectos que son también principales y que engloban el argumento niño-trabajador. Para ello, vale la pena volver atrás sobre “Nico Monogatari”, el único relato donde no vemos a un niño trabajar y preguntarnos cuál es el sentido de este relato dentro del conjunto, cómo conversa con los demás cuentos. Su protagonista es un niño que, como tantos, aspira a convertir su actual vocación (de dibujante, en su caso) en una profesión (mangaka, más adelante). Lo interesante es qué hacen los adultos entorno a él. Su madre quiere hacerlo desistir, le quita sus medios para seguir practicando el dibujo y le aconseja carreras rentables. Su padre, por otro lado, figura solo por su ausencia, tal como buena parte de los padres hombres en estos relatos. Relatos que están plagados de mujeres sin pareja o que, si tienen pareja, sus hijos son un estorbo. Relatos donde las abuelas sí son, por fin, la única contención de estos niños expuestos al daño del mundo adulto. En ese sentido, Meneses utiliza el espacio del trabajo no solo porque narrativamente se siente a gusto en ese sitio, sino que porque le permite narrarnos el otro aspecto que engloba, ahora sí, la totalidad de estos relatos y que explica el lugar de “Nico Monogatari” en el conjunto, que es cómo los niños de ese largo período que en Chile se llamó “la transición” sufrieron el daño en manos de unos padres que aprendieron, prontamente, que tenían que dejar sus casas, sus familias, cada día, para salir a trabajar y ganarse la vida; el exitismo macroeconómico de los noventa y dos mil llevado a su mínima escala: a los niños solos en sus casas mientras sus madres (empleadas domésticas, temporeras, ambulantes, dependientas, subempleadas) deben trabajar sin parar para subsistir a duras penas, sin que les llegue su parte del éxito del país. A esos padres-hombres que escapan de ese mundo que les exigió pasar de perderse su propia juventud que transcurrió bajo la dictadura a convertirse rápidamente en hombres responsables de familias, y fracasar. Todo siempre, desde la mirada menor, la del niño. Todos los niños de estos cuentos pueden definirse como “los hijos de …” agregando como remate a la frase el oficio del que malamente viven sus padres. O tal vez, parafraseando la frase risible también tan típica en la época: los hijos del jaguar de Latinoamérica.
Y, para pasar al segundo aspecto relevante, esa lectura tiene su eco justamente en las abuelas (siempre ellas, nunca abuelos), que también pasan sus días realizando un empleo, solo que se parece más al empleo de los niños: muchas veces no remunerado y que se considera obligatorio, compensatorio por vivir. El trabajo del cuidado de los otros, de los niños de sus propios hijos o hijas. Con eso se cierra el círculo perfecto del supuesto “milagro económico” posdictadura: padres que fracasan en proteger a sus familias, porque fracasan en ser el antiguo paradigma de hombre-proveedor y que escapan o desaparecen; mujeres que trabajan todo el día y que además, socialmente se espera que vuelvan a casa para ejercer la maternidad; finalmente, abuelas que siguen trabajando, sin remuneración alguna en la mayor cantidad de los casos, dedicadas a los cuidados de otros a pesar de su edad, solo para que esas hijas salgan a trabajar y puedan comer, para que “salgan adelante”, sea lo que sea que eso significa.
Todo ese relato del “milagro económico” está en Ropa heredada una y otra vez, siendo el telón de fondo de estos niños que se crían rodeados de adultos que son incapaces de entregarles seguridad o cuidado, una sociedad entera que ha fracasado mientras los gobiernos muestran sus gráficos con flechas que apuntan hacia el cielo, siempre hacia el cielo, nunca hacia abajo.
“La bisabuela se crio en el campo y la rutina para ella es sagrada. Para nosotros, que venimos saliendo de casas en que ni siquiera se preocupaban de que durmiéramos, nuestra bisabuela es una almohada o un arrullo” (página 136)