Chilco (Daniela Catrileo)

Chilco (2023)

Daniela Catrileo (Santiago, 1987)

Seix Barral

ISBN: 978-956-6291-04-6

252 páginas

 

 

Contra las certezas
A propósito de Chilco de Daniela Catrileo
por Diego Leiva Quilabrán

 

«Siempre que quiero escribir poética
la mano, sola, escribe: política»
Cecilia Pavón

 

La lectura de Chilco, primera novela de Daniela Catrileo, inicia con palabras sobre el malestar de Marina, su narradora y protagonista de ascendencia quechua: siente y resiente la humedad que parece dominarlo todo en la isla sureña de Chilco con su hedor. Esa isla no es su tierra, pronto nos enteramos de que es el lugar de nacimiento de su pareja, Pascale, de origen lafkenche. Esa relación es uno de los ejes de la narración, junto con el conflictivo territorio: la vida en Ciudad Capital se torna insostenible entre repentinos socavones, una crisis inmobiliaria, una movilización social y una frustración colectiva; la sensación de pertenencia territorial de Marina y Pascale las tironea a los deseos y exhibe miedos del retorno.

Las primeras páginas muestran la fuerza de la técnica poética de la autora: su capacidad de construir imágenes vívidas de los afectos y que toman vuelo mientras más especulan: se arrojan a la construcción de referencias y percepciones. Un mundo que se levanta como otro mundo. Ofrecer al lector la imagen de la isla de Chilco y también la de una Ciudad Capital cada vez más arruinada por socavones, sobre todo a través de huellas emotivas y sensitivas –en un provechoso uso de la primera persona para narrar– es el mejor logro de la novela:

«En esta casa la humedad lo colma todo. Siento que su aroma me devora.

              »Cada habitación está impregnada de un olor denso, un olor a encierro. Prendo inciensos, palo santo, pongo cascaritas de naranja de las esquinas. Tengo fuentes con agua florida y pachulí. Impregno las sábanas y los visillos con colonia barata. Unto mi piel con aceites de hierba luisa, lavanda, romero. Restriego los restos de limones en mis brazos, en los codos.

              »Y nada, no consigo nada.

              »Abro las ventanas y el manto del Pacífico satura el paisaje. Abro las ventanas para que entre el viento puro, para que la brisa ingrese por el filo de mis costillas y aproveche de limpiarme por dentro. Desde afuera irrumpen los alaridos de gaviotas, relinchos de caballos y olas salpicando bravas sobre los acantilados. Los aullidos de los perros se pierden con la bocina de los barcos. Para quienes habitan una gran ciudad, este conjunto de ruidos podría ser un testimonio de la quietud.»

 

Chilco ha sido descrita como una distopía. Ahí hay un error descriptivo: plantea un relato lanzado hacia el futuro, en circunstancias que, como se comenta más adelante, se niega a soltar un presente inmediato. Su ritmo se rompe, y aquí parafraseo a la Nobel Louise Glück en su ensayo «Contra la sinceridad», al hablar con un discurso que se esmera en parecer honesto, en vez de entregarse a serlo.

Más arriba aparece el verbo «especular» para referir a lo que mejor logra Catrileo en su novela. Por un lado, quiero oponer esa especulación a la distopía y, por otro, asociarla al discurso honesto. Primero: «especulativo» es mejor adjetivo que «distópico», ya que no releva el carácter futuro, viciado y alienado de un mundo que, dentro de Chilco, a veces se torna presente inmediato. Por el contrario, la especulación enfatiza la elección de elementos con el fin de extremarlos, jugar con ellos, elaborar una imagen futura y no tan distinta a través de dichos elementos. En Chilco, ese lugar de eje especulativo la toman la crisis inmobiliaria y la crisis medioambiental. Segundo: la «especulación», dice Josefina Ludmer en Aquí América Latina «no pretende ser ni verdadera ni falsa; se mueve en el como si, el imaginemos y el supongamos: en la concepción de la pura posibilidad»; allí se emparenta con el «discurso honesto» y con la laxa definición anterior: «especular» sería no hacerle honor a la verdad, a la adecuación de las palabras a la realidad –esto sería la apariencia de realidad–, sino recrear, representar una imagen de lo «actual» para apuntar a lo «verdadero». A su modo, sentencia Glück: «el artista, vigilando lo actual, interviene y gestiona constantemente, miente y borra, todo al servicio de la verdad».

Los momentos «actuales» de Chilco son su problema. Son esos momentos en que se deja de especular y la voz se entrampa en el pantano del discurso explicativo, del militante y de la literalidad, del espejeo de la verdad, de las conclusiones prematuras. Quizá con más fortuna, en Limpia, Alia Trabucco utilizó el estallido como un dispositivo para abrir el final de la novela, como una potencia de nuevo comienzo para el perfil de la protagonista que trabaja en todo su relato –y que tiene sus propios conflictos de representación–; así, esa novela evita la excesiva discursividad en torno al tema. Con mucha menos gracia, en general la literatura que tematizó el estallido incurrió en el mismo exceso: en la actualidad no problemática –como si un relato pudiera ser solo contingencia y trasposición ideológica–, en la apuesta una maqueta de honestidad, en la sobrecarga de sentidos estables. Poca «verdad» de esa a la que apunta Glück.

En Chilco, ejemplo de esto es todo el segmento sobre Laura, artista, dj y compañera temporal de apartamento de Pascale y de Marina, que la describe así:

«Aunque escuché varias veces su música, intuía que Laura en realidad era una especia de investigadora encubierta. Tenía más pinta de etnógrafa del siglo pasado que de artista. Tal vez era ambas cosas, qué sé yo. A veces la imaginaba como una versión contemporánea de Martín Gusinde, grabándonos con su Tascam como sus antepasados lo hicieron con cilindros de cera. Jugando a ser aventurera, a ser nuestra salvadora. Podía ser la Barbie profesiones si quisiera. Aprendiendo las lenguas que, apenas un siglo antes, sus abuelas nos quisieron cortar.

              »Nos preguntaba demasiado sobre nuestro origen, nuestras costumbres familiares o ritos. Cosas de ese tipo, con esas categorías, con esas denominaciones. Como si el auge positivista cayera nuevamente como una trampa artística experimental sobre estos tiempos.»

En su libro Mito y verdad, Roberto González Echevarría dice que en la historia de la narrativa latinoamericana, esta «adopta la forma del discurso que en su momento se arroga la autoridad suprema con respecto a la expresión de la verdad, es su simulacro». Indica que durante la Colonia, la escritura literaria persiguió su legitimación a través del discurso legal, mientras que en el siglo xix hizo lo propia con la ciencia y los diarios de viajes y en el xx la antropología será el discurso disciplinario más pregnante en la literatura. Si seguimos esta idea, nos encontraríamos en un problema teórico que es una oportunidad creativa: en la contemporaneidad posmoderna, líquida –que elija el lector el adjetivo que mejor le acomode– no hay un discurso que por sí solo otorgue legitimidad. Se puede reconocer obras que van detrás de una retórica massmediática, o cuyo lenguaje esté seducido por el cine, por la informática; todo para uso, digamos, serio o paródico.

Dentro de ese ramillete de opciones, una toma relevancia en esta lectura: el activismo. Conociendo el trabajo de Daniela Catrileo, Chilco no es una obra a la que se pueda acusar de no estar estructurada con estudio y razonamiento. Si acá se plantea que está buscando una forma de subsistencia en el plano literario a través del discurso activista y militante –étnico y disidente sexual–, no es por parecer un error sin más. Acá lo que planteo es un disenso, sostenido en la creencia de que este elemento termina rompiendo la novela, frustrando que la técnica desplegada en la elaboración visual y poética del mundo narrado tome todo el vuelo que podría.

La explicitud ideológica, sumada a la sobredeterminación de algunos referentes, tironea de la polifonía de la novela hasta quitarle todo potencial especulativo. Hay una revolución popular contra las inmobiliarias que en su auge y caída es descrito de manera muy apegada al código con el que se habló del estallido social; hay una discusión de pareja que gira en torno a la noción de «amarilla». La especulación es amiga del riesgo y de la apertura y, a su vez, la literatura sostenida en el riesgo y la apertura tiene mucho más potencial para hablar del presente que la certeza y la clausura. Las seguridades son para las entrevistas en prensa, las conferencias magistrales, las lecturas públicas: allí la certeza aparece más vinculada con la «verdad» y su nexo con la realidad o, al menos, con el discurso y las posturas que se han jugado, se juegan y se van a seguir jugando, en la escritura.

Para cerrar, una comparación tramposa, como todas las comparaciones usadas al discutir sobre literatura. En 2017, Gabriela Cabezón Cámara publicó Las aventuras de la China Iron, novela con la que Chilco comparte temas, intereses y recursos: el romance lésbico, la postura anticolonial, la reelaboración del territorio, la proliferación de imágenes poéticas, la narración en primera persona con un yo que transparenta su experiencia de transformación. La China Iron es de la mejor literatura que se ha escrito en los últimos años en el continente y lo atribuyo a que su fuerza reside en su militancia, ante todo, en la escritura y la transformación del mundo narrado. Es una novela política y contingente. En ningún momento renuncia a lidiar con los conflictos del presente, pero siempre hay una mediación literaria. A diferencia de la novela de Cabezón Cámara, Chilco pierde potencia al renunciar a la ficción y empieza a zozobrar en un discurseo inmediato, cuando se concentra en entregar las respuestas para una lectura obediente por empatía o cercanía histórica. En fin, cuando la «verdad» se empantana en formas que parecen decir la «verdad».

 Por lo dicho anteriormente, Chilco es una obra ideal para discutir hoy algunos problemas en torno a la literatura, incluso unos que son tan añejas como la literatura misma: ¿cómo la legitimamos?, ¿cómo y para qué contamos historias? Quizá la más genuina, desde el espacio de la lectura: ¿qué esperamos encontrarnos cuando leemos lo que leemos, dudas o certezas?

Diego Leiva Quilabrán (Santiago, 1995). Editor general de Revista Origami. Estudió Literatura y es magíster en Estudios Culturales. Es editor y profesor de preuniversitario. Lee, edita, escribe y, a veces, traduce.

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