Texto de presentación de “La chacra de las fresias”de Emilia Pequeño Roessler, por Joyce Duarte

“Broza” o una posible lectura de “La chacra de las fresias de Emilia Pequeño Roessler.

por Joyce Duarte

 

 Las abuelas solían colgar cruces de Palqui en el interior de la casa, al centro del dintel de la puerta. Con este artificio pretendían ahuyentar las malas energías, esas que a veces perturban el sueño y se cuelan, trazan sombras o porciones secas, donde no puede crecer nada. Cortar dos ramas, una más pequeña atravesada, atarlas con lana roja, varios nudos firmes, para luego suspenderla, esperar y confiar que se vayan quienes no han sido invitados e invitadas a pasar.

La chacra se define como una porción de tierra, fundamentalmente asociada al cultivo de hortalizas. Es una palabra de origen quechua, que en la actualidad suele utilizarse más para remitir a esas nociones orientales e hinduistas de los mapas de los cuerpos y sus posibles desbalances energéticos. Esta chacra no parece ni lo uno ni lo otro, porque su pretensión no es matar el hambre de la familia, pero sí cultivar flores, unas espigadas y fragantes de colores variados, como son las fresias, valoradas por su capacidad de prolongar la vida después del corte y embellecer las salas y tumbas. Tienen un desarrollo mayor en los meses fríos y se adormecen en verano.

Esta vocación por transmutar la tierra que: “era como estar en la pampa / había que cerrar los ojos para no llorar / si te arrodillabas sentías los guijarros en tu carne /incrustarse sin piedad alguna” (11) en un jardín, nos plantea la inquietud de la hablante, que se tensiona en las idas y vueltas de lo externo y lo íntimo, evitando no regar en exceso: “un jardín es una casa que se habita desde fuera / el sueño de poder apropiarse del lujo” (26).

El cultivo de la flor requiere disciplina y una vocación por pequeños rituales, que van marcando el paso del tiempo, tanto en las pautas diarias, como en los vínculos transgeneracionales, asociados aquí a las polleras, las manos que se han ajado, la maternidad que no se concreta y deja señas en las sábanas. Lejía y tierra entre las carnes “pero teníamos plantas indignas de nombre /esos brotes verdes que se cuelan por el paisaje /y pinchan si se les intenta arrancar” (13). Se me hace difícil no pensar en ese poema tan bonito, pero tan citado de Robert Creeley, en que se mezclan flores, dolores y culpas en las acciones cotidianas.

El desvelo acude cuando se sospecha que la debacle en el jardín pudo no haber venido de las plagas oportunistas, del cachorro que “no sabe lo que significa la belleza y la destroza” (20), o de los caracoles, que imperiosamente hay que dejar ciegos, “la salmuera es lo preciso / derretirles los ojos / que no sepan que estoy llorando (38); el error acá puede ser seña de fatalidad, donde la desproporción en el riego o la exposición prolongada y excesiva a la luz de la tarde, puede secar los brotes, debilitar las raíces y dejar en entredicho la valía de los esfuerzos: “fue culpa mía yo pienso / tanta agua las ahogó /poco sol /poco espacio / en sus raíces “ (40).

El trabajo acá es otro punto de inflexión; las tensiones entre lo productivo y lo reproductivo dejan señas, heridas en el cuerpo y en la casa, que a ratos parece poblarse de especies que dan cuenta de la imposibilidad de no ser vulnerable. Las esquirlas de la loza, las manchas en los muros, la desintegración de los afectos. Se observan nubes, se ruega al cielo, se plantan flores azules, la loza es también azul y con paisajes de bosques europeos. Las abuelas intentan traspasar un rito, una especie de portal que devele los secretos de cómo resistir incólumes a los embates del entorno, que pese a ser bello a veces, no deja de ser hostil: “las raíces se pudrieron rompieron / los troncos los junquillos / a partir de entonces broza / como picada de dientes / era todo combustible en mi garganta” (47)

Quiero detenerme aquí en la broza, ese conjunto de ramas, matas, chamizas, vestigios de lo que alguna vez fue una planta verde y frondosa y, que nos recuerda la imposibilidad de que todas las hojas sean perennes y esa especie de mandato inclaudicable de volver a la tierra. Ser barro, ser vasija, ser otra. La hablante se debate constantemente entre este profundo deseo de cultivar su jardín primaveral y fragante, pese a todo y a todos, o quizá poder descansar. Para las maestras de ikebana, el arte japonés de la flor, la práctica es un camino en el que, al dar forma al arreglo, se daría forma a uno mismo.

Aquí la hablante no tiene temor de hundir las manos en el barro y exponer la piel al filo de diversos materiales. Los rayos como el citrino, los gestos de postergar lo propio: “no sabemos hasta dónde es necesario / quistarse el pan de la boca para alimentarlas” (15). La crudeza es a ratos un indicio del amor, que se materializa en acciones de cuidado: “no hay amor en esta casa/ más grande que este / que les guardo (19). El contraste entre la fronda del jardín y la incapacidad de gestar, deviene en una visión del amor que una vez más pone en vilo a la tradición de esta rara especie de ángel del hogar, o en este caso, ángel del jardín: “la sequedad irradiada por mis venas, chamusca lo que toco” (22). La falta o imposibilidad, queda inscrita cada cierto pulso en el texto.

La frontera entre la casa y el jardín se difumina, se va haciendo difícil que no entren quienes no se quiere, quizá la cruz no bastó, quizá el cielo no quiso. La hablante se construye y re-habita con cada cambio de estación. Otros y otras van de paso, pero el arraigo a las matas y las parcelaciones no es algo al azar, ni voluntad del viento: “la tierra en que descansarán mis huesos la construí año por año” (24). El paso de un plano a otro queda inscrito al final del poema, donde la broza pasa a ceniza, el jardín ya está completo, la casa casi derrumbada:

“el verano que viene cualquiera dirá que quemaron el sendero mis pisadas que el punto ciego fue intencionado

para no rearmar la ruta desde las cenizas

perdí el camino a casa” (48).

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