Verónica Jiménez: “Toda la poesía se escribe contra la muerte y es también una forma de iluminar lo que sobrevive”

 

Innumerables son las antologías en las que aparece la poesía de Verónica Jiménez. Narradora, investigadora, editora en Garceta Ediciones. El 2012 ganó el premio a la Mejor Obra Literaria Inédita con su libro de ensayos Cantores que reflexionan (Garceta, 2013), una indagación notable sobre el lugar de la poesía popular en la cultura chilena. El 2014 su libro Nada tiene que ver el amor con el amor (Piedra de Sol, 2011) fue traducido al italiano por el sello Raffaelle Editori, y el 2017 ganó el Premio Municipal por su poemario La aridez y las piedras (Garceta, 2016). De este libro dijo Patricia Espinosa: “un grandioso volumen, compuesto con precisión y vigor, donde se manifiesta una opción política de la poesía”. Su última publicación, Catábasis (Cuadro de Tiza, 2017) sigue abultando una obra sólida, iluminadora, con una incesante visión crítica.

 

– ¿Cuál es la rutina de Verónica Jiménez?, ¿qué peso tiene en ella la escritura?

No tengo ninguna rutina para escribir. Tampoco me siento escritora cuando no estoy escribiendo o corrigiendo mis textos. Trato de organizar mi día para avanzar con mi trabajo como editora y hacer otras cosas, como cocinar, limpiar la casa, etcétera. Lo que menos quisiera es instalarme en una especie de burbuja a producir textos por rutina. Por otra parte,  pienso que lo mío es escribir, sin duda, porque es lo único que me viene por necesidad, entonces trato de que mi experiencia le dé sustento a eso: si tengo que escribir sobre pulir una baldosa o tomar aguardiente sabría cómo hacerlo, no tengo que recurrir a la literatura.

– Se está hablando un montón de cómo la literatura anticipó lo que estamos viviendo ahora con el estallido social, sobre todo desde la narrativa, ¿tú crees que la poesía logró reflejar ese Chile con rabia, rebelde, cansado de la injusticia y el abuso?, ¿se te ocurren poetas, poemas o libros? 

Creo que cierta literatura estaba dando luces, sobre todo la que menos se promueve o la que se considera menos literatura, la de los cuentos del Fucoa, por ejemplo, los escritos de Richard Sandoval -y también el clasismo desatado en torno a él; esa pregunta de si era escritor o jugador de fútbol-, y alguna narrativa, notoriamente: Valpore (Garceta, 2015), Allegados (Hueders, 2017), Panaderos (Hueders, 2018), por ejemplo. Por otro lado, toda esa narrativa asentada en un yo sin chispeza, esa que nos narra la abulia desde distintos ángulos, me parece también sintomática de un mundo sin ideas y sin ideales, de apariencias y etiquetas, sin substancia, entregado a la deriva neoliberal. En poesía es más difícil hacer ese examen, porque la poesía opera con otros códigos, salvo la que se escribe para ser incluida en estudios culturales, que es la que tiene menos poesía; sin embargo, no puedo dejar de mencionar un libro como La hija de la lavandera, de Yeny Díaz Wentén, ya que estamos hablando de una crisis que ataca el corazón de la ideología aristocrático burguesa, esa que puede verse claramente en ese cuadro de Rugendas que desmonta Yeny con su libro.

– ¿Qué es lo que más te ha gustado y desagradado de este estallido social? 

Me gusta la profundidad de la protesta, la forma en que se está cuestionando el tipo de relación a la que hemos estado sometidos desde hace doscientos años. Hemos tenido un solo gobierno del pueblo en toda la historia, y nos lo cobraron de manera brutal. Lo demás era servir, ser personal de servicio de gente con escasa inteligencia y mucho descaro, gente que tiene una policía y un ejército propio y que se mueve por ambición y codicia. Esta no es una pelea por el poder, es por construir una forma de convivencia menos cruel y desinteresada, y eso es alentador. Incluso me gusta la honestidad de los chalecos amarillos que escriben columnas en los diarios, me gusta que muestren abiertamente sus falsos silogismos, su devoción por los monumentos, que sigan pidiendo que se les reconozca un supuesto espesor intelectual, o incluso artístico; todas esas malas citas, esas alegorías infantiles ayudan a sonreír a pesar de todo. Lo malo es la brutalidad del aparato represor, las personas asesinadas y luego calcinadas, los mutilados, los torturados, los miles de heridos y detenidos.

 – Eres fundadora y editora en Garceta Ediciones, que cuenta, aparte de las ediciones y reediciones de tus libros, con nombres tan potentes como Mistral, Neruda, Vallejo, Óscar Castro y autores contemporáneos como Cristóbal Gaete, Alejandra del Río, Yeny Díaz Wentén, y antologías de poesía popular. ¿Cómo ha sido tu labor de editora en el campo literario chileno?, ¿cómo armaste tu catálogo y de qué manera lo proyectas actualmente?, ¿por qué la decisión de autoeditarte?

He tratado de aportar, en la medida en que he podido, a la pelea que varios han querido dar desde el mundo del libro frente al neoliberalismo desatado y la “literatura” comercial. La literatura hispanoamericana y chilena es de una riqueza enorme, todos los autores son muy recientes, porque nuestra historia es breve. Me encanta haber podido editar al joven Baldomero Lillo, al joven Vallejo, a la joven Mistral. Y al joven Cristóbal Gaete. En poesía he intentado publicar buenos poetas: Pedro Montealegre, Alejandra del Río, Yeny Díaz Wentén, Rodrigo Rojas, Andrés Anwandter, Guido Eytel, con un libro precioso, El viejo tigre.

Sobre autoeditarme, fue una decisión fácil, porque soy editora. Además, es casi una tradición entre los poetas autoeditarse. Claro que ahora último me he abierto a la posibilidad de publicar con otros editores. Con Julieta Marchant y Nicolás Labarca tuve una buena experiencia, me gustó el diálogo y las críticas.

– El espesor simbólico-cultural se ha ido perdiendo en la poesía chilena actual, que privilegia la inmediatez y la transparencia. En la literatura alt-lit se habla directamente de la muerte de la metáfora. Tomando en cuenta que tu escritura reboza de una riqueza simbólica, ¿cómo ves que se escriba tomando tan poco en cuenta este bagaje simbólico?

No sabía eso de la muerte de la metáfora. La metáfora, los símbolos están vivos porque el lenguaje es un ser vivo y porque somos seres simbólicos, desde siempre, desde antes de usar ropa. Y seguimos tal cual. Alt-lit es un símbolo también. En realidad no sé qué es lo que quieren decir con eso. Si no hay metáfora, hay anáforas, analogías, paralelismos, exageraciones, hipérboles del yo. No sabemos hablar ni pensar de otra forma. Se suponía que el lenguaje digital iba a ser transparente, pero resulta que está lleno de símbolos. La calles, las paredes, están repletas de poesía en estos días. Hay que tomar esa lección también.

Nada tiene que ver el amor con el amor integra parte de tus primeros dos libros y sigue una especie de continuidad, incluso en tu siguiente publicación. Al mismo tiempo, es una escritura muy crítica, que está mirando a muchos lados, ¿qué importancia tiene para ti este libro a casi una década de su primera edición?, ¿le agregarías, modificarías, sacarías algo?

Me gusta ese libro porque hay varios libros metidos ahí que pueden crecer en forma independiente. Poemas crucificados en la pared siempre lo he pensado como un libro más grande, aunque todavía no tengo mucha certeza sobre algunos textos que he ido escribiendo y que son de ahí.

 – La aridez y las piedras es un libro marmóreo, que parece tallado con la solemnidad de un sepulturero y que se interroga por esa verdad ineludible que es la muerte, ¿la poesía sirve como conjuro contra la muerte?, ¿sientes que los ritos de nuestra cultura cristiana son suficientes para sobrellevar esa certeza?

Pienso que toda la poesía se escribe contra la muerte y es también una forma de iluminar lo que sobrevive. Ritsos lo dice muy bien en un verso: “lo único sólido que de él quedó fue su chaqueta” y eso que él llama “lo único” es algo que nadie puede aniquilar. En La aridez hay muchos conjuros contra la muerte, pero hay mucha sobrevida también. La muerte siempre ha querido ser la vida, pero no puede. Yo aprendí eso mirando a mi abuelo tallar lápidas. Hace unos días estuve en el cementerio y me fijé que están revendiendo los nichos perpetuos. En realidad da lo mismo, porque la perpetuidad no es un asunto administrativo, está en los pequeños vestigios y ahora sabemos que sobre todo está en la información genética. La cultura cristiana ha podido darle significado a eso de manera intuitiva, pero no es el único intento, la ciencia ha empezado también a establecer sus propios conjuros.

Los emisarios es hasta ahora tu primera y única incursión en la narrativa. Es una prosa muy emparentada a tu poesía, donde renuncias a contar una historia lineal con conflicto y te centras en la reflexión a partir de varios personajes dialogando, donde las sensaciones y la construcción de la atmósfera priman, ¿cómo surge la novela y por qué elegiste esa forma de escribirla?

Yo empecé a escribir narrativa antes que poesía. Escribía cuentos, pero después de mostrárselos a un par de personas los dejé de lado. Me sentía insegura al oír esas conversaciones de juventud que dictaban más o menos qué era lo que había que escribir, y eso era básicamente lo nuevo, lo que no está hecho, así con mayúsculas. Años después quise hacer otro intento con la narrativa. Entonces, se me ocurrió la idea de contar una historia mínima sobre el tiempo detenido. En la primera parte hay una fiesta interminable, alternada con cartas y soliloquios, y en la segunda un viaje en busca del personaje a quien iban dirigidas las cartas. A mucha gente le gustó el resultado. Ahora, mirando el libro con distancia, creo que podría haber hecho un trazado argumental finito para contar mejor la historia. A lo mejor abusé del sobreentendido, porque el tiempo detenido lo puede percibir quien vivió los largos años de toque de queda, y puede entrar también en la atmósfera asfixiante del encierro, lo mismo que comprender la certeza de que no vas a volver a alguien que se fue al exilio. De todos modos, creo que hay aciertos, como que la voz que narra esté siempre borracha o que los diálogos vayan integrados en la narración. Hay mucha intensidad también.

– En tu libro Cantores que reflexionan cuentas que la décima o verso es una de las grandes manifestaciones poéticas nacionales, que la poesía campesina siempre transmitió la vitalidad y contingencia del pueblo, pero que la academia y el poder la han querido sepultar como algo muerto, ¿cuál es la importancia de la décima para la literatura chilena?, ¿por qué te interesó ensayar sobre ella?

La poesía popular ha sido definida desde la poesía culta, tal como el roto, el patipelado o el flaite han sido definidos desde la perspectiva del pensamiento aristocrático burgués. Hay  menosprecio en la exclusión de la poesía popular. Hasta hace poco, libros o artículos repetían que era un tipo de poesía anónima y colectiva y que se transmitía exclusivamente por tradición oral. Pero resulta que desde el siglo XIX existe la poesía popular impresa y de autor. Por otra parte, se supone que la décima es un tipo de composición sencilla, sin mucho arte, pero lo más seguro es que quien afirma eso sea incapaz de hacer una décima. La poesía popular es literatura, y últimamente se la está reconociendo como tal. Con ella, el panorama de la literatura chilena se enriquece porque acoge un paradigma de interpretación de la realidad genuinamente popular. Antes la gente decía a ver, estudiemos al sujeto popular, leamos El roto, de Edwards Bello, o más recientemente, había personas que pensaban que para esos estudios era bueno analizar el diario La Cuarta. Pero ahí no hay pensamiento popular. Yo tuve la suerte de tener un curso con Maximiliano Salinas, en la Chile, y después de eso me lancé a investigar. Estuve varios años en eso, y de ahí surgió Cantores que reflexionan. Quise hacerlo porque me pareció que hacía falta un libro que valorara esta poesía y a sus autores, que a mí me parecen súper potentes.

– Tu última publicación, Catábasis, salió por Cuadro de Tiza en formato plaquet. Uno de sus poemas dice: “la lengua es un extraño músculo/ que ha consumado hechos gloriosos”, ¿la poesía es uno de los hechos gloriosos de la lengua?, ¿cuáles son tus autores de cabecera?

Esos versos tienen que ver con entregar y recibir felicidad. Cuando los escribí tenía en mente a Babette, el personaje del cuento de Isak Dinesen, una cocinera, como la cocinera que es la voz de Catábasis.  Hay muchos autores que siempre releo. Los dos grandes poetas a los que tuve acceso, después de Neruda y Mistral, fueron Vallejo y Kavafis, y los sigo leyendo. Kavafis me llevó a Elytis, Seferis y Ritsos. Leo seguido a Álvaro Mutis y Raúl Gómez Jattin, Saint John Perse, León de Greiff, Walcott, Tranströmer, Seamus Heaney, Marianne Moore. Y narradores, Baldomero Lillo, Manuel Rojas, Roberto Arlt, Marco Denevi, Felisberto Hernández, Hemingway, Chejov, Lowry, Doris Lessing, Norman Mailer, Carrere. Los muertos les ganan a los vivos en ese listado.

Nicolás Meneses

Profesor y editor. Autor de diversos libros.

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