Una taza de té para calmar los nervios (2023)
Rodrigo González (1989)
Ediciones Overol
ISBN 978-956-6137-21-4
125 páginas
Una taza de té para calmar los nervios, primer libro de Rodrigo González, es un conjunto de nueve cuentos que retratan vidas truncas, de personas que ven sus sueños derrotados, que no logran surgir, mientras su entorno sí consigue emerger. Es, tal vez, otra lectura del exitismo de los noventas y principios de los dos mil que dejó a tantos afuera del carro del supuesto crecimiento. Entre ellos podríamos situar a los personajes de Rodrigo González.
Para efectos de explicar su montaje, este libro permite hacer una clasificación entre sus relatos, clasificación que como cualquier otra, tiene algo de arbitraria. Por una parte están aquellos relatos en que no hay animales (o en que estos no tienen un papel central) en contraste a aquellos relatos donde sí hay animales. Y es que en aquellos relatos sin animales las historias siempre van sobre relaciones humanas estropeadas. Por ejemplo, en “Mayonesa”, el cuento que abre el conjunto, un niño crece junto a su madre, incapaz de darle un cuidado adecuado, sin jamás superar la vez en que, en una fiesta de cumpleaños, el payasito llamado Mayonesa le metió la cara en la torta. O En “Janis Pope”, donde un muchacho —un pokemón— crece enamorado del personaje televisivo de realities, mientras en paralelo va descubriendo su propia homosexualidad que ocasiona conflictos entre su madre y su abuela; las mujeres a cargo de su cuidado. O incluso en el cuento que le da título al libro, “Una taza de té para calmar los nervios”, donde un quiebre de una relación amorosa termina con una puesta en abismo de su personaje femenino, desprotegida ante su expareja.
En todos estos relatos, relatos-sin-animales, el autor enfrenta al lector con una serie de temas esenciales en esta generación: madres cansadas, incapaces de dar protección a sus hijos, abuelas que asumen el rol de cuidado, padres totalmente ausentes, que solo figuran por su rampante omisión, hijos que crecen un poco solos, un poco abandonados, a su propia suerte, en un país donde todos los indicadores económicos van hacia arriba, mientras sus familias a duras penas van pasando mes tras mes.
“Mi mamá está echada en un sillón con la boca abierta. Se corta las uñas y luego toma su remedio. Ya no puede trabajar. Está amarilla y siempre tiene el pelo grasoso, nada que ver a cómo sale en las fotos del cumpleaños número diez. Bueno, yo igual estoy distinto, tengo el pelo largo y estoy más gordo. Son las seis de la tarde, asumo que ya no se acordó. Hoy cumplo dieciséis, pero a nadie le importa” (página 18)
Ese despojo afectivo producido por cierta idea de la modernidad es un dolor latente en estos personajes que también resultan un poco truncos, un poco torpes en cada decisión, como si jamás hubieran llegado a completarse, como si arrastraran sus propias carencias. Ello es muy evidente en “Control de Merma”, en el que un treintón que todavía vive con su madre (siempre es solo la madre, siempre hay un abandono implícito) lo ha extraviado en un supermercado, tal como se pierde a un niño pequeño, y la situación en su extrañeza deriva en sátira:
“¿Dónde está mi mamá? Siento un apretuje extraño en la cara interna del cuello: son ganas de llorar. De pronto no entiendo el sentido de mis acciones. ¿Hay casos de alzhéimer a los treinta años? A lo mejor sí soy yo el que se perdió, a lo mejor no tengo mamá y esto no es un supermercado.” (página 61)
Por otro lado, decíamos, están los cuentos en que los animales tienen un rol protagónico. Los temas de fondo siguen siendo los mismos —el libro jamás pierde esa coherencia interna—, sin embargo, el procedimiento varía de manera exitosa, aligerando los relatos y produciendo una segunda capa de espesor.
En esa línea, Una taza de té para calmar los nervios recuerda a un volumen de cuentos notable titulado El vaquero de Dios, de Marta Jara (Nascimento, 1949), autora que, siempre habría que decirlo, debe ser una de las mejores cuentistas (“cuentista”, dicho con independencia del género de la autora) que ha dado Chile. Tanto en Una taza de té para calmar los nervios como en El vaquero de Dios, existe una gran presencia de animales. Mientras en “Ño Juan” de Marta Jara su protagonista —un viejo cuyo nombre sirve de título al relato— cría a una vaca llamada Sortija, vaca que lo acompaña y envejece junto a él hasta el punto de volverse, también un poco como él, en alguien “inútil” de la que no está dispuesto a deshacerse, pero en la que de una manera solapada se va replicando el trato que sus hijos le dan al viejo, como de algo que ya no presta utilidad, otro tanto ocurre con el relato “Concurso” de Una taza de té para calmar los nervios en el que la mascota familiar —un perro al que le falta un pie— del mismo nombre del relato (nombre que también habría podido usar en otra época la misma Marta Jara), comienza a cazar no solo ratones, conejos o gatos, sino que en última instancia también caza a las gallinas de la casa, con lo que se vuelve un problema para la subsistencia del hogar que debe solucionarse; sus dueños, por su lado, viven de la chatarra (y de la venta de huevos de gallina), y también podría establecerse un parangón directo entre su destino y el que le toca al perro Concurso.
El vaquero de Dios tiene apenas cinco cuentos, y en cuatro de ellos los animales son protagonistas de la historia. Dos de ellos, además, tienen tal importancia que comparten su nombre con el título del relato. En el único cuento en que los animales no tienen un rol relevante, el relato gira en torno a un muchacho asalvajado, que casi muere ahorcado como castigo, tal como se muere en otro relato un perro llamado Camarada (o Camará). En Una taza de té para calmar los nervios los animales también tienen un rol preponderante: loros adivinos, gatos que viven casi asilvestrados, perros queridos pero que no siguen instrucciones mínimas. Para ellos, el destino que Rodrigo González les tiene reservado es reflejar el propio futuro trunco de sus dueños, tal como lo hace Marta Jara con sus animales entrañables. Es difícil encontrar otro ejemplo donde la vida de los animales retrate de manera tan directa y consistente la vida de sus propios amos, por lo que compartir esa virtud con la enorme Marta Jara no es un mérito menor.
Una taza de té para calmar los nervios es un conjunto coherente, donde su punto más bajo es en cierta rigidez en la voz del narrador entre un relato y otro, que tiende a ser poco flexible en reflejar la tesitura en que se encuentran sus personajes, ya sean humanos o animales, niños o adultos. Por contrapartida, su autor demuestra tener una serie de temáticas bien definidas a las que recurre y explora de manera consistente y que lo asemejan temáticamente a varios autores que podrían compartir su generación: Nicolás Meneses, Amanda Teillery, Paulina Flores, e incluso más recientemente Teodora Inostroza, autores todos que desde distintos lugares hablan consistentemente del fracaso del supuesto y risible Jaguar de Latinoamérica, de la frustración de unos hijos que crecieron con padres criados a su vez en el exitismo del progreso y que fracasaron en la misión de cuidarlos y darles resguardo, despachándolos ya sea al mundo del trabajo, o a un mundo donde, a pesar de llegar a convertirse en adultos, parecieran ser solo capaces de formar relaciones truncas, tal como lo hicieron antes sus padres, y estar condicionados una y otra vez a representar ese mismo fracaso. Una taza de té para calmar los nervios es un debut promisorio, con momentos altos, con la feliz curiosidad de la intromisión de las mascotas en sus cuentos que produce una segunda capa de espesura en ellos, y que permiten mantener una expectativa muy favorable sobre nuevas publicaciones de este autor.