Un lugar soleado para gente sombría (Mariana Enríquez)

Un lugar soleado para gente sombría (2024)

Mariana Enríquez (1973)

Ed. Anagrama

ISBN 978-84-339-2286-1

232 páginas

 

CAFÉ DESCAFEINADO

 

La singular portada del último libro de cuentos de Mariana Enríquez, La cama inglesa (Guillermo Lorca, 2021), perturba sobre todo por su efecto: al mirarla de frente, tenemos la sensación de haber entrado de súbito a una habitación cortesana, típicamente aristócrata, donde sorprendemos a una muchacha acostada sobre una amplia cama (acaso la hija de algún conde, de algún rey) en cuya cabeza es acariciada por un leopardo, uno de los felinos asociados a la desmesura y la lujuria. Envuelta entre sábanas blancas y beige (lo que evoca la pureza, la orfandad), la muchacha nos mira con una tranquilidad que no puede sino hacernos sentir procaces. Es así que la niña, el leopardo pasando su lengua por la cabellera de la niña, la lengua llevándose (imaginamos) algunos muñones de pelo hacia su boca, el pelo que queda con regueros de saliva del felino, la cama que parece demasiado amplia para un cuerpo tan pequeño, todo eso, en resumen, genera que el espectador se sienta contrariado ante él. Estamos frente a un cuadro único, una escena cotidiana en su mundo, donde las dos figuras centrales seguirán en lo suyo a pesar de la presencia del espectador. No sabemos qué es lo que hacen, pero sin duda es algo que se acerca o roza o limita con lo perturbador.

Sin duda, es la mirada de ambas criaturas lo que ubica al espectador en su sitio incómodo. Ante él nos sentimos voyeristas, pero no de un hecho cierto o de algo que es evidente ante nuestros ojos, sino de un acontecimiento desconocido y (al mismo tiempo) familiar que acecha. Lo que está pasando en La cama inglesa (o acaba de pasar) está en el aire y no podemos hacernos los desentendidos, soslayar el hecho evidente del que, sin embargo, no tenemos pruebas suficientes para decirlo con palabras.

Lo que ocurre en los cuentos de Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024) es todo lo contrario. Tenemos una recopilación de textos evidentes, insípidos, donde todo lo que pasa es anunciado al menos tres o cuatro páginas antes del final. En estos cuentos, muchos de ellos vinculados secretamente a temas de contingencia (las redes sociales, la tecnología, la delincuencia) la autora ejecuta una prosa que nos recuerda, por momentos, a las noticias de la crónica roja: media sensacionalista, un poco espectacularizadora. Así, no es raro encontrarnos constantemente con la violación como tema movilizador de los personajes. Una obsesión esperable de los medios de comunicación de masas, pero no en la literatura de terror.

La obviedad es lo que emparenta a cada uno de los cuentos de Un lugar soleado para gente sombría. Casi ninguno se salva. La narración de los hechos va de un acontecimiento a otro, en una concatenación simple de situaciones que a ratos se vuelve absurdo. Algunos de los textos, incluso, dan la impresión de una desprolijidad propia de quien debe cumplir con una cuota de publicación cada cierto tiempo. Es que la ausencia de tensión (propia del género de terror, la tensión de eso que creemos se aproxima y que nos resulta desconocido y familiar) es diluida por la acumulación de hechos que sólo le suman páginas a los relatos.

Ahora bien, no hay aquí una declaración de principios a favor de la mesura y la sobriedad, esa prosa contenida en la que nada sobra y que hasta hace poco era la estética dominante en la narrativa latinoamericana. Lo que digo es que, en la medida que las desviaciones, pleonasmos o anécdotas no concesionen la tensión del misterio, el género funciona. Pero este no es el caso. Resulta desesperante, por ejemplo, leer el cuento “Los pájaros de la noche”: una retahíla de datos innecesarios y aleatorios sobre cualquier cosa, que difuminan el misterio y hacen de la lectura una experiencia ascética.

Si hubiera que salvar un sólo cuento de todo el volumen, tal vez sea “Julie” el que haya de ser rescatado entre las doce piezas del libro. “Julie” es un cuento que recuerda algo a los contenidos en Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), donde lo desconocido logra encontrar espacio ante una historia y narración enigmática y conmovedora. Aquí, una chica cuenta la convivencia cotidiana de su familia con sus tíos gringos, arribistas y venidos a menos, cuya hija en extremo gorda asegura tener relaciones sexuales con sus amigos imaginarios, los únicos que le entregan algo de afecto y comprensión. A medida que pasa el tiempo, la narradora comienza a vincularse cada vez más con su prima (la que está en Argentina para someterse a un tratamiento psiquiátrico) y comparten tiempo de calidad juntas. Pronto, sin embargo, se percata de que la única forma de salvar a su prima es alejarla de sus padres gringos, de vidas gringas y pensamiento gringo. Es así que, un buen día, emprenden viaje hacia Uruguay, un viaje corto y sin retorno, donde a medida que nos acercamos al final, aumenta la tensión y se devela el enigma en las últimas líneas.

Salvo este cuento, los demás difícilmente destacan por su factura o composición. El rótulo “de terror” pareciera ser más una movida comercial que un hecho verificable. Un lugar soleado para gente sombría es, quizá, el peor libro de Mariana Enríquez, una escritora cuya producción, salvo Las cosas que perdimos en el fuego y algunos pasajes de Nuestra parte de Noche, se caracteriza por una prosa digerible, aparentemente oscura y estándar, que por alguna razón se ha convertido en una rockstar literaria, referencia obligada para aquellos y aquellas que les interesa mucho más lo que dicen los escritores que lo que escriben los escritores.

Marcelo Ortiz Lara

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