Tinta con sangre: presencia de la muerte en algunas novelas de Carlos Droguett

Crédito de la imagen: sin información

 

TINTA CON SANGRE

Presencia de la muerte en algunas novelas de Carlos Droguett

 

                                                                         “Yo tengo que propagar esa sangre a través

                                                                            de la tinta de imprenta o tratar de hacerlo…”

 

  1. “SOLO LA MUERTE NOS HACE CONOCER LA VIDA”.

Por su magnitud y su irrefutable  conclusión, el tema de la muerte parece evocar ideas contradictorias. Las cavilaciones en torno a ella son tan antiguas como la humanidad y han nutrido múltiples discursos artísticos, pero en la escritura de Carlos Droguett ese gélido argumento parece siempre renovarse. En cada una de sus novelas reaviva esa circunstancia para retratar a esas muertes olvidas, ignoradas, cuestionando el devenir de esas existencias y el vacío y la incertidumbre que converge en la pregunta sobre ese otro estado. Como una forma de respuesta donde el narrador se ubica junto al lector: no sabe todo y padece los acontecimientos, siente esa tragedia ajena como propia y se pregunta por el desgraciado.

Droguett aborda la muerte como una realidad inmersa pero oculta en nuestra literatura, la historia de la sangre que corre sin detenerse por el relato nacional, tristemente, hasta nuestros días. Indaga en una dialéctica de la vida y su incertidumbre, pero su desasosiego no es sólo por la muerte individual, de una historia y un cuerpo –de quebrantos y también de humildes alegrías–, sino que alcanza la muerte colectiva, que pierde su particularidad por ser algo irreductible: se muere de varias formas, inesperadas, inoportunas, pero es siempre la misma y unívoca muerte. Una presencia permanente, como un hecho elemental o como el retorno al punto de origen; así sus personajes “viven” y ejecutan los pretextos que permitan y sostengan esa existencia, la que a la vez opera como una advertencia perpetua sobre el valor de la vida. Estructura sus novelas en la tensión del paréntesis entre el origen y el deceso, el loop eterno del ciclo vital: origen-destino-muerte.

No oblitera el miedo –y la atracción– hacia ese martirio, y recorre, piadoso, algunos de los caminos que convergen en ella: injusticia, crueldad, enajenación y miseria. Escribe siguiendo una oscilación: continuidad e interrupción, interior y exterior, narrador y personaje. Despliega una lógica del relato que le otorga una vitalidad única, pues para Droguett hablar de la muerte es hablar de la vida.

Así, la muerte, más que un acto meramente biológico, es un trance absolutamente personal. Para Droguett, “solo vemos cómo es la vida cuando alguien querido se nos muere. Esto quiere decir que solo la muerte nos hace conocer la vida”, y desde esa zona difusa, desde esa experiencia íntima, elaboró una praxis literaria como un acto de vida. Quizá de ahí parte su preocupación por la muerte, la que luego se transforma en obsesión, pues al comprender que toda acción humana se encamina inevitablemente hacia la muerte quiso, como en el poema de Lihn, “robarle unos cuantos secretos”.

 

  1. “SACANDO EL CUERPO DE LA VIDA”.

Droguett expresa el rol fatal de la muerte y cómo toda vida sucumbe a su poder. Reconoce que sus métodos de destrucción masiva pueden variar; sin embargo, cree que su esencia no cambia. En una entrevista de 1977, declaraba su propósito: “escribir sobre la muerte es como un medio, a mí se me ocurre, de neutralizarla”. Alimentando esos “restos dispersos” de los que hablaba Canetti quizá como unas réplica a esa misma demanda, en la que el escritor búlgaro anotaba: “Demasiado poco se ha pensado sobre lo que realmente queda vivo de los muertos, disperso en los demás; y no se ha inventado ningún método para alimentar esos restos dispersos y mantenerlos con vida el mayor tiempo posible”.

Droguett parece llenar ese vacío con una poética de la novela en la que busca trascender la muerte a través de la escritura, dejándola que habite en todas sus ficciones. Así, la muerte se muestra por su propia cuenta, con toda su severidad, y, como una paradoja, logra darle vida.

Convierte su insistencia en la muerte en un elemento omnipresente, como una sombra al acecho. En esa obstinación llega a mitificarla, como un ángel apocalíptico, irrevocablemente fatal. Su signo es la sangre que cobra un valor múltiple: literariamente, es algo visible que provoca una impresión concluyente, que marca para siempre. Simbólicamente, encierra la relación dialéctica de esas dos caras de la moneda de la existencia (vida–muerte), un flujo oscuro hasta la expiración total; la que, además, incita a pensar no sólo en la víctima sino que también en quién la infringe para derramar la sangre.

En sus novelas la muerte no se trivializa, sino que cada muerte cobra sentido como un hecho trascendente y metafísico; tribulación que habita no sólo en su ficción, en su Ensayo sobre la alegría declara: “Pienso que la muerte no es sino el quedarse dormida el alma, porque aquí, en la vida, en las noches de la vida, sólo el cuerpo duerme, descansa, el alma no, ella está despierta, vigilante y su despertar, su vigilia, los hombres lo llaman sueños (y son raros, misteriosos porque en ellos vive solamente su vida suelta, desprendida el alma loca en el interior). La muerte es el quedarse dormida el alma, soñando con los ojos suyos cerrados y no con los ojos del cuerpo, la muerte es el primer sueño del alma (por eso es que los muertos no sueñan)”.

Pero también está el cuerpo, materia que absorbe, padece y desaparece. En su ensayo El sentido de la muerte, Droguett afirma: “En este sentido vivo, la muerte es mucho más valerosa, la muerte no es más que un proceso para ir sacando el cuerpo de la vida del hombre, tirándolo por la cabeza del mundo, como camisón interminable, para dejar desnuda el alma, libre y puro el hombre desvestido. Qué mundo de hombres superiores constituyen los millones de cuerpos sepultados donde quiera que ellos congreguen sus espíritus para considerar”.

 

  1. “UN LECHO MÁS DURADERO Y MÁS SONORO”.

Droguett no inventa muertes, recoge, recopila y testimonia para ficcionar otras reales. Elabora un relato de profunda compasión, especialmente por esas muertes que considera inútiles, como si cada una fuera suya, cercana. Se identifica con esa sangre derramada que subraya el enunciado del dolor humano. En la introducción de su primer libro (1940), la crónica Los asesinados del Seguro Obrero, describe su propósito específico como una alegoría o un manifiesto: “Esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de imaginación, es la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro. Mi tarea no fue otra, no es ahora otra que esta, publicar una sangre, cierta sangre derramada, corrida por acto administrativo, del papel, del juzgado”.

Su literatura reniega de los artilugios de la pura fantasía. Opta por reelaborar un hecho determinado –sin extirpar lo grotesco y lo severo de ese trance– en una escritura que va documentando el martirologio de un pobre territorio erigido sobre cadáveres. “Con rabia roja la escribí”, dice Droguett en ese primer libro, que pronto enlaza su itinerario de cronista de la sangre con la novela documental, con el relato collage, polifónica, una pulsión por querer convertir cada obra suya en una objeto vivo. Como si cada una de las palabras empleadas fueran gotas de sangre, líquido tibio y palpitante en el cuerpo del relato, concebido como un aparato circulatorio que late, lleno de energía. “Con tanto muerto de nosotros algún día encontraremos nuestra vida. La edificaremos con sangre. No tendremos sino que abrir la historia para hojear la sangre necesaria”, escribe en Los asesinados del Seguro Obrero. Crónica a la que volvería en una novela amortajada de otros difuntos como es Sesenta Muertos en la escalera (1953), en la que narra esa misma masacre histórica de muerte colectiva como la descomposición de una nación regida por bestias, amenazada por la total disolución.

Muertes causadas por la soledad, la soberbia del poder, el amor o el certificado de procedencia social. La muerte como el martirio mayor que punza la razón humana, que da cuenta de la fragilidad y el devenir efímero de la vida. “Eso es la muerte, una clase de territorio donde crecen bosques horizontales. Silenciosos bosques donde jamás un pájaro, nunca unas brisas agitaron los ramajes altos… Nada más que pájaros de tierra que la gente llama paletadas, nada más que nerviosas avecitas peladas que los locos llaman ratones pueblan este inmenso bosque”, anotará en Sesenta muertos en la escalera.

 

  1. “NI UN ESCUETO EXPEDIENTE NI UN ITINERARIO BIOGRÁFICO”.

En su novela Todas esas muertes (1971), Droguett propone una visión sobre la muerte metafísica. Evoca una necrología de mensajes múltiples y desgarradores; representa la búsqueda por comprender esa difusa línea divisoria entre vida y muerte, develando su sólido parentesco. El asesino-personaje (el francés radicado en Chile, Emile Dubois) edifica su propia imagen en una especie de diálogo interno que se interrumpe con conversaciones y evocaciones. No son los detalles externos de la vida del personaje ni la conmoción que causan sus crímenes lo que interesa, sino la conciencia del protagonista, que reparte la muerte como un acto consciente y voluntario, sin la arbitrariedad del accidente, como si cumpliera un mandato para deshacerse de la desesperación que lo acecha, pero que, a la vez, opera con plena conciencia en labrar una fama de sangre.

Un asesino redentor que recurre a la muerte como un hecho purificador con el que se impone, a la fuerza, a un mundo mal constituido, mientras su tráfico interno se desdobla hasta diluirse con la interferencia del narrador omnisciente que filtra lo narrado como si fuera su propia cavilación. El mismo que desmiente en las primeras páginas del libro que todo eso sea únicamente una biografía novelada: “Su personalidad multifacética muestra una saturación de elementos, acciones y pensamientos fascinante. No queda agotada en las páginas que siguen, que no son inmóviles ni completas, que no son un escueto expediente procesal ni un ajustado itinerario biográfico sino un primer intento de novelar una vida excepcional”.

Ya desde sus primeros relatos publicados en la prensa, Droguett advierte los materiales de construcción de un conmovido por la violencia, “un muerto es siempre un pretexto para tanta cosa”, escribió en “Un muerto en el atardecer”, aparecido en el diario La Hora en 1939; y sus novelas propagan ese argumento para ahondar en ese misma obsesión que vació en un verbalismo torrencial y desenfrenado con el mejor aliento de Joyce o Beckett y la cadencia más desesperada de Arlt, y que nos legó una escritura sin tiempo que palpita inquebrantable, que siempre se renueva, que conmueve con palabras y hechos inquietantes de vidas miserables, determinadas por una inalterable motivación que es a la vez un lenguaje propio: “Me da rabia, me da pena saber que somos cosas transitorias dentro de las cuales transcurre el tiempo y la vida, pero quisiera averiguar si ambos son un mismo fluir –afirma el escritor en “Infancia”–. Desde que nacemos entre palmadas y sollozos empieza a correr en nuestro interior en una sustancia misteriosa, a resonar algún silencioso fatal objeto, y cuando morimos entonces deja de resonar, de caer eso implacable, pero en alguna parte aun sigue cayendo, manando continuamente y no se sabe en qué parte ni por qué. La vida  es un agua que corre desde nosotros hacia nuestro interior, pero sigue corriendo más allá todavía y no sabemos dónde. Encontrar el rumbo de la vida ha de ser averiguar su ser”.

 

Felipe Reyes F.

Sobre el autor

Felipe Reyes. Es autor de la crónica biográfica Nascimento, el editor de los chilenos (VA editores, 2014); las novelas Corte (LCD, 2015) y Migrante (VA editores, 2016), el libro de ensayos Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019); Rodolfo Walsh, reportero en Chile (VA editores, 2018); en coautoría la crónica Chacarillas, los elegidos de Pinochet (Alquimia, 2019); Roberto Arlt. La química de los acontecimientos, crónicas y columnas desde Chile (La Pollera, 2020), entre otros libros.
Felipe Reyes

Es autor de la crónica biográfica Nascimento, el editor de los chilenos (VA editores, 2014); las novelas Corte (LCD, 2015) y Migrante (VA editores, 2016), el libro de ensayos Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019); Rodolfo Walsh, reportero en Chile (VA editores, 2018); en coautoría la crónica Chacarillas, los elegidos de Pinochet (Alquimia, 2019); Roberto Arlt. La química de los acontecimientos, crónicas y columnas desde Chile (La Pollera, 2020), entre otros libros.

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