Texto de presentación de “Balada” de Cristian Foerster, por Marcela Parra

BALADA PARA EL CORAZÓN DE ORO QUE AÚN CONVIVE CON SUS FANTASMAS

Texto de Marcela Parra

Hace un par de semanas fui con mi amiga Isabel a ver la retrospectiva de la artista textil Sheila Hicks que actualmente exhibe el Museo de Arte Precolombino. Hicks trabajó en Chile durante los años sesenta y en una entrevista reciente dijo estar viviendo un poema que comenzó en Chile en 1957 y que aún no termina. Mi amiga Isabel, bibliotecóloga, está muy interesada en la patafísica (por su exploración del mundo desde las excepciones) y en la literatura infanto juvenil (por su apertura del concepto de lectura y su experimentalidad en la edición). De mi parte, me siento arraigada a la poesía, la música y las artes visuales, por lo que estando juntas fácilmente empezamos a percibir las obras de Hicks como libros enormes que colgaban del techo, de las paredes, o se posaban como piedras sobre el suelo, descubriendo en ellos un discurso de tacto y visualidad. En un momento, estando en la exposición me acordé de Cristian Foerster, porque en el taller literario al que ambos asistimos suele hablar de los “textiles” en relación a nuestros escritos y me gusta que lo haga, porque más allá de volver a visitar la familia etimológica que une a las palabras “Texto” y “textil” (del latín Textum: tejido), me hace recordar que las cosas que creamos son la forma material de nuestro pensamiento, o bien, pensamiento vestido de materia. Que las palabras pueden sensibilizar nuestro tacto por medio de su sonido, que se apoyan unas en otras, como la resistencia de las fibras de una tela, que el punto del tejido sujeta las palabras evitando que se enreden o desmoronen, haciendo relucir una incierta visualidad. Que distintas densidades permiten entrever cosas con facilidad o impedir el acceso al otro lado, y está tambien la memoria del tejido: una definición industrial que se refiere a la capacidad de una tela para retener su interacción química o física con otras materias, lo cual se manifiesta en forma de pliegues y deformaciones que pueden ser efímeras o duraderas. Todas estas cualidades del textil nos permiten visitar el mundo desde distintas veladuras.

“Escucho la ciudad como un tumor del saber, un mapa deshilachándose”, dice el hablante de Balada en la página cuarenta, y pienso que ese tumor del saber deshilacha la ciudad para poder reagrupar sus fibras de otra manera. Estas fibras sueltas, como líneas quebradas, discontinuas, de un color que imagino lavado o sucio, parecen ser la unidad fundamental con la que se articula el lenguaje de Balada. En estos poemas, los cabos que aprendimos a torcer para hilar la realidad con “coherencia” se destemplan y se sueltan, transfiriendo significados a lugares a los que usualmente no suelen acceder, saltando clasificaciones, activando conexiones olvidadas o desutilizadas, en un juego sensible de registro, memoria y creación. El mapa deshilachándose desarma, por un juego de mímesis, al mundo que representa, y de cuyo final, según relata el autor, no nos dimos cuenta por estar pegados a una misma compulsión; a una forma de actuar reiterativa que perdió su sentido y continúa operando sólo por un acto reflejo. Lo que sigue es despedirse de las formas para salir al descampado.

“No soporto ser parte de algo que me tenga como miembro” es uno de mis versos favoritos del libro, porque ese “deseo de desmantelar aquello que nos desmantela” nos enfrenta al orden y uso consensuado que damos a las palabras y las cosas. Dormir en una cama puede resultar ser una cárcel si lo haces todas las noches de tu vida; de vez en cuando, hay que ocupar las mesas, los techos, los paraderos de micro, el piso, o por lo menos una carpa. Ser parte de cualquier institución, gremio, oficio, barrio, grupo o clasificación demográfica, puede convertirse en un atentado contra nuestro libre albedrío; ese que por otro lado, tampoco se libera de ser insoportable. Lo mismo le ocurre en este libro a las palabras, que no soportan ser parte de los significados que las consideran suyas.

“Cardumen de bolsas plásticas, fantasmas supervivientes, la muerte envasada, aguas revividas, pensamientos del jardín que se parecen a los ojos de un animal extinto, el pelaje vivo de un animal extinto, un gato que se ovilla en el pensamiento, la selva en la lluvia que asciende hasta manchar el cielo” son algunos de los monstruos de belleza que habitan en el libro, y parecieran estar formados por injertos de objetos que se comportan de forma inesperada hasta el punto en que no sabemos si han cambiado su función o si son los mismos objetos de siempre con los nombre revueltos, de una manera que dista mucho de salir de un sorteo trivial de la imaginación. Las palabras transitan sueltas, y pueden transformarse en “mercancía pura”, estar “siemprevivas” o conformando un “lenguaje de esquejes”.

No entiendo Balada como un libro de cadáveres exquisitos; lo siento más como un tejido de lazos que conectan objetos, sujetos, acciones, temporalidades y escenarios por medio de una resonancia simbólica que los atrae, creando una experiencia articulada desde un estado que pareciera ser pre-social pero a la vez lleva consigo vestigios de una biografía y un contexto cultural. Dicho de otro modo, aquí la realidad se configura por afinidades sensibles que desobedecen a la organización y determinación social del lenguaje, creando constantemente nuevas unidades de sentido sobre las cuales se irán inscribiendo a la vez otras variaciones.

El comportamiento errático de la narración me impide elucubrar qué sucederá en los versos o las páginas que vienen, por lo que me mantengo en un estado de observación de estos monstruos de belleza, que habitan en pequeños trozos de un presente infinito, de un tiempo no lineal. Al pasar por mi cuerpo, Balada se convierte en un estado de conciencia que me cuesta describir sin sentir que esa descripción torcerá mi experiencia, ya que su lectura me incita a visionar más que a analizar.

El recuerdo sobrevive por la introducción de variaciones, ya que la memoria no es un archivo plegado y guardado en un cajón, si no el ejercicio constante de re-significar los registros que pasan por nuestra biografía. Una biografía que para recordar, necesita cierta dosis de ficción. Quizás por esto, en cierto punto del libro, las hilachas del mapa de la ciudad comienzan a re-configurarse, bajo la forma de recuerdos a los que se entra como por un agujero. Recuerdos cuyas ficciones silenciosas se tejen sin que nos enteremos, pero que si intentamos modificar a propósito no podemos.

En pequeñas porciones continuas de texto, la biografía y la actualidad encuentran un espacio propio para el registro de los días que pasaron, fotografías que a veces existen y a veces no. Los presentes que han pasado y su inmovilidad, como diría Henri Bergson, son observables desde la movilidad. Dicho de otra manera; la invariabilidad nunca es la misma, porque siempre cambian las emociones y significados con que la observamos. Esto me lleva al final de la Balada, que nos dice “si prolongamos estos flashes que estremecieron un presente, quizás hallemos el hilo que unía nuestros sueños a la gran ola”. Para mí que esta gran ola se vuelve a tejer de modo incesante en el mapa y vivirla implica bucear en los otros, surfear las clasificaciones, que nuestros recuerdos traguen agua, recoger algas y no saber si comerlas o arroparse con ellas, entre la infinidad de acciones que se podrían realizar con el inesperado movimiento de las olas de un océano que aún no termina de cartografiarse porque a diario se lo comen nuestros monstruos y fantasmas.

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