Casa de la infancia (1944)
Luis Durand (1895-1954)
Editorial Orbe (1944)
N° Inscripción 10397
Editorial Orbe (1944)
N° Inscripción 10397
192 páginas
Alguna vez, cuando en Chile se leía a raudales, como si existiera una urgencia por enterarse de todo lo que se publicaba, por saber, entender, discutir, conversar, alguna vez, en ese momento, surgió cierta polémica entre críticos literarios, la que hoy por hoy puede ser despreciada pero que fuera, en dicha instancia, de altísima relevancia, sobre los fines de la literatura; Manuel Vega decía, por una parte, que: “El escritor debía estudiar minuciosamente la realidad nacional en todos sus aspectos y luego reproducirla fiel y objetivamente en sus obras”; por otra parte Hernán Diaz Arrieta (Alone) indicaba que el interés de la literatura reside “en lo que nos revela sobre nosotros mismos y nuestros semejantes y lo que pueda hacernos sentir, pensar e imaginar mediante sus revelaciones”, y sostenía que “la labor del escritor era crear una obra artística con imaginación, con sensibilidad y buen gusto”.
Manuel Vega hacía una defensa férrea del criollismo al que adscribía Luis Durand. Plantea, en el fondo, que el autor tiene la misión entregarse a la vida cotidiana y retratarla, que el fin de la literatura no está en la literatura misma sino que en otros objetivos que debe cumplir, en aquella reproducción “fiel y objetiva”. Aquello fue lo que hizo Luis Durand. Alone, por su parte, celebraba la belleza de la obra, su estética, sin importar su temática. La discusión, aunque superada, es igualmente válida al día de hoy.
Fue el criollismo, con aquellas descripciones de ambientes bucólicos, el estilo literario a superar. Es también el retrato hablado de nuestras raíces, de nuestros hombres de campo, del huaso chileno, de aquella figura agreste, bondadosa y bravía al mismo tiempo para trabajar la tierra y entregarse, por qué no, de tanto en tanto a la fiesta.
En Casa de la infancia el autor va haciendo lo que tan bien sabe hacer: muestra más que narra, cada uno de los recovecos polvorosos que constituyen su nostalgia campestre, sus orígenes y, del mismo modo, los orígenes de Chile, especialmente del Valle Central, zona eminentemente huasa. El huaso chileno, para quien no lo sepa, es el hombre del campo de la Zona Central chilena, el hombre que vive de la tierra y de la crianza de los animales, que la trabaja con sus propias manos y que, gallardo y orgulloso, es al mismo tiempo capaz de batirse sobre su animal con el rebenque o un cuchillo, sea cual sea el caso. Es un ser que se repite en diferentes serranías latinoamericanas, revistiendose de características propias que le permiten adaptarse al entorno y a las duras exigencias del terreno, casi siempre inhóspito, que requiere de hombres duros y bravíos capaz de domarlo. Luis Durand hace, a través de los cuentos que componen este conjunto, una oda a aquel hombre, a su vida lenta pero dura al punto de ser trágica, a sus mujeres abnegadas, a la labranza de sus predios agrícolas, al manejo gallardo de sus animales. Y también lo hace del “roto chileno”, ser sin tierra, libertario a fuerza de pobreza y falta de raigambre.
(…) Allá en Santiago, por más que la vida ofrezca muchas comodidades y diversiones se siente de repente la nostalgia de todo esto. La luz, el aire, el sol, el rumor del campo es aquí como una caricia, en vez del bullicio de la ciudad que hiere, que maltrata y hecha a perder los nervios. (…)
Especialmente notable, y a mi propio entender, uno de los cuentos que se deben encontrar entre los mejores de la literatura chilena es el titulado “Afuerinos“. En él el autor sigue por los caminos polvorientos a dos hombres, dos rotos (toman aquel apodo por sus ropajes siempre mal traídos, destruidos por su vida callejera y sin resguardo) que buscan trabajo de fundo en fundo. Finalmente lo encuentran, está ahí, al día siguiente, en aquel mismo lugar… y duermen en un pajar, cobijados por fin de la noche, del frío. Se alimentan de leche de una vaca. Se atiborran. Y sienten nostalgia de su propio hogar, de aquel que han abandonado para lanzarse a la aventura, a los caminos, a la vida, como fuera tan típico antiguamente en estos hombres que, sin más que un atado de ropas, salían a buscarse la vida en cualquier parte, a vivir como fuera, a sobrevivir. Luego vuelven, cuando han conseguido lo que buscaban lo desechan y retornan al hogar, porque no pueden ser de otra manera, porque no pueden dejar de ser hombres de los caminos ni tienen capacidad alguna de raigambre real. El relato es hermoso, de altísima factura, y la descripción que consigue el autor de los tipos chilenos, de las características de estos personajes son, cruelmente a veces, retrato exacto de la realidad.
En el criollismo al que adscribía el autor, hasta los diálogos son forzados a, fonéticamente, ser exacta representación de lo que evocan:
—Asina no más es, pues, hija. Pero mirá vos, niña, pa mí que ahora el gringo Jacobo le hace más a la custión del licor, pa sacar ventaja de las chicuelas que icen que están tocando muy bien la vihuela. La mayor ya tiene su marchante es que… Y con ser que esa no es la más donosa; aunque te diré que toas son de muy güen parecer. Pero pa mi moo de considerar, la mejor es la más mediana, la zarca, por lo risueña y agraosa que es con too el mundo.
El criollismo llegó a ser, en algún momento, la “barrera” a superar por las nuevas generaciones de autores. Se le vilipendió, se trapeó el piso con él. Es quizás entendible que luego de decenas y decenas de años de un estilo tan marcado hubiese un momento en que este ya no fuera apreciado, en que todo lo que pudo haber fecundado ya lo hubiese anegado. Es posible. Pero digámoslo ahora en el tiempo, es bueno rescatarlo ahora que ha transcurrido casi un centenar de años desde los que fue el dueño y señor de todo el espectro literario chileno: si llegó a ocupar ese peldaño fue por algo, lo fue por sus virtudes, por sus características, por mérito, independientemente de que esas mismas características hayan sido luego menospreciadas.
Luis Durand fue uno de sus mejores exponentes, y este conjunto de cuentos nos muestran aquella vida campesina (hoy practicamente inexistente por haber sido devorada por nuestras ciudades), esa que era dueña de una belleza en ruda, sin flemas innecesarias, sin ningún falso amancebamiento de sus personajes, sino que con todo el vigor y la fuerza de esa gente que vivió y trabajó en las tierras inhóspitas antes de que todo fuera facilidades y modernidad, cuando todo se hacía a pulso y con las propias manos.
Bien puede creer alguien que hoy el criollismo es un estilo temático superado. Mucho mejor nos iría si pudiésemos revalorizarlo y respetar el valor histórico que tiene, así como maravillarnos por la belleza con la que el estilo trata su temática favorita: la vida del campo.