Reseña remitida por: Ros de Olano
El pequeño comandante
Rodrigo Díaz Cortez (1977 – )
Mondadori
ISBN: 9568228365
114 páginas
Precio referencial: $7.000
Toda infancia es un período de crecimiento y retos, y las aventuras forman parte del descubrimiento del mundo exterior. El pequeño comandante, la nueva novela de Rodrigo Díaz Cortez (Santiago de Chile, 1977) nos conduce nuevamente a Paitanás, un pueblo minero cercano a Copiapó, por el que pasa el río Huasco, que alimenta las aventuras de nuestros dos protagonistas. Digo nuevamente Paitanás, porque su celebrada novela El peor de los guerreros, transitaba los mismos parajes del desierto atacameño.
La voz es la de un niño llamado Benito, que comparte aventuras con su amigo Jim. A veces leen los chistes de Condorito bajo las higueras, a veces roban carteras en los trenes para comprar más revistas, a veces empujan una rueda para quemarla en el “festival de la protesta”; cosas de niños. Pronto consiguen una cámara neumática para lanzarse río abajo y poco a poco la corriente de los acontecimientos los va separando. Las propias familias los arrastran sin posibilidad de resistencia, a la enemistad y al silencio. El autor evita lo predecible, lo obvio o moralista, y el hilo central de la narración es el humor y el silencio que todo lo rodea. El silencio envuelve la figura del padre de Jim. Al parecer es piloto o mecánico de aviones en la Fuerza Aérea. Lo mismo ocurre con los padres de Benito, que se da a entender que se juegan el pellejo en la capital. O quizás ya están muertos y desaparecidos en la feroz dictadura de Pinochet; tampoco lo sabemos a ciencia cierta. Tal vez por eso la abuela sintoniza cada noche el programa de noticias radial “El diario de Cooperativa”. Desde los vecinos que se esconden pronto en sus casas hasta las reuniones del abuelo Samu con el señor Amigo, el autor nos expone que el silencio es uno de los temas centrales de su nouvelle.
Tampoco sabemos cómo Benito llega a Paitanás para pasar una temporada que se prorroga indefinidamente. Lo que sí sabemos es que viene a la casa de sus abuelos, y que desde lo alto del nogal tiene un sillón de comando que carpintereó su padre en una época remota. Allí da comienzo a su primera incursión literaria, porque escribe en un cuaderno y desde los primeros capítulos el narrador-niño, o “viejo-chico” como lo nombra la abuela, no es más que el escritor-adulto que recuerda sus andanzas infantiles. Un método sutil tratado también en la nouvelle Las batallas del desierto, del poeta mexicano José Emilio Pacheco. “Esto puede resultar exagerado, pero en el momento en que supe lo del baúl enterrado, cierta obsesión se apoderó de mi mente y no pude evitar embarcar a Jim en esta aventura” (pág.19). O cuando está sentado en lo más alto del nogal: “Desde ahí puedo ver, no sólo a los vecinos que se esconden en sus casas cuando cae la noche y llegan las polillas, sino a más gente, más acontecimientos sobre los que también quiero escribir para recordar nuestra aventura río abajo” (pág.15). ¿Por qué el autor se empecina en este tipo de información al inicio de novela? No será porque el lenguaje utilizado es el de un adulto que rememora al niño que fue. Repito anticipos como: “Sobre todo pienso en el tesoro, esa parte de esta historia que aún no me atrevo a contar” (pág. 21), nos apunta que la narración que está por venir ya pasó, y que es un Benito-adulto el que cuenta sus experiencias.
El lector que espere el despliegue de intensidad narrativa en las cerca de 300 páginas de El peor de los guerreros hallará una expectativa distinta. A diferencia de aquella notable novela, donde el autor lanzaba toda la carne a la parrilla, en El pequeño comandante Díaz Cortez renuncia a todo lo que no sea imprescindible para la narración. Es admirable la naturalidad y la eficacia de las escenas que persiguen siempre transmitir lo justo. Por eso resulta una nouvelle limpia, nada artificiosa, donde asombra el manejo artesano de la palabra, donde el pensamiento cotidiano, muchas veces humorístico, fluye en paralelo a una historia que termina demasiado pronto. Quizás porque en esa época hubo historias que terminaron también demasiado pronto, antes de tiempo.
El problema de los autores que conocen su oficio está en el dilema de saber qué es lo que dejarán dentro de su libro y qué es lo que se quedará fuera. Ese problemático ejercicio de exhibición y ocultamiento que es la verdadera literatura, hace que un súbito final confunda al lector con la sensación de quedarse con gusto a poco, cuando el autor pretende conseguir eso mismo, que entienda lo que son los súbitos finales. Al igual que en Una novelita lumpen de Roberto Bolaño, la narración cuenta al menos dos historias: una muy concreta, visual, en la que parece que no ocurre nada extraordinario, y otra que es una reflexión que corre en otro punto de la realidad. Pero lo pequeño no es sino un reflejo de lo grande.
Y pese a la brevedad tantas veces criticadas por los expertos, El pequeño comandante aspira a exponer un mundo reprimido, el sueño infantil de escribir un libro, ser escritor algún día, y los silencios compartidos que dividieron al país. El silencio de los que no quisieron saber, el silencio de las víctimas para que los hijos no conocieran la realidad de sus padres y el silencio de los que cometieron barbaridades, se confunden en la voz infantil-adolescente-adulta que se atreve a entretenernos con una historia, a la vez que juega con el lenguaje, con un tono travieso y nostálgico envuelto por el perfume de los neumáticos quemados en el “festival de la protesta”. A ver si llega pronto a España.