El ideal de un calavera (Alberto Blest Gana)


El ideal de un calavera (1863)
Alberto Blest Gana (1830 – 1920)
Editorial Pomaire
Sin inscripción
495 páginas
Precio Referencial $ 10.000

 

Acabo de pasar la última página de esta novela y mantengo esa sensación única que producen los buenos escritores, los realmente buenos, esa de haber sido conducido hermosamente hasta un lugar donde existe una belleza artística que, de una manera extraña, se traspasa a través de palabras a nosotros, los lectores… a través de nada más que palabras, solo palabras. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta que juzgo con benevolencia los ripios que tiene en el proceso de arribar a este final superior, en el que la Historia real de un país se enlaza con la narración, volviéndose una sola y dictaminando el destino aciago del protagonista.
 Había en el ahínco con que este joven perseguía el placer algo del ardor febril con que ciertos desgraciados buscan en la embriaguez el olvido de pesares acerbos. Algún poeta le habría comparado al ángel desterrado del cielo por su soberbia indómita: la melancolía que bañaba sus bellas facciones parecía dar un poderoso realce a la majestuosa dignidad de su orgullo.
 El escritor (y erudito de la literatura, digamos) Carlos Fuentes, dijo en una entrevista realizada por el programa La belleza de pensar que él estimaba no había existido realmente Novela Latinoamericana sino hasta Martín Fierro (1872), y luego precisa, en una frase que transcribo desde la fragilidad olvidadiza de mi memoria: “Con el perdón de Alberto Blest Gana”. Detengámonos un momento en su aseveración. Qué tiene de particular Blest Gana que lo hace estimarlo un bemol de su propia afirmación.
 Alberto Blest Gana fue un aristócrata y, como hicieron tantas familias chilenas acomodadas de su época, fue enviado a París a completar sus estudios. Ahí hay algo importantísimo en su formación: conoce la literatura de Balzac y Stendhal. La relevancia de ese hecho es radical. Desde ahí, al volver a Chile, se ha impregnado de la fuente, del lugar mismo donde se encontraba la “punta de lanza” de la literatura mundial en aquel momento histórico. Blest Gana trae consigo la escritura de Balzac, adoptando aquel Realismo —o Realismo Romántico, incluso si se quiere (escribo con mayúsculas para denotar que me refiero a los movimientos literarios)— en boga en aquel momento. Y desde ahí transforma toda la literatura nacional. Hasta antes de eso existía, tal como dice Carlos Fuentes, una literatura que era más bien una imitación de cómo se hacía literatura en Europa, pero no propiamente una literatura latinoamericana y sí, también lleva razón, seguramente es Martín Fierro donde cabalmente aparece en propiedad una literatura propiamente latinoamericana.
 —Aquí estamos perfectamente. Mira, ves aquellos tres caballeros sentados en el sofá (…) Los tres están igualmente pensativos y estirados, porque los tres pertenecen a una familia de gran valía y consideración en Chile: la de los tontos graves. El tonto grave es siempre un hombre de esperanzas entre nosotros; casi es una carrera el pertenecer a esta familia. El tonto grave está siempre con el pie en la escala de los honores y de las rentas fiscales, tiene el talento del hombre que no dice nada y el genio de no chocar con ninguna de las preocupaciones reinantes. Los empleos le buscan, porque el tonto grave no compromete ninguna situación ni tiene opinión propia; es una especia preciosa para fabricar Ministros de Estado, Senadores y Consejeros. ¿Qué mejor consejero que el que nada aconseja y es de opinión dúctil? El tonto grave es conservador por excelencia; conserva las modas viejas, las ideas viejas, las conversaciones viejas, todo lo viejo: con frecuencia es desaseado por conservar. El tonto grave tiene a los libros una antipatía clásica, algo semejante a la del gato por el agua: puede llegar a formar proverbio. En suma, el tonto grave será por mucho tiempo todavía entre nosotros como los dioses del paganismo, no habla nada, pero la ignorancia le creerá capaz de hacer prodigios. Al tonto grave, poco, muy poco, se le ven los dientes, porque no se ríe.

Me permitirán que yo, sin ser ni la sombra de quien fuera Carlos Fuentes, humildemente disienta en parte con esa expresión. Blest Gana ya lo había conseguido, si no de manera rotunda, al menos lo suficiente como para ver ahí un origen; ya había dado forma a algunas de las primeras novelas latinoamericanas apenas un puñado de años antes. Pongo como ejemplo esta novela, El ideal de un calavera y, un año antes, su Martín Rivas; ambas con defectos, ambas ingenuas de muchos recursos literarios que en otros continentes con mayor tradición literaria ya habían desarrollado, pero, sin embargo, complejas y dueñas de la belleza de quien articula ciertamente siguiendo una escuela externa (la francesa, en este caso) pero, y aquí el bemol al que Carlos Fuentes no atribuye la importancia que yo sí le doy, repletándola de elementos propios del Chile que él viviera, en una inspiración imitativa que le llevó hacia el Realismo, pero un Realismo chileno, un Realismo que a fuerza de ser chileno —por la nacionalidad del autor— fuera también latinoamericano, por la multitud de similitudes y las menos diferencias que habían entre nuestras naciones cuando apenas nos íbamos libertando del colonialismo. Porque Blest Gana es el antecedente más cercano del Realismo en Chile (sin serlo a cabalidad, por encontrarse demasiado impregnado del Romanticismo, siendo más bien una etapa intermedia), pero donde pueden reconocerse elementos de nacionalidad amplios y profundos, al punto que al día de hoy son incluso documento donde echar mano para conocer las costumbres y maneras de toda una época.
 Las tres mujeres eran jóvenes y el hombre era un viejo de sesenta años, flaco y encorvado. Llamábanle las jóvenes tatita, porque a la fecha de esta historia el calificativo de papá, que se ha extendido hasta las clases inferiores de la sociedad, empezaba solo a introducirse en la parte más culta de la población.
 Me detendré, menos de lo que merece, en la novela misma y su argumento: en torno al año 1837, un calavera (como modismo de la época: un muchacho arrojado, libertino si se quiere, fuera del molde, que causa problemas), un húsar, sigue su ideal de vida; un amor absoluto y entregado, que caiga rendido a sus pies. Y cree encontrarlo en los ojos de una mujer de buena sociedad, de esa que convierte en pasatiempo enamorar con su mirada. La vida se le va, a este muchacho, persiguiendo a aquella mujer, con su galanura y sus desventuras, ligando a otra en el intertanto, solo porque es un alma libre, o un alma huérfana como lo plantea otro de sus personajes. Se trata de una sucesión de escenas que van transcurriendo durante varios años, en los que Abelardo Manríquez, el húsar, e Inés, la muchacha, se encuentran en distintos contextos solo para chocar y fulminarse mutuamente, como dos polos eléctricos que, iguales, extrañamente se atraen, solo para luego notar lo que son y repelerse en refriega. Es una historia romántica, de amor, pero de un amor trunco por la falta de practicidad del protagonista o lo elevado de sus ideales y, por otro lado, por los yerros que va cometiendo en su vida.
 (…) Eso de entrar en lucha con una mujer; disputarle su corazón, que ella defiende muchas veces por conveniencia y no por deseo; fingir ser creído, so pena  de que no le crean si es sincero; presentarse como esclavo para entrar en una asociación a la que el hombre y la mujer deben llegar erguidos por la ancha y elevada puerta de la sinceridad; solicitar, en una palabra, lo que debe ser espontáneo, franco, tan leal como un juramento, no se acomoda con mi carácter.
 Es, el mismo Manríquez, como uno de esos fuegos de artificio, un “volador”, de los que arroja otro de sus amigos de correrías, el débil Timoleón, para celebrar cualquier hazaña o comilona. Una luz breve e incandescente por la luz con la que se quema y asciende, pero, sin embargo y a causa de ese mismo fulgor radiante, destinado a existir muy poco, como si toda su misión en la vida fuera dejarnos el silencio ensordecedor que retumba en nuestros oídos luego de que, llegado a la cima, estalla.
Se trata de una novela bellísima, con defectos, es cierto, pero que ha sufrido más sombra de la que debería ante la gran obra del autor: Martín Rivas. Y no debería ser pasada por alto por nadie que haya disfrutado aquella otra, ni por ninguno que guste de la novela romántica francesa.
G. Soto A.

Cofundador y administrador de Loqueleímos.com. Autor de "Liquidar al adversario" (2019, Libros de Mentira).

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5 Comments

  1. says: paz

    es el ideal de un TALAVERA, ese era el ejercito que había en el 1800, los calaveras aparecieron en 1976, y eran las fuerzas especiales, del ejercito de Chile en tiempos de dictadura.

    1. says: G. Soto A.

      El libro se llama “El ideal de un calavera”, no talavera como dices. Si lees la reseña verás a qué refiere el término “calavera” en la época.

  2. says: Paz de nuebo

    Tube el privilegio de tener una edición muy antigua y el título era *El ideal de un Talavera.. leí el libro sus 10 veces y el joven Abelardo Manriquez era del temido ejercito de los TALAVERA El amor era un ideal* creado en su mente . Por eso se llama así por que dicho amor para los época era una utopía.

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