Ruido de fondo (José Tomás Labarthe)

Ruido de fondo (2023)

José Tomás Labarthe (1984)

Lom ediciones

ISBN: 9789560017468

82 páginas

 

“Nada fue dicho. No quedará nada grabado,

nada que pueda dar cuenta de

esta intersección o que la explique”

Guadalupe Santa Cruz

 

 

Paisaje de fondo
por Rodrigo Arroyo

 

Es a propósito del procedimiento que utilizaría Faulkner para configurar al narrador, que Piglia se refiere a la captura y uso de aquellas historias “ya dadas”, reparando así en ese núcleo o espacio de resistencia que es para Celan la familia, como si ella, dice el autor de “El último lector”, “fuera una máquina de contar historias, una especie de repertorio de narraciones donde hay ciertos lugares que están ya como distribuidos (…) como si la familia tuviera colocados, en determinados lugares, cierto tipo de personajes que encarnan fragmentos de esa historia”. Supongo que es a partir de esta línea que podemos pensar el trazado realizado por José Tomás Labarthe en “Ruido de fondo”, y no necesariamente a partir de la casa, dado que ella es, si seguimos lo que sugieren los poemas, un paso previo o una forma para hablar de la familia, quizá en tiempos donde aquello sea, de buenas a primeras, tensionado y rotulado como un gesto conservador. Por otro lado, no es que el autor sitúe el libro en torno a ella, ni que se nutra a partir de los personajes que encuentre en su interior, de hecho, nos indica, “no es solo una familia, la familia”. Tampoco es que, de otro modo, ella, o sus personajes, respondan a una historia definida previamente.

Y es que, como ocurre con las fotografías de Elde Gelos que son parte de este libro, las imágenes son a veces difusas, inconexas entre sí, como ocurre con las prosas de la segunda sección (y en una, apenas perceptible, menor medida, en la tercera), donde radica –creo– el corazón de esta poética. Textos cuya disposición, esa rutina del montaje, diríamos, la encontramos a modo de metáfora en este libro. Porque no podemos dejar de preguntarnos qué es lo que ocurre en esa vida desorientada o a la deriva en esa infancia sin padre, hasta que, después, vemos a ese hijo, ahora padre, sosteniendo el absurdo de las rutinas, los juegos y las formas, (quizá de un modo inconexo, como las fotografías) con que se modela esa reiteración necesaria que hace posible unir de algún modo las brechas generacionales. Forjando ese pasado que no es posible de organizar o administrar de modo alguno, pues de alguna manera escapa a lo que hoy en día entendemos por memoria. Experiencias que, tal vez sin conciencia histórica, se acercaban más a un problema existencial, ¿qué hacer, cómo vivir? Así al menos entiendo ese “Enseñar a los niños a flotar sin salvavidas”

En este libro, más allá de la limitada extensión del verso, que nos haría pensar –supongo, como lógica conclusión– en la preponderancia de las imágenes, vemos que ellas provienen del sentido de los textos y no de lo que allí se ha de nombrar. Es así que nos preguntamos, hasta qué punto en estos poemas hay una atmósfera, un tiempo y una sensación, con mayor claridad en la tercera sección, como las que nos entregan las pinturas de Hopper; cuando ve a los otros. Lo que encontramos nosotros es, entonces, el detalle, quizá una pregunta, dónde decanta la pérdida o habita ese tedio, tristeza, calma o desesperanza. En tal sentido, los poemas “22/ Una sola plaza”, “25/ La luz, la ventana, el viento” y el “26/ En los pasillos de un cine de provincia” retratan cierto abandono, como el que vemos en las pinturas con que el pintor neoyorquino exprime la vida de Josephine, su esposa y modelo, cuya carrera, relegada ante el creciente éxito de su marido, que se nutre –literalmente– de su paleta. Lo que deviene en una lenta pérdida de su identidad.

Ahora bien, otro vínculo con las imágenes proviene de las fotografías del libro, algunas de las cuales, como son las de las páginas 35, 43 y 73 nos dan la idea de una secuencia, cuyo principio o final ignoramos por completo, pero hay una composición cercana a las pinturas (de una clara secuencia) de Pablo Cardoso. O aquella de la página19, que nos recuerda aquella fotografía de Félix González-Torres, donde vemos una cama vacía que enseña la huella de los cuerpos que no están, como en el poema “20/ Bradbury”, donde leemos, “las personas ya no existían, pero sus sombras permanecieron”. Tal vez podríamos ahondar en dicha ausencia, porque de un modo u otro atraviesa este libro, y es que pareciera que “en la intimidad, solo queda la voz que murmulla “aquí ya no hay nadie””, como señaló Sergio Rojas –en “Tiempo sin desenlace”– a propósito del “vaciamiento de la subjetividad”, donde la falta de vínculos en los inicios de la sociedad moderna “encarga al propio individuo la construcción de su lugar en el mundo”; en este caso, quizá como el padre de una familia o aquel sujeto que, como señala Labarthe, “Remonta la carretera a diario en un slalom que sortea sin la convicción suficiente”, o “Identifica patrones nunca antes vistos, distingue en las grietas del revoque inconfundibles cualidades humanas”.

¿Qué cercanía hay entre el temor al mundo exterior que retrata DeLillo en su novela “Ruido de fondo” y este libro? Porque aquí, en algunos pasajes, la familia y la casa representan los espacios del abandono, cierta ruina y aunque, es cierto, también del cuidado, es un lugar “tan inseguro, para niños y para adultos”, escribe Labarthe, incluso un lugar donde es posible ver aplicada la técnica de Ludovico, masificada en “La naranja mecánica” de Kubrick, en la escena del abuelo, “con sus párpados abiertos a la fuerza / por pedazos de palitos de fósforo” frente al televisor; ¿cuál es, entonces, la diferencia con el exterior? Tal vez una forma de intentar una respuesta nos obligue a pensar nuevamente en el título del libro, olvidándonos de la referencia a DeLillo; y veamos qué significa ese ruido ambiental, dentro de esta escritura, ¿a qué registro afecta? Será acaso el ruido de ese exterior que gira en los bordes del embudo, antes de ser absorbido por la fuerza centrífuga de esta poética, que atrae experiencias personales, anécdotas familiares, delirios, o una constelación de nombres y relatos con cierto carácter enciclopédico, como ocurre en los poemas “35/ Guardar silencio” o “37/ Una taza de té”.

“El país se redujo a un pueblo y el pueblo a la casa”, “La casa resiste el clímax del encierro”, o “La casa ya no es lo que era: un refugio en la tormenta” escribe Labarthe, e inmediatamente pensamos en la pandemia, en el régimen de encierro que vivimos e intentamos olvidar, sin saber de qué modo volverán las huellas de aquel trauma. Aquí vuelvo sobre Rojas, que esboza una respuesta, “regresaremos a una normalidad agotada de tantas expectativas, una cotidianidad que en cierto sentido será la misma, pero nunca más igual. Lo cotidiano es también una laguna que no tiene fondo” Aunque, por otro lado, ese encierro implica, el intento de otra forma de vida, que busca hacia atrás, en la memoria colectiva o familiar, una resistencia ante los embates de ese, como señala el autor, “horizonte que tiende a la deriva”, en otras palabras, el consumo como un horizonte de sentido que avanza sin irrupciones prodigándonos en su trayecto, las más diversas formas de violencia y daño que hayamos imaginado.

Es, en relación con lo anteriormente señalado que este libro oscila entre el fantasma de la depresión o la melancolía, y la entrega a ciertos ritos, quizá como una forma de mantener ciertas experiencias, ya no digamos –ilusamente– a resguardo del capitalismo, sino como espacios de exploración y, por qué no, de felicidad. Espacios, como señala Guadalupe Santa Cruz en el epígrafe de esta reseña, que operan como una intersección. Y funcionan como un ejercicio opuesto al de entregar las vidas y nuestras experiencias al espiral de este sistema, que en su movimiento helicoidal no deja de absorbernos; de ahí entonces podemos entender la vida familiar, o la vida en esa casa, cuando el autor señala:  “Nuestros días se revelaban como un paisaje de fondo”

 

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