.Ártico (2017)
Mike Wilson (1974)
Fiordo Editorial
ISBN 978-987-45688-9-2
96 páginas
Cómo hablar de Ártico, de Mike Wilson, sin entenderlo como parte de un proyecto mayor que ha comenzado, seguramente, con Leñador, su anterior publicación. Si en Leñador había un inmenso despliegue que se expandía hasta vencer al lector y, desde ahí, constituir con el lenguaje el vaivén moroso de su protagonista en el Yukón, aquel leñador que aprendía y comunicaba los pormenores de su oficio, con Ártico Wilson hace un contrapunto con, otra vez, un único personaje principal, una única voz, adoptando un minimalismo muy acentuado, con una forma de narrar que asemeja al verso aunque más se parece a un único gran listado descriptivo. Aquí la voz del protagonista se empequeñece para dejar solo un rasgo, una única precariedad y desde ahí volver a constituir toda la novela, como en Leñador, solo que con un procedimiento diverso.
Me acuerdo de ti
Por primera vez en años
Regresas a mí
En ese reflejo verde
En un zoo desolado
Y vuelvo a sentirme abatido
Fracturado
Anhelándote (pág. 26)
El protagonista, un hombre, vaga por un zoológico deshabitado de animales, personas, sin nada más que rejas. Luego pasa a la ciudad, la que también se ve enorme, y por ende, parece vacía, desproporcionada para sus escasos habitantes. En su mente, una y otra vez, ronda la idea de esta mujer que ha perdido, del recuerdo de estar con ella, y de esa fractura que le ha dejado la separación. Apenas sí hay otros personajes: una coja, un guardia del zoológico, el recuerdo de la mujer más como presencia que como entidad. Resulta más latente la soledad como un algo tangible. No es algo que el personaje intente evadir, sino que un estado que lo contamina todo, y que define el tono de este relato que se niega a constituirse en tal.
Quise la soledad
Del Ártico
Lejos de ti
Del ruido
De la indiferencia
De ellos
Y de los cuervos
Prefiero
El desinterés
De los témpanos (pág. 51)
La narración se constriñe en sí misma por la forma en que está narrada. Muy poca información se le da al lector, lo único que inunda el relato es aquel estado anímico, la fractura que vive o ha vivido el narrador, lo poco y nada con lo que interactúa. Es, más que la sucesión de escenas o paisajes, y en esto tal como Leñador, la manifestación de un estado emocional. El relato avanza, y posee una suerte de cierre convencional. Sin embargo, pudo no haberlo tenido sin haber afectado sustancialmente los fines del mismo, que están logrados más allá de la anécdota que posee.
Cabe preguntarse por el procedimiento. Aquello que podríamos denominar, con algo de liviandad, como formato. Qué función estética, o qué fin estético persigue el autor al utilizar esta forma que se encuentra a medio camino entre el verso y el listado. Cómo esto altera realmente la sustancia del relato. Cómo de eficiente es para escapar de los estándares de la forma tradicional de novela. ¿Basta, acaso, con escribir una novela sin la letra “e” para romper con las formas tradicionales de narrar? Seguramente no. Y, sin embargo, más allá del procedimiento mismo, hay cierta belleza en el camino escogido, en la precariedad de los recursos, que obran todos para constituir lo que resulta realmente valioso en este pequeño libro, y es el tono del protagonista, tan pequeño a su vez, tan mínimo, que sin decirlo, sin intentarlo, hace sonar una y otra vez, suavemente, la misma tecla de un quiebre, de una ruptura silenciosa que ya ha ocurrido en un tiempo distinto al del relato, y que acá, sin explosiones ni estridencias, vemos como una única escena en su primera consecuencia: la fractura.