Ignacio Álvarez: “Los críticos debieran entrar más en la chuchoca, la discusión, el diálogo sobre las novelas.”

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Ignacio Álvarez (Santiago, 1973) es académico de la Universidad de Chile y doctor en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha publicado varios artículos sobre literatura chilena y latinoamericana, en los que le han interesado especialmente las relaciones entre las narraciones y sus contextos. Publicó el libro Novela y nación en el siglo XX chileno. Ficción literaria e identidad y, junto a Hugo Bello Maldonado, la edición crítica de la Obra completa de Baldomero Lillo. En estos días acaba de lanzarse Cuentos de Manuel Rojas, recopilación que extrañamente jamás se había publicado en Chile y que lo tuvo preparando los textos y trabajando en ellos.

Sobre Cuentos de Manuel Rojas y sobre literatura en general, tema del que se le ve hablar a diario por su Twitter personal, aprovechamos de consultarle.

Este año se cumplieron 120 años desde el natalicio de Manuel Rojas. Más allá de su libro más conocido, Hijo de ladrón, ¿te parece que su obra se difunde y lee adecuadamente hoy en día? ¿Existe una valoración cabal de este autor?

Es una pregunta difícil de contestar. Es indudable que en los últimos años la obra de Manuel Rojas ha tenido una especie de resurrección, y creo que es más o menos claro que esa resurrección coincide con la progresiva politización de la sociedad chilena en los últimos años. Aparecieron nuevos lectores e hicieron algo muy necesario y saludable: sacudieron el polvo que Hijo de ladrón y los cuentos habían acumulado en el estante de las lecturas obligatorias del colegio. Nos recordaron que Aniceto Hevia, además de ser un joven con dudas existenciales, tenía posiciones políticas, comulgaba con el anarquismo y, en general, podía servir para pensar el presente. Ahora que esa lectura está bien establecida creo que deberían aparecer nuevas perspectivas, y de hecho están apareciendo. En este florecer ha colaborado mucho que las obras de Rojas estén nuevamente disponibles: hay ediciones recientes de sus libros más importantes y en varios formatos diferentes. En este trabajo han estado involucradas muchas personas. Los editores, por cierto, pero también los herederos de Rojas, que han recibido con mucho cuidado el legado del escritor y trabajan activamente para mantenerlo vivo. Junto a ellos hay algunas personas que, con una generosidad impresionante, colaboran con ellos a través de la Fundación Escritor Manuel Rojas. Y entre ellos es imprescindible nombrar a Jorge Guerra, un arquitecto simplemente enamorado de la obra de Manuel y que debe ser la persona que más sabe de ella.

¿Hay una valoración cabal de su obra? Falta todavía para eso. Recién están volviendo a estar disponibles todos los textos, todavía tienen que producirse el reencuentro completo de los lectores del presente. Hay temas que recién comienzan a aparecer. Me interesa mucho el modelo de “hombría” —de masculinidad— que elabora en Mejor que el vino, por ejemplo: una hombría sensible, un poco tímida, un poco inhibida en su sexualidad. También me interesa el tipo de negociación que Aniceto propone en sus novelas, y en especial la más básica de todas, la que se hace entre el joven Aniceto, libre y radical, y el Aniceto maduro que escribe y que necesariamente ha hecho algunas concesiones para poder escribir.

portada Rojas.inddEntiendo que Cuentos proviene de una edición de Editorial Sudamericana que solo se lanzó en Argentina. ¿En qué consistió el proceso de edición de esta obra que se publica bajo el título de Cuentos? ¿Cuánto es posible editar o intervenir textos como estos de Manuel Rojas? ¿Un lector que desconoce el proceso de edición pensaría que a estas alturas ya están más bien fijados? Y sobre lo mismo, ¿cómo decides cuál de las modificaciones o versiones del propio Manuel Rojas es la adecuada para utilizarse?

Esta edición de Cuentos es hija de un proyecto anterior y mayor, que es la edición crítica de los cuentos completos de Manuel Rojas. Eso significó que el trabajo no se limitó a copiar la edición de Sudamericana. Como existía el cotejo con todas las ediciones anteriores (cinco o seis para cada cuento), se pudo reconstruir el proceso que llevó desde las primeras versiones a esta formulación final en cada uno de los casos. Esto permitió hacer algunas enmiendas, muy pocas, usando como respaldo las versiones anteriores. En “Un ladrón y su mujer”, por ejemplo, los mapuche con quienes Francisco Córdova se fuga de la cárcel terminan quedándose con su chaqueta porque, dice la edición de 1970, usan el forro para hacer bolsas talqueras. Eran un misterio las benditas bolsas talqueras. Busqué en muchos diccionarios y enciclopedias, pero el resultado fue pobre: bolsas para echar talco. Comparé entonces esa lectura, supuestamente autorizada, con las ediciones anteriores: en todas ellas decía bolsas tabaqueras, una solución que obviamente tenía más sentido. Con esa autoridad pudo hacerse la enmienda. El criterio general es respetar la última versión que, sabemos, Rojas revisó extensamente, y que tiene cambios muy importantes en relación con las ediciones anteriores. Se puede intervenir en situaciones especiales, cuando uno puede sostener que detectó un error de autor. A veces dan ganas de corregir la puntuación, por ejemplo, pero en general el consenso entre los especialistas dice que no se debe tocar la puntuación en autores del siglo XIX o XX, porque se considera expresiva, parte integral del estilo.

Según tu opinión como especialista en la obra de Manuel Rojas, ¿qué hace que se distinga tanto dentro de su propia generación y que se destaque por sobre sus contemporáneos, considerando que entre ellos existían intereses, temáticas e incluso en ocasiones orígenes no idénticos pero sí con puntos en común (pienso, por ejemplo, en su amigo José Santos González Vera)?

Se me ocurre responder que Manuel Rojas es un hombre de una inteligencia extraordinaria. Y digo inteligencia pero en realidad quiero decir al menos dos cosas distintas. En primer lugar, tiene una envidiable claridad para pensar la literatura. Lee el campo literario de la primera mitad del siglo XX y se da cuenta de que el realismo criollista no puede expresar la experiencia que quiere transmitir, pero tampoco lo hace muy bien la vanguardia más peloláis, la de Huidobro y Emar. Se dedica entonces a buscar su propia expresión, sin renunciar a la vanguardia pero sin someterse a ella. Los ensayos de De la poesía a la revolución muestran este lado teórico e intelectual de Rojas; algunos de esos textos son muy tempranos y a mí, al menos, me sorprendieron por su erudición y su agudeza. Pero Rojas tiene también una capacidad superlativa para pensar éticamente: identifica con mucha claridad dónde está lo auténtico y dónde lo falso, dónde hay justicia verdadera y dónde solo apariencia de justicia, dónde está la bondad de los hombres y dónde nuestra lamentable pequeñez. Esto último, creo yo, es muy importante: la primera mitad del siglo XX es una época de experimentos artísticos que muchas veces ignoran sus consecuencias éticas. Rojas nunca renuncia a ambas lógicas, y eso es algo muy difícil de hacer. Seguramente mucha de esa enorme inteligencia solo pudo desarrollarse gracias a la pobreza ilustrada, rica en experiencias internacionales y de solidaridad que le tocó vivir de niño y de joven. Mucho tienen que ver también su temprana experiencia de trabajo y sus años de experiencia anarquistas.

Creo que de eso hablan los lectores de Rojas cuando dicen que en sus obras encuentran humanidad, o cuando se sienten profundamente tocados por sus personajes. Tras bambalinas hay un conocimiento experto de la técnica literaria, que le permite representar la experiencia central del siglo XX, y una profunda reflexión sobre lo que vale o no la pena para los hombres (y las mujeres, aunque Rojas se fija poco en las mujeres).

Es difícil de explicar, y quizá me enredé un poco. Pero no quería irme por un atajo.

¿Qué falta que se publique de la obra de Manuel Rojas? ¿Quedan todavía algunos inéditos?

Inéditos, realmente inéditos, hay poco, me parece: unos pocos cuentos y fragmentos de cuentos, y probablemente un corpus disperso de textos breves: ensayos, crónicas, columnas. La recientísima edición de Imágenes de infancia y adolescencia, que hizo Jorge Guerra, repone varios textos que habían quedado como manuscritos o en los diarios.

A mi juicio el trabajo más importante que hay que abordar es la publicación del corpus central de Manuel Rojas en las mejores ediciones que podamos. Ya mencioné el proyecto de los Cuentos completos. Los manuscritos de Hijo de ladrón existen, por otro lado, y deberían ser una fuente fundamental para una edición crítica de la novela, que tuvo cambios importantes desde 1951 hasta su última edición (en la primera edición las partes llevaban títulos, por ejemplo).

En la Fundación Escritor Manuel Rojas se ha pensado la posibilidad de comenzar una edición anotada de Tiempo irremediable, la tetralogía de Aniceto Hevia, con índices e información de contexto que facilite la lectura y la enriquezca. Hay las ganas y a estas alturas hay también varios especialistas que, supongo, estarían felices de emprender el trabajo. Pienso por ejemplo en Jorge Guerra, en Juan José Adriasola, en Alejandra Caballero, en María José Barros, en Gastón Carrasco, personas que conocen bien esas novelas y que sin duda harían un excelente trabajo.

Otra tarea muy entretenida que también hay que animarse a hacer es la reconstrucción de la historia editorial de La Ciudad de los Césares. Se publicó como folletín en El Mercurio y solo años más tarde como novela independiente. Rojas nunca quedó muy contento con ella, pero decía que el folletín era peor. Estudiar ese proceso es estudiar la formación de su inteligencia literaria y de su sensibilidad ética.

Dejo mucho material fuera, pero eso es lo que me parece más urgente.

En Cuentos existe una muestra casi completa de los cuentos publicados por Manuel Rojas. ¿Qué progresión estilística o temática ves en él desde “Laguna, el primero de ellos, hasta los publicados más tardíamente?

Pienso que Rojas solo escribió relatos breves de manera sistemática hasta el momento en que entendió cómo podía resolver Hijo de ladrón, es decir, cuando descubrió el modo en que podría escribir novelas. Sus relatos posteriores son escasos y muchas veces están hechos como novelas pequeñas, si es que no son directamente fragmentos de novela, como “Zapatos subdesarrollados”.

Cuando comienza a escribir, Rojas tiene a su disposición tres posibilidades técnicas del relato breve: el criollismo y el modernismo, que ya están declinando, y la vanguardia, que hasta el momento tiene manifestaciones narrativas más bien escasas y relacionadas con un mundo cosmopolita y refinado al que no pertenece. Rojas samplea, ecualiza, varía estas fórmulas hasta dar con su propia sensibilidad. Cuentos como “El bonete maulino” y “El colocolo” son muy afines al criollismo, pero no son criollistas. “Un espíritu inquieto”, que muestra la moderna velocidad de la ciudad de Buenos Aires, está emparentado con la crónica modernista, pero tampoco es una crónica modernista. En los cuentos de ladrones hay una intuición muy cercana a la vanguardia: que nadie es nada de una manera muy definida o definitiva, ni ladrón ni policía, que todos estamos siendo, pero son cuentos muy distintos a la narrativa de Huidobro o de Bombal.

Llegar a la novela le supuso un esfuerzo técnico importante, y tiendo a pensar que fue un hallazgo que le costó harto trabajo. Pero la verdad es que su sensibilidad fundamental, el tono que va a explorar más adelante, ya estaba en “Laguna”, el primero de sus cuentos. Tal vez le costó un poco reconocerlo. No lo sé.

Detengámonos un momento para hablar de criollismo, a propósito de tu afirmación. Es sabido el debate en contra que en Chile generó en su época el criollismo pero, sin embargo, pareciera que perdió tan mal esa “pelea” que hasta el día de hoy es necesario desmarcarse de él. Es el mismo desmarcaje que aparece respecto a la obra de Marta Brunet en sus Obras completas lanzadas por la misma Universidad Alberto Hurtado, incluso en relación a sus primeras novelas como Montaña adentro, Bestia dañina, etc. que un lector fuera de los círculos académicos enmarcaría probablemente sin miedo dentro de esa categoría. Pregunto desde la total ignorancia del lector común: ¿qué hay en “El bonete maulino”, en “El colocolo”, “El hombre de la rosa”, o incluso en su Ciudad de los Césares que lo excluye de ser derechamente llamado criollista (no como proyecto literario, sino en particular en esas producciones)? ¿Cuál es el paso más allá que da respecto a, digamos, una novela como Frontera de Luis Durand, o un libro mucho más tardío pero bellísimo, como Surazo de Marta Jara?

Es verdad, el criollismo tiene la peor prensa imaginable. Pero es como un zombi, porque retorna periódicamente para que los escritores vuelvan a validar sus proyectos por medio de su sacrificio. Todos los narradores chilenos desde 1930 en adelante han hecho lo mismo: definirse por oposición al criollismo. El resultado es que sabemos muy poco de ese proyecto que, sin embargo, fue muy importante hasta bien entrado el siglo XX.

No es fácil hacer el deslinde que te interesa. El criollismo es un proyecto de algunos hombres de las clases medias citadinas y letradas —Mariano Latorre: profesor del Pedagógico— que intentan cierta integración social (tal como el Frente Popular lo hacía por su lado y con sus propios defectos) recurriendo a un sujeto subalterno, el campesino, y a su espacio, el campo. Utilizan una estética que había sido muy efectiva en el pasado, el realismo, y arman a su alrededor un discurso que propone definir la nacionalidad por el paisaje. Con esos antecedentes, tal vez es mejor decir que Marta Brunet y Marta Jara, más que ser criollistas, usan el idioma criollista para sus propios intereses.

Para Rojas el criollismo es como un chaleco que lo cubre pero le queda mal. Es cierto, le interesan unos sujetos marginales que se parecen al roto, pero sus jóvenes andariegos no son rotos. Es cierto, le interesan algunos paisajes exteriores, pero sus personajes no habitan el campo sino que lo recorren mientras viajan de un país a otro, de un oficio a otro.

Lorena Ubilla ha estudiado muy bien el caso de Rojas: si el campesino es el tipo que hace una vida en la hacienda, el joven que le interesa a Rojas es el que se escapa de la proletarización de la ciudad y, por supuesto, de cualquier servidumbre campesina. Por eso el narrador de “El colocolo” es un racionalista, a fin de cuentas, que no cree mucho en espíritus; por eso el protagonista de “El bonete maulino” es en realidad un zapatero urbano y no un campesino. La Ciudad de los Césares habría que leerla con un marco un poco distinto, creo yo; el de las novelas de aventuras de Salgari, que le interesaron mucho a Rojas en su momento.

De “El hombre de la rosa” es poco lo que podría decir. Para mí sigue siendo un poco misterioso.

¿Puedes contarnos cómo se produce tu propio encuentro y encantamiento, si cabe esa palabra, con la obra de Manuel Rojas?

Mi papá me habló alguna vez de Rojas y de Mariano Latorre como lecturas escolares que recordaba con nostalgia. Si le preguntas, lo que a él de verdad lo formó como lector es el Boom: Vargas Llosa, Donoso, Cortázar. Eso es lo que siente más propio; lo de Rojas es su infancia, el liceo de Concepción. Tal vez me daba curiosidad encontrarme con una sensiblidad suya anterior a su conciencia. Por otro lado, cuando tuve que armar una tesis sobre el siglo XX chileno me di cuenta de que era insoslayable y que mi formación lo había soslayado sistemáticamente.

Con ese ánimo entré a leerlo, ya de viejo. La sociedad chilena estaba empezando a despertarse y a ponerse chúcara, era comienzos del 2000. Mis veintitantos ocurrieron en los años noventa, una época aparentemente despolitizada. A mis treintaitantos me sentía una especie de analfabeto político que tenía una enorme necesidad de entender lo que estaba pasando. Y así fue como la lectura de Manuel Rojas me hizo sentido. Fui siguiendo la formación afectiva, política y social de Aniceto Hevia a fines de la República oligárquica al mismo tiempo que trataba de construir una perspectiva, un relato propio sobre el fin de la dictadura y los años que vinieron después.

Considerando la tradición literaria chilena, ¿qué te parece el momento actual de nuestra literatura? ¿Hay escritores que sigas con interés y que sientas que son capaces de tomar la posta de autores de la talla de Rojas?

Vivimos tiempos interesantes, pero quizá siempre ha sido interesante vivir en Chile. Creo que los rasgos más rudos del posmodernismo literario —la dificultad para conectarse vitalmente con la historia, la dificultad para construirse como sujeto, el predominio de la imagen o del valor de cambio— son el “desde” de la mayor parte de los textos que se escriben en Chile. Se trata de un “desde” bien poco cuestionado, dicho sea de paso. Casi no hay novela o narración actual en donde la historia no esté en permanente reescritura, en donde la ficción autobiográfica no sea el formato estándar, en donde no se recurra al pastiche de géneros. Y aunque parecen gestos con onda o con cierta vocación de vanguardia artística, la verdad es que me parece todo lo contrario: cuestionan poco lo que se puede hacer o escribir en el presente.

Ante ese panorama, hay dos extremos que entusiasman. En primer lugar los que están bien dentro de este modo de escribir y tratan de armar una forma de salir hacia delante, con textos a veces difíciles pero bien pensados: Sergio Missana, Pablo Torche, Cynthia Rimsky, Álvaro Bisama. Más cerca de la sensibilidad de Manuel Rojas, también valoro los proyectos que miran con cierta distancia las armas del posmodernismo y lo piensan desde fuera, a veces con las armas del pasado o bien con el ojo crítico que da la distancia de clase. En este lote, la obra de Cristián Geisse me parece lejos el proyecto más interesante de las últimas décadas en Chile. Es una vuelta al narrador premoderno, al contador de historias, como dijo Violeta Cofré, que literalmente se pasea los supuestos aparentemente incuestionables del presente. También me interesa harto lo que hace Daniel Hidalgo, un retorno al romance, la ficción más básica de todas, en un Valparaíso desangelado; me interesa cómo se mueve entre la soledad adolescente y la marginalidad a secas.

Ese es el mono que tengo armado en la cabeza. Los libros de Diego Zúñiga y de Nona Fernández me golpean en otras cuerdas, me parece, más sensibles, y me gustan mucho sin saber muy bien por qué.

Hace un tiempo escribiste una columna a propósito de la rencilla entre algunos escritores y la crítica literaria. Y más aun, eres parte de la crítica establecida desde esa institución difusa que se suele llamar la academia. ¿Cómo ves el estado de la crítica literaria en Chile? ¿Crees que está a la altura de lo que se está publicando en ficción?

Absolutamente. Creo que hay buena crítica, en la prensa y en la academia, pero también creo que los críticos debieran entrar más en lo que mi mamá llama la chuchoca, la discusión, el diálogo sobre las novelas. Se equivoca el crítico que piensa que su trabajo se acaba con el puro juicio. Valoro harto, en ese contexto, que gente como José Ignacio Silva o los Pintos, Rodrigo y Tal, estén dispuestos al intercambio por Twitter. Aspiro, sin embargo, a mucho más: a que los escritores respondan a las críticas no desde el ego herido sino desde la reflexión, a que los críticos justifiquen sus evaluaciones en una conversación densa y provocativa con sus lectores y con los autores.

Con respecto a la crítica académica hay harto paño que cortar. Nunca hubo en Chile tantos doctores en literatura por metro cuadrado, y eso se está empezando a notar. Tenemos que hacer varios ajustes, por supuesto, sobre todo de registro. Debemos ser capaces de hablar en nuestro idioma especializado y también en uno menos rebuscado; tenemos que ir encontrando la comunicación de nuestro trabajo con la comunidad y al mismo tiempo tenemos que armarnos como disciplina rigurosa. Pero eso no significa, como suele decirse con tanto desparpajo, que la crítica académica sea pura palabrería y pura jerga incomprensible en donde se esconden los que tienen poco que decir. Eso es un prejuicio lamentable, hijo de la pura ignorancia. Me sorprende un poco la facilidad con que los escritores e incluso los críticos de prensa quieren deshacerse de la crítica académica.

Tal vez por eso me interensa tanto la edición “patrimonial”, el rescate editorial de nuestra tradición en la mejor forma que podamos hacerlo. Es un espacio en donde el interés del especialista y el interés del lector se encuentran. Podemos partir por ahí.

¿Nos compartes un video de YouTube que hayas visto últimamente?

Es un corto animado que hemos estado viendo mucho con mi hija últimamente. Nos ha hecho muy felices a los dos.

G. Soto A.

Cofundador y administrador de Loqueleímos.com. Autor de "Liquidar al adversario" (2019, Libros de Mentira).

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