Apegos y desapego
Por Catalina Porzio
Hace un tiempo me topé por casualidad con una historia conmovedora que espero transmitirles en pocas palabras sin traicionar el sentimiento que me produjo. En un pueblo español, al filo de estallar el franquismo, un maestro de escuela le pidió a sus alumnos que escribieran sobre el mar, un mar por ellos desconocido, pues vivían en una zona pobre y remota, muy lejos de la costa. El plan del maestro era hacer de estos relatos una pequeña edición producida en una imprenta que él mismo había confeccionado para la escuela y, con la edición terminada sobre las imágenes de lo nunca visto, llevarlos a conocer el mar. Una fiesta. Pero el plan quedó truncado a medio camino cuando de golpe se impuso el franquismo y el profesor cayó preso, dejando en una suerte de orfandad a los alumnos de su clase y también a ese puñado de ediciones, compuestas por breves relatos imaginarios, o semi imaginarios, alimentados por historias de quienes vieron el mar alguna vez y supieron transferir sus impresiones de voz en voz hasta nutrir la fantasía de estos niños y niñas que hicieron la tarea sin recibir la anhelada recompensa.
Entre las páginas sobrevivientes que pude ver en internet, más que relatos, diría, se anidan breves construcciones visuales arrancadas de dos atributos: lo extenso y lo profundo. Y la línea del horizonte, por supuesto. La síntesis más perfecta que se pudo hacer a partir de algo tan enorme y misterioso como el océano.
Aunque siempre es difícil abrochar un comienzo, pensé en este caso por la manera extraordinaria que tiene de simplificar lo complejo en un par de rasgos. Es decir, si nos piden dibujar una casa con unos cuantos trazos, es probable que, aunque los tipos de casas que conozcamos sean muchos y variados –de chabolas a mansiones, más la alta predominancia de departamentos que igualmente llamamos “casa”–, nos baste trazar un cuadrado de base encasquetado por un triángulo, y tal vez uno que otro detalle si nos proponemos darle al logo de Homecenter una idea de interior, a través de otras figuras geométricas en lugar de ventanas, puertas o una chimenea humeante. Pero sea como fuere, con dos formas elementales nos daríamos a entender. Y es que podemos reducir lo que parece irreductible, o bien, como hace en su ensayo Macarena García, usar un procedimiento inverso –bastante más complejo–, y animar lo inanimado, tomando como puntos de partida las partes de una casa: un muro, una cama, puertas y ventanas, el cielo raso. Por así decirlo, desmembrarla para luego hilvanar su estructura en delicados juegos de asociaciones, al amparo de una condición indiscutible: la paradoja.
Cada uno de nosotros, no cabe duda, cuenta con ideas y experiencias vinculadas a la casa. Luchamos por singularizar ese espacio propio del que nos jactamos proyectando fantasías y al mismo tiempo padecemos por mantenerlo día a día en innumerables labores domésticas que nos extenúan con la repetición de sus demandas. La casa, para unos más que para otros, es un lugar de neurosis que combina el deseo y las frustraciones en partes más o menos iguales.
Si bien fuimos nómadas y arrastramos precarias estructuras para montar y desmontar un refugio provisorio, habitamos cuevas y también establos con el fin de conservar el abrigo junto a los animales, sin diferenciarnos totalmente de ellos, la casa, como la entendemos hoy, se fue configurando primero alrededor del fuego (su sentido primigenio, el hogar) hasta llegar a consagrarse por la institución más complicada de todas: la familia. Un día decidimos encerrarnos e imponer nuestros límites, cada vez más frenéticos, con los otros, a riesgo de exponer el dulce cautiverio a un torrente de contradicciones. Pues toda casa, a su modo, es un acto de construcción fallida, siempre en falta. Feliz y doliente. Refugio y sofoco.
Macarena García, en este ensayo personal, ilumina, con inteligencia y sin pretensiones, estas dicotomías.
El conjunto de superficies que conforman una casa, sabemos, se va impregnando lentamente de las huellas cotidianas: manitos estampadas en muros y ventanas; cierta negrura alrededor de interruptores y manillas; caminos dibujados en el piso por la insistencia de arrastrar una mesa o un pesado sillón de un lado a otro; o el decoloramiento que produce el sol al pegar en los tapices y las fotografías que permanecen en un mismo lugar. El tiempo imprime siempre un residuo fantasmagórico sobre las cosas. Algo que puede aceptarse como las señas de una historia, o bien, exasperarnos y borrarlas de un plumazo con una o varias capas de pintura para evitar que nos engulla la nostalgia o se imponga la decadencia.
Asimismo podemos hacerle una finta a las insatisfacciones que conlleva una casa en particular y mudarnos, reordenar los muebles y organizar sin tregua el escenario de nuestra intimidad para improvisar una esperanza, al igual que hacemos con nuestros cuerpos. Pero los objetos que acarreamos también tienen memoria y un comportamiento secreto e inesperado y, al final del día, hay que vérselas con ese tumulto murmurante bajo la piel.
Si bien la errancia o las formas colectivas de habitar que se oponen al modelo de la casa propia –por llamar de algún modo a la casa burguesa– no son asuntos de este ensayo –como tampoco, diría, para que no se mal entienda, sea este un ensayo sobre casas–, algo de aquel nomadismo desprendido transita por las páginas de este libro, atraído por el modo en que Macarena García remece la obviedad de cada cosa, a veces demorándolas en sus cualidades físicas (en su mera apariencia), pero sobre todo alzando con ellas disparadores que abrazan una presencia ida; es decir, una persistencia de la materia que paradójicamente está siempre en fuga, como lo están las relaciones humanas: una conversación pescada al azar, el recuerdo de una abuela, los hermanos de la infancia, un amor que ha terminado, los hijos que se quedan. A fin de cuentas, las pequeñas coincidencias que articulan en la memoria un derrotero insospechado.
Así, por ejemplo, un muro, el límite que define una habitación y, en buenas cuentas, aquello que sostiene el principio de casa (en disputa, quizá, con el techo), tan bien resumido por un niño que juega dentro de una caja de cartón, justamente para aislarse, es el plano contra el cual nos estrellamos, dice Macarena García, como chocamos contra la página de un libro: una hoja en blanco que nos amilana; y a la vez, ese muro, iluminado incidentalmente, es una pantalla que duplica la vida en un juego de sombras, un área parlante. Y agrega otra idea que me encanta: un libro puede ser un muro si queremos separarnos del entorno.
(Hace poco leí que Bernhard cambió la suma de un premio literario por el pie de una casa costosísima, sin importarle un bledo la casa en sí, solo por el hecho de contar con sus muros para emparedarse).
La cama, por otro lado, blanca, silenciosa y memoriosa como la página que soñamos, dice la autora, no es solo el lugar que nos anida cada noche y nos permite prolongar entre sus sábanas el puerperio –como hizo tras tener a su segundo hijo–, sino una invitación a pensar la existencia invertida, tramada por un cambio de eje radical: permanecer horizontales. En este punto me identifico plenamente, pues la cama, con el pasar de los años, se ha convertido en mi lugar predilecto. No solo para dormir o descansar a la hora de la siesta, sino para llevar a cabo las actividades que más me gustan. De un momento a otro, la horizontalidad me robó el corazón (tal vez por ser yo una persona demasiado alta).
En fin, podría continuar con la mesa, las ventanas y el cielo raso (no es que haya abandonado la lectura del libro en este punto, después del segundo ensayo), pero al seguir enumerando de este modo corro el riesgo de ser mezquina, empobreciendo con mi selección la abundancia de derivas que este libro nos ofrece, comparable a la compañía de la mejor sobremesa, como alguien definió alguna vez, en palabras muy sencillas, la voz de Natalia Ginzburg.
Los muebles, la casa, la manzana que rodea esa casa, una mudanza, otra casa, son periplos de una observadora formidable, que ensaya, arma y desarma y vuelve a dar un giro sobre la materia que modela con ternura y agudeza.
Pero sí me interesa sobremanera mencionar el ensayo final del libro (coronado por la visión fugaz de tres unidades idénticas abandonadas a un costado del camino, casas trillizas, que con el número de su repetición nos recuerdan una figura religiosa o una cábala), “De suelo en suelo”, porque en él la casa se disipa a través del viaje. Un viaje en bus, hecho cientos de veces entre dos ciudades, del que siempre se vuelve de otra manera: “Solo al convertir la ciudad en un lugar al que regresar, esa ciudad se habita. O se abandona”. Y ese tránsito que se juega entre las dos posibilidades, me parece, es completamente liberador, pues procura la distancia necesaria para poder hablar de todo esto sin perder el aliento.