El año en que hablamos con el mar (Andrés Montero)

El año en que hablamos con el mar (2024)

Andrés Montero

La Pollera Ediciones

223 páginas

ISBN 9789566267201

 

Lo que se enreda con el mar
por Gabriel Rojas Roa

 

A los 12 años tomé una decisión que cambió mi vida para siempre: dejé atrás la casa de mi familia y, con ella, el ambiente de provincia propio del interior del Biobío, un mundo entre forestal, moderno y rural. Al terminar la penúltima novela de Andrés Montero, El año en que hablamos con el mar (2024, La Pollera Editorial), fue inevitable volver la vista a un punto así de fundamental en mi vida, porque la novela es un recorrido por la nostalgia, una invitación a revisitar los momentos de bifurcación en nuestros recorridos vitales.

Los hermanos Julián y Jerónimo Garcés hilvanan sus vidas paralelas a lo largo de esta novela para emocionarnos genuinamente con la pregunta sobre todas aquellas historias que podrían haber ocurrido si nuestras vidas hubieran seguido otros cursos. El hecho de que sean gemelos permite hacer gráfico algo imposible en nuestras vidas, a saber, el seguir el posible camino que abandonamos en aquellos puntos donde tomamos decisiones. En nuestras vidas, en cambio, esa posibilidad está vedada, por lo que cualquier otra nostalgia es solo especulación. Ahí radica uno de los puntos más fuertes de su novela, toda vez que nos invita a revisar nuestras propias nostalgias, nuestras dudas ante las vidas posibles.

Más allá de su principal punto fuerte, El año en que hablamos con el mar, es un libro complejo en sus aspiraciones. Sin pretender agotar la metáfora, es claro que el juego con la figura del mar es una reflexión sobre el ejercicio de escribir, el arte y la naturaleza de las palabras. Este es uno de los tópicos que Montero aborda reiteradamente a lo largo del texto, introduciendo de forma constante reflexiones sobre los distintos lugares de enunciación de un escritor. Reflexionando sobre las tensiones que irradian sus textos, cita directamente a Benjamin para dar cuenta de que en toda escritura el cosmopolitismo y el particularismo se hacen presentes. Una tensión en la que sus ambientes, bañados por el humo de la leña húmeda y el aserrín mojado, se mueven a sus anchas interrogando cuestiones universales como la familia, el lenguaje o la melancolía.

Ahora bien, no es el único tema que se cuela en el libro. El desencadenante del retorno de Jerónimo, el hermano navegante y cosmopolita que vuelve a su isla en el impulso por comprender el dolor lacerante que deja la nostalgia en su vida, es el estallido social chileno de octubre de 2019. Por lo mismo, el texto no puede dejar de hacer algunas referencias a la coyuntura social y política, por mucho que no se inmiscuya en ella. Además, al construir el relato de vida de Jerónimo, quien partió en la década de 1970 su periplo por el mundo, no puede evitar hacer alguna referencia marginal a la Unidad Popular y la dictadura militar.

Es en estos dos puntos, la reflexión sobre la literatura y en las referencias a la política, donde el libro presenta sus puntos más débiles. Aunque el juego con el mar como fuente de las palabras resulta sugerente y delicado, lo cierto es que el libro corre el riesgo de volverse a ratos sentencioso e incluso tosco en sus referencias. Lo anterior contrasta con la fuerza de las imágenes, el ritmo parsimonioso y la estrategia coral de narración que nos invita a perdernos en el contexto pueblerino de la isla, con personajes que son nombres propios y a la vez colectivos. Sin embargo, desde las primeras páginas nos enfrentamos a sentencias que intentan explicitar la intención del autor de convertir esta novela en un ensayo sobre el oficio de la escritura. A pesar de que muchos y muchas escritoras contemporáneas se mueven en el registro ensayístico dentro de sus novelas —con varios ejemplos exitosos, publicados por grandes editoriales—, el contraste entre los registros resta ritmo a la lectura.

A su vez, las referencias a la política oscilan entre la trivialidad y la obligación de decir algo, aunque sea para dar contexto. En la trivialidad se inscribe, en primer lugar, la referencia a la Unidad Popular como un proceso lejano, del Estado central, en el que los pueblos pequeños no tomaron parte. Puede tratarse de una licencia para recalcar ese idilio pueblerino que vuelve a la isla el arquetipo del campesino que jamás abandona su terruño, para reforzar el punto de Benjamin.

Sin embargo, ese lugar idílico, alejado de la vorágine de la década de 1970, sencillamente no existe. Aunque los niveles de involucramiento son distintos entre el campo y la ciudad, el punto que insinúa Montero, lo quiera o no, corre el riesgo de trivializar un proceso que involucró a la sociedad en su conjunto, algo que ya leímos en Casa de Campo. Pero más allá de la literatura, incluso la historiografía conservadora ha señalado el proceso de reforma agraria como el origen de la agudización del conflicto político en Chile. Como muestra de la fuerza apabullante y abarcadora, baste recordar los cientos de campesinos que, sin militancia política, fueron apresados, torturados y/o asesinados. También como contrapunto, no hay que olvidarse que islas como la Quiriquina o Dawson fueron campos de prisioneros.

Donde Montero parece jugarse por decir algo solo para dar contexto es en las referencias al estallido y el acuerdo constitucional de noviembre. Repite acríticamente discursos del progresismo y algunos sectores de derecha que intentaron desarrollar una visión más comprensiva de él. Habla de la destrucción del mobiliario público y de la mutilación ocular, al tiempo que señala el acuerdo como la promesa de “una nueva Constitución, una escrita por todos y todas, una que derribara la que dejó amarrada el dictador” (pág.154). Esta transcripción de las consignas, aunque pueda parecer una invitación a la nostalgia, olvida la densa maraña de sentidos desplegadas y, probablemente sin mala intención, en el juego de la enumeración termina igualando mutilación, mobiliario y nueva constitución.

Pero es evidente que Montero, con las pretensiones que ha mostrado a lo largo del libro, no podía solo repetir las consignas. En las páginas 158 y 159 esboza algunas reflexiones sobre las causas del estallido, las que además permiten retomar el hilo de las vidas personales y, con ello, la nostalgia por las vidas que no fueron implicadas en la toma de decisiones. Al intentar conciliar ambos niveles, Montero nos ofrece una explicación del estallido como el resultado de la frustración por no poder elegir. De una parte, no pudimos elegir este “gran sistema, un sistema malvado”. De otra, un grupo significativo de personas que no han podido elegir sus vidas. Así, nos dice “la gente que de verdad tiene rabia es la que nunca ha podido tomar decisiones. La que se ve de pronto siguiendo una vida que no eligió”. Y concluye en la página 159 repartiendo culpas “Reconocer dónde radica la falla, en qué momento se jodió todo, cuánta culpa tiene el sistema mayor y cuánta el propio”. Sobra explicar por qué nuevamente termina trivializando. Definitivamente en este libro hubo cosas que el mar se podría haber llevado.

Con todo, El año en que hablamos con el mar es un libro que no deja de conmover, narrado desde diferentes lugares y con una innovadora primera persona plural de la isla que juega permanentemente a situarse en distintos sujetos. Un libro con imágenes inspiradoras y conmovedoras, lleno de nostalgia y con el cálido abrazo de los ambientes provincianos a los que Andrés Montero da vida en sus relatos.

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