LA PALIDEZ ROMÁNTICA. John Keats y el signo de la enfermedad

LA PALIDEZ ROMÁNTICA

John Keats y el signo de la enfermedad

 

A lo largo del siglo XIX, en la novela, la poesía y la pintura encontramos a héroes pálidos y mortecinas heroínas proyectando su resplandor opaco, una oscuridad etérea, como fantasmas que se multiplicaban lanzando sus bocanadas de muerte y tragedia con la luz de una pintura de Caspar D. Friedrich. Males como el sarampión y la tuberculosis, azotaban sin discriminación ni piedad los cuerpos. Durante los últimos años del siglo XVIII y el comienzo del XIX, la tuberculosis prefirió a los jóvenes, a lo que el filtro del romanticismo le otorgó a la muerte el encanto de una liberación; y el suicidio o el abandono total hasta contraer la Tisis constituía un objetivo posible y hasta deseado. Era una enfermedad hereditaria de la que se llegó a decir que amenazaba con degenerar la especie y despoblar el mundo.

A comienzos del siglo XIX la gente se moría de cualquier cosa, los médicos atendían a los enfermos sin lavarse las manos, incluso después de manipular una herida en diferentes pacientes. Se ignoraba todo acerca de los gérmenes. No se conocían las causas microbiológicas de las enfermedades infecciosas ni su adecuado tratamiento. Ni siquiera se distinguía claramente entre unas enfermedades y otras. La ignorancia de las causas tenía su origen en la arraigada creencia en un determinismo climático cuya influencia en la salud de los habitantes era decisiva, argumentada en una teoría miasmática que concibe que las enfermedades son producto de emanaciones pútridas del agua, del aire y de sustancias orgánicas condicionadas por los cambios del tiempo atmosférico, especialmente por las lluvias y las altas temperaturas; es por ello que se hablaba de “calenturas estacionales”, afirma el médico Enrique de la Figuera Von Wichmann en Las enfermedades más frecuentes a principios del siglo XIX y sus tratamientos.

Y ese signo y destino de la enfermedad alcanzó también al poeta inglés John Keats. El primogénito de Thomas Keats, administrador de un una agencia de arriendo de carruajes de caballos, nació en Londres el 29 de octubre de 1795. John era el mayor de los cuatro hijos; tenía dos hermanos y una hermana. El negocio marchaba en orden y los Keats eran una familia unida y feliz. Pronto vino la tragedia: su padre murió al caer de un rebelde caballo unos meses antes de que Keats cumpliera los nueve años de edad. En Vidas conjeturales, Fleur Jaeggy describe a Keats como un niño peleador, que respondía a una “inspiración extraña y a una impetuosa cólera antes de escribir versos”. Jaeggy asegura que cualquier pretexto era bueno para irse a las manos con sus compañeros de colegio, pelear para él “era como comer o beber”. Inclinación que asocia a las malas juntas del muchacho que ya evidenciaba un destino: “buscaba la compañía de chicos conflictivos, brutales, pero dado que ya tenía predisposición a la poesía, tenían también dotes burlescas y cómicas. La mera brutalidad, sin la comedia, la ficción, la ligereza, no le interesaban”.

Su breve recorrido vital junto a la tragedia en una época oscura determinará su escritura. Cuando tenía catorce años su madre enfermó gravemente: comenzó a adelgazar rápidamente y su rostro perdió el color de los buenos tiempos, sus ojeras se hacían más grandes y se oscurecían cada vez más, hasta que murió de “consunción” –una especie de falla múltiple asociada a la tuberculosis– en 1810. Con esa pérdida irreparable y sin los medios necesarios para mantener a los cuatro nietos, la abuela entregó a los niños a dos tutores. Richard Abbey se hizo cargo de John, lo sacó de la escuela y lo puso de aprendiz del cirujano Mr. Thomas Hammond. El proceso de formación duraba cinco años, después el joven John Keats podría ganarse la vida en dicho oficio. Para entonces la lectura, y en especial la del poeta Edmund Spencer, ha terminado por colonizar y dirigir toda su atención hacia la poesía. En su breve semblanza, Jaeggy escribe: “Su rostro se transformó una tarde a raíz de la lectura de Spencer. Se irguió en su pequeña estatura y parecía grande y poderoso mientras repetía los versos que lo habían impresionado. Devoraba los libros, copió, tradujo fragmentos, hizo de escribano y de copista de su mente”.

Aprobado el examen para obtener la licencia de médico, John Keats consiguió el puesto de cirujano residente en el hospital de Guy, y lo primero que le dijo sus compañeros fue que la poesía era “la única cosa digna de atención para una mente superior”; ahí comenzó a operar y, al calor de las tripas ajenas, a absorber también todo tipo de virus y bacterias. En aquellos días las operaciones se realizaban sin anestesia, lo que, pese a la agonía de los pacientes, obligaba a ser más precisos en procedimientos que demoraban mucho más de lo necesario, toda intervención era cuestión de vida o muerte.

Pero el crudo oficio no logró endurecerlo, entonces decide abandonar la medicina y dedicarse por completo a la poesía. En ese impulso sería decisivo su encuentro en 1816 con James Leigh Hunt, crítico, poeta y editor, quien lo integra a un círculo de artistas y escritores que incluía al influyente Percy Shelley y a un viejo comerciante con espíritu de mecenas llamado Charles Brown, quien ayudaba a gente joven con inclinaciones literarias. Pronto, maravillado con el talento del joven Keats, Leigh Hunt publica algunos de sus poemas en su revista, The Examine, y junto a Shelley lo incentiva en la publicación de un libro, el que aparece en marzo de 1817 sin hacer demasiado ruido. Keats ya había comenzado la escritura del extenso poema Endimión, que publicó en mayo de 1818, en el que, pese a estar rodeado de muerte, encuentra su esperanza en la vida:

“Las cosas bellas son una alegría para siempre:

su encanto se incrementa; luego, nunca

se sumen en la nada; mas nos guardan

una enramada plácida y un sueño

lleno de dulces sueños y salud

y calmo respirar. Por eso, cada día,

trenzamos la corona florida que nos ate

a la tierra, a pesar del desaliento,

de la cruel escasez de caracteres nobles,

de los días sombríos, de todos los caminos

oscuros e insalubres que hemos de transitar”.

En ese camino de formación poética, Keats fue registrando en sus cartas su visión de la poesía, como embriones de ensayos o fragmentos de una bitácora de escritura. Contenidas en Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton (traducido al castellano por Cortázar), en una de ellas dirigida su amigo Benjamin Bailey, Keats escribe: “No estoy seguro de nada salvo de lo sagrado de los afectos del corazón, y la verdad de la imaginación. La imaginación puede ser comparada al sueño de Adán: se despertó y encontró que era verdad. Me muestro más celoso en este asunto porque jamás he podido percibir cómo es posible conocer alguna cosa como verdadera mediante el razonamiento consecutivo; y con todo así debe ser. ¿Es que aun el más grande de los filósofos llegó alguna vez a su meta sin hacer a un lado numerosas objeciones? En fin, sea como sea, ¡cuánto mejor una vida de sensaciones que de pensamientos!”. Para Keats, la poesía sucedía si era captada por el poeta-camaleón, como le escribe a su amigo Richard Woodhouse en una carta: “Aquello que choca al virtuoso filósofo, deleita al poeta-camaleón. Su gusto por el lado oscuro de las cosas no causa más daño que el que tiene por el lado brillante, ya que ambos culminan en especulación. Un poeta es lo menos poético de cuanto posee existencia, porque carece de identidad; está continuamente llenando otro cuerpo o tras de él”.

En otra carta dirigida a John Taylor, su editor, le confiesa un par de certezas: “Profeso ciertos axiomas en poesía, y ahora verá usted cuán lejos estoy de su centro:

1º Pienso que la poesía debería sorprender por su hermoso exceso y no por su singularidad; debería impresionar al lector como la expresión en palabras de sus más elevados pensamientos, y parecerle casi un recuerdo.

2º Si la poesía no se nos da tan naturalmente como las hojas a un árbol, es mejor que no se dé en absoluto”.

* * *

Llegado el verano, junto a su amigo Charles Brown deciden caminar hasta Escocia, pero el sociego estival duraría poco: Keats debe regresar. Su hermano Tom está enfermo y, al igual que su madre, no para de adelgazar y a padecer los tormentos de la consunción que lo mató. Y con el dolor llegó el otoño. Keats pasea en silencio su tristeza oyendo crepitar la alfombra de hojas secas bajo sus pies. En uno de eso paseos se reencuentra con una amiga de la juventud, Fanny Brawne, quien comienza a acompañarlo en sus paseos. Pronto se enamoraron y acordaron casarse, pero John ya comenzaba a sentir los síntomas de la misma enfermedad que se había llevado a parte de su familia.

Al año siguiente, Keats se reúne con el poeta Samuel Taylor Coleridge, quien lo mira como a un condenado a muerte. Coleridge le relata su experiencia en Bristol, donde había experimentado inhalar una variedad de gases para la cura o alivio de la consunción, pero Keats no le presta mucha atención a la recomendación de su amigo y sigue en lo suyo, esquivando la enfermedad; son meses de intensa producción poética en los que escribió prácticamente un poema diario, una respuesta a las impresiones sensoriales desprovista de toda filosofía moral o social. En uno de ellos titulado “La bella dama sin gracia”, uno de los versos imagina su propia apariencia en la fase terminal de la tuberculosis:

“Veo una flor de lis en mi frente

con húmeda angustia y trayendo fiebre,

y en las mejillas un tenue rosado”

En ese mismo período escribió las odas “A un ruiseñor” y “Sobre una urna griega”, por las que muchos críticos –además de considerarlas su mejor trabajo– coincidieron en declararlo el más fino poeta inglés. En Imagen de John Keats, Cortázar dice –entre muchas otras cosas interesantes– que la poesía del inglés goza “de apasionada adherencia a los jugos de la tierra, a lo humano como aceptación indeclinable y urgente en su entera dimensión, lírica sin compromiso mediato pero inmediatamente comprometida por la existencia del hombre, y a ella volcada como explicación y canto”, y advierte sobre el carácter áurico-iniciático y la necesaria lectura de su obra: “Y cuánto muchacho habrá que anda con el tomito en el bolsillo, para leer a John en la calle, al aire libre, bajo los parasoles verdes de las plazas. Keats es para el bolsillo, donde se llevan las cosas que cuentan, las manos, el dinero, el pañuelo; los estantes se los deja a Coleridge y a T. S. Eliot, poetas-lámpara. Un bolsillo es la casa esencial y portátil del hombre; hay que elegir lo imprescindible, y solamente un poeta cabe allí”.

* * *

 Keats estaba solo en Londres cuando una noche, a comienzos de 1820, llegó a casa de su amigo Charles Brown en un estado que evidenciaba una avanzada intoxicación. Brown comprendió que no se trataba del efecto del alcohol, sino de la enfermedad. El joven poeta le explicó que había viajado en el asiento exterior del carruaje y que se había resfriado, agregando: “Ya no la siento ahora, pero tengo fiebre”. Brown preparó enseguida una cama y cuando Keats subía al cuarto tuvo un acceso de tos que tiñó su pañuelo de sangre. “Tráiganme una vela. Debo ver esta sangre”, pidió el poeta, y luego miró a su amigo y le dijo con calma: “Conozco ese color, sangre arterial. Voy a morir”, una certeza sobre la que se pregunta en su poema “Sobre la muerte”:

“¿Puede la Muerte estar dormida, si la vida es solo un sueño,

Y las escenas de dicha pasan como un fantasma?

Los efímeros placeres a visiones se asemejan,

Y aun creemos que el dolor más grande es morir”.

En Keats, la enfermedad y la creación se influyen mutuamente, afectan su tránsito vital pero a la vez lo vuelca por completo al oficio de la poesía: el continuo asombro de todo lo que lo rodea, como los niños o los locos. O es ese trance personal el que le otorga alguna especie de clarividencia  o piadosa humanidad hacia los otros. En Enfermedad y creación, Philip Sandblon propone que “una enfermedad grave ejerce una influencia determinada sobre nuestra vida y nuestra actividad creadora. Uno se puede acostumbrar a muchas cosas pero no al dolor, especialmente cuando es persistente, ya que entonces está siempre ante nosotros”. Y atribuye al sufrimiento el nacimiento de grandes obras de arte, porque “el sufrimiento inspira al poeta, le da grandeza, sinceridad y seriedad a su manera de ver las cosas, estimula la imaginación psicológica y le da un vivo realismo a sus expresiones de ira y pasión”. Sin embargo, casi un siglo después en De la enfermedad (un ensayo publicado en la revista New Criterion de T.S. Eliot) Virginia Woolf reclamará la presencia de la enfermedad como tema literario de su época, y escribe: “resulta en verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado un lugar con el amor, la batalla y los celos entre los principales temas literarios”, sobre todo “considerando lo común que es la enfermedad, el tremendo cambio espiritual que provoca, los asombrosos territorios desconocidos que se descubren cuando las luces de la salud disminuyen, los páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe, los precipicios y las praderas salpicadas de flores brillantes que revela un ligero aumento de la temperatura…”.

* * *

Durante la siguiente primavera de 1820, el poeta experimentó la spes phthisica: la falsa esperanza de sentirse bien, un síntoma común en la tuberculosis pulmonar avanzada. Para entonces, apenas escribía y ya había gastado parte del pequeño capital heredado después de la muerte de su madre. Su buen amigo Brown lo ayudó a cubrir sus gastos y su novia Fanny lo cuidó. La situación era irreversible. Su doctor le recomendó mantenerse en un clima cálido. Mientras invernaba, su amigo Joseph Severn gana una beca de la Royal Academy para estudiar tres años en Roma y le ofreció llevarlo con él y ponerlo bajo cuidado médico. Keats acepta el ofrecimiento pensando en que cambiar de aire puede aliviar en algo su enfermedad. Duarante el viaje escribe su último poema, “Estrellas brillantes”.

Ya instalados en la capital italiana, Keats padece una severa hemorragia de la que no se recuperaría. En su última carta a su amigo Brown le escribe: “Experimento constantemente el sentimiento de que mi vida real ha pasado, y que estoy llevando una existencia póstuma”. Durante su último mes de vida, el poeta camina todas las mañanas maldiciendo el no haber muerto durante la noche. Su último día le confiesa a su amigo Severn: “Yo moriré pronto, no estés asustado. Sé firme”,  y se ocupó de dejar escrito su epitafio, se debía grabar en la lápida “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”. El 23 de febrero de 1821, a los veinticinco años de edad, la implacable tuberculosis pone fin a su calvario. Luego de su temprana muerte, algunos de sus amigos lo llorarán en sus propias obras, Severn lo retrata –al óleo– en un fondo negro frente a un escritorio o una mesa, el poeta fija su mirada hacia un punto indeterminado, en actividad pensativa sobre una hoja en blanco; y el poeta Percy B. Shelley le dedicaría la elegía “Adonais”, la que galvaniza el mito determinado por eso imponderable que da la muerte prematura del iluminado:

“Callad, que no está muerto ni dormido;

despertó ya del sueño de la vida.

Perdidos en visiones tempestuosas

y armados contra espectros sostenemos

contienda estéril y en delirio loco

el puñal del espíritu clavamos

en el vacío invulnerable”.

 

Felipe Reyes F.

Sobre el autor

Felipe Reyes. Es autor de la crónica biográfica Nascimento, el editor de los chilenos (VA editores, 2014); las novelas Corte (LCD, 2015) y Migrante (VA editores, 2016), el libro de ensayos Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019); Rodolfo Walsh, reportero en Chile (VA editores, 2018); en coautoría la crónica Chacarillas, los elegidos de Pinochet (Alquimia, 2019); Roberto Arlt. La química de los acontecimientos, crónicas y columnas desde Chile (La Pollera, 2020), entre otros libros.
Felipe Reyes

Es autor de la crónica biográfica Nascimento, el editor de los chilenos (VA editores, 2014); las novelas Corte (LCD, 2015) y Migrante (VA editores, 2016), el libro de ensayos Un reflejo en el agua movido por el viento (Lumen, 2019); Rodolfo Walsh, reportero en Chile (VA editores, 2018); en coautoría la crónica Chacarillas, los elegidos de Pinochet (Alquimia, 2019); Roberto Arlt. La química de los acontecimientos, crónicas y columnas desde Chile (La Pollera, 2020), entre otros libros.

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