Leo con curiosidad la columna de Guillermo Schavelzon titulada “¿Seguidores o lectores? La gran desilusión de las redes sociales”; un análisis pesimista sobre la distorsión que existe entre los números de seguidores que poseen los distintos autores en las redes sociales, con el número final de quienes realmente compran sus libros. Él tiene información de primera mano acerca de las ventas y sobre cómo funciona la cadena de venta del libro en España y otras latitudes, pero sin embargo y reconociendo la distancia, cada vez que aparece una columna sobre el mercado que rodea al libro no puedo dejar de intentar extrapolarlo a la realidad chilena, partiendo de la base de que mis escasos conocimientos sobre el tema son aquellos a los que puede acceder cualquier lector impertinente y curioso acerca de la realidad de la cadena del libro.
Para hacer lo anterior, trato de realizar el mismo desarrollo lógico que ha hecho Guillermo Schavelzon. Pienso, por ejemplo, en el caso de Pablo Simonetti. Lo recuerdo afirmando en una entrevista que, a pesar de ser uno de los escritores que más vende en Chile, no consigue vivir de lo que gana con sus libros. Y seguramente es cierto. Para hacer el ejercicio que propone Schavelzon reviso su twitter: 127 mil seguidores. Claro, él además fue director de una fundación que le dio mucha visibilidad en otros ámbitos, lo que me hace suponer que una parte importante de sus seguidores no lo hacen por tratarse de Pablo Simonetti en su calidad de escritor, sino como referente de la fundación que dirigió. ¿Cuántos libros logrará vender Simonetti? Me imagino que debe andar en una cifra que se encuentra en torno a los diez mil ejemplares, lo que es todo un acontecimiento en Chile. Esta estimación la hago porque entiendo que fue en los noventa la última vez que los escritores chilenos llegaron vender cifras en torno a los cuarenta mil ejemplares y fue un auge que duró muy poco. Hasta donde sé —y puedo estar equivocado— entre nosotros, un autor que logra vender mil ejemplares, es un éxito rotundo, y que la aparición de un best-seller como lo ha sido Logia de Francisco Ortega, no es un fenómeno que se dé cada año en nuestra literatura (y qué bueno sería si así fuese).
Pienso en algunos autores chilenos que me gustan, que considero que poseen algunas publicaciones que sobresalen, y que sé, sin necesidad de comprobación, que están sometidos a la misma ley de nuestro pobre mercado: Alejandra Costamagna, 4.289 seguidores, Nona Fernández, 2.285, incluso el mucho más popular o conocido Alejandro Zambra, con solo 7.986 seguidores. Claramente Pablo Simonetti escapa de la regla. Y la conclusión es bastante simple y conocida de antemano: en Chile hay un mercado que resulta escuálido, donde los escritores apenas consiguen lectores y que, de mano de lo anterior, en las redes sociales nuestros narradores parecen estar aislados en sus propios círculos de gente, sin provocar mayor interés en un público lector que escasamente existe, si es que existe en verdad. Un novelista me dijo hace poco tiempo atrás una frase de la que recuerdo sólo su sentido: en Chile nadie vive de la literatura, nadie paga sus cuentas con los libros, lo único que se reparte una vez que se publica, es una cuota de ego, del estatus social que ser escritor te da, pero no vives de eso.
A salvo quedan los escritores chilenos de las consecuencias que indica Guillermo Schavelzon al final de su artículo. Claro, no habiendo un mercado que opere como incentivo macabro, difícilmente haya un cúmulo de escritores narrando para satisfacerlo simplemente por motivaciones mercantiles, solo por dar en el gusto a quienes ponen “me gusta” a sus publicaciones en las redes. Algo pasa que en Chile que no se lee. “En Chile nadie lee a nadie” oí decir en una entrevista a un reconocido crítico literario chileno, quizás con desencanto por el destino de sus columnas. Y es cierto. Nadie lee a nadie, y como nadie lee a nadie, parece que tampoco nadie sigue a nadie y no se produce aquel voyeur literario. Si hasta el mismo Simonetti, ahora escritor con un público numeroso, recuerda en la misma entrevista que la primera vez que fue llevado a firmar sus libros a una librería, nadie fue salvo su madre. Ahora que ha conseguido un cierto público lector puede resultar en una anécdota incluso bella de recordar, pero no debe serlo para todos aquellos escritores a quienes les sucede una y otra vez, sin jamás tener el éxito comercial que Simonetti ha logrado. Y no me refiero del dinero que legítimamente puede esperar un escritor a cambio de su trabajo, sino apenas de los lectores que puede anhelar para su obra.
Dice Schavelzon, para finalizar: “El mercado existe, solo que una cosa es tenerlo en cuenta, y otra es someterse absolutamente a su demanda.” Pero cómo alcanzamos el paso anterior, cómo y quién puede crear una ansiedad por los libros y la literatura. Cómo se logra que el evento de firmas de un escritor, que el lanzamiento del libro en el que ha trabajado por meses y tal vez años, no siga estando vacío. Lamento no tener respuesta, sino sólo la inquietud de preguntar a quién pueda saber.
Esto es particularmente triste si hacemos una estadística rápida. La población entre 25 y 70 años, que uno podría estimar como la que podría comprar libros en forma más activa, en el año 2011 llegaba a 9,9 millones. Si un escritor logra vender 10.000 libros, sólo está llegando al 0,1% de esa población, o sea prácticamente nada.
Mucho se habla de que esto tiene que ver con el costo de los libros. Esto puede ser un factor, sin embargo cuando una persona prefiere gastar 60 u 80 mil pesos en un par de zapatillas o 80 mil en la entrada para lollapalooza, pero no está dispuesto a gastar 10 mil en un libro, claramente el valor que se le asigna a la literatura es bajísimo. Me quedo con la misma interrogante que tú, cómo logramos cambiar este negro panorama?