Daniela Demarziani: “Cuando uno se entrega tanto a una lectura, se vuelve medio psicótico. Ya no sabés si la vida atraviesa la lectura o si la lectura atraviesa la vida.”

La primera vez que encontré Soy Harold fue casi por casualidad. Estaba trabajando en un cine, y durante mi hora de almuerzo, aprovechaba para ir a la librería de la Universidad de Chile, que está justo al lado. No estaba buscando nada en particular, pero me encontré con Soy Harold, y lo primero que me llamó la atención fue su portada. Era tan bonita que, sin pensarlo mucho, lo tomé. El diseño, por cierto, había sido realizado por Daniela Escobar, editora y diseñadora de Overol. Esa portada tan atractiva me hizo pensar que había algo más detrás, algo que debía descubrir.

A medida que leía la contraportada, algo me intrigó aún más: Daniela Dermarziani había trabajado con Ricardo Piglia, una de las figuras más influyentes en la Literatura Contemporánea. En ese momento me di cuenta de que había una conexión especial entre el tipo de escritura de Daniela y los grandes autores que había admirado, como Piglia, quien en sus últimos años estaba trabajando en sus diarios. Esto me pareció fascinante, porque Soy Harold es, en muchos aspectos, un diario, un registro personal de experiencias que, aunque íntimas, se convierten en universales.

Recuerdo perfectamente el día que compré el libro. No volví a trabajar durante el resto de la jornada, porque me sumergí tanto en la lectura que no pude parar. Lo leí de un tirón, y esa conexión que sentí con el texto, esa intensidad, fue lo que me llevó a querer saber más sobre la autora.

Hoy, en esta entrevista, tengo el honor de compartir con ustedes no solo la historia de su libro, sino también cómo su vida y su obra se entrelazan en una búsqueda constante por entender el oficio de escribir, la migración, y cómo todo eso se traduce en las páginas que nos ofrece.

¿Cómo conociste a Piglia? ¿Él llegó a ti o tú a él?

Yo creo que llegamos mutuamente, al final. Justo estaba escribiendo sobre eso hace poco. En el diario hay una escena que narro, que quizás es un poco fantasiosa, sobre los bares donde escribía Ricardo. Uno de ellos era el Cervatillo, un bar al que mi abuelo —que era encargado de un edificio en esa cuadra— iba todos los mediodías.

Y a veces yo lo acompañaba, porque pasaba mucho tiempo en la casa de mis abuelos. Entonces siempre me quedó la duda de si, quizás, me crucé con Piglia cuando era chica, por ahí, en ese bar de Buenos Aires.

¿Y después cómo lo conociste formalmente?

Él era profesor en Princeton. Y fue profesor del novio de una amiga mía. En algún momento, cuando ya necesitaba asistencia por su enfermedad, tenía varias personas que trabajaban con él. Éramos varias mujeres —creo que él mismo decía que tenía un «harén», en broma— porque trabajaba 16 horas por día. Imposible seguirle el ritmo. 

Me llamaron. Él tenía una asistente mexicana que adoraba y que había pasado todos los cuadernos al computador. No sé si viste el documental de Andrés Di Tella: se habla de 327 cuadernos. No sé si era ese el número exacto, pero eran muchísimos, y creo que ahora están en el Archivo de Princeton. Cuando yo llegué, ya estaba todo digitalizado. Estábamos corrigiendo las galeradas del primer volumen.

¿Y tú sabías quién era él?

Si y no. Yo no vengo de “Letras”, como decimos en mi país. Soy traductora. Soy lectora, claro, pero no tenía esa relación de adoración que tienen muchos estudiantes de Literatura. Para mí, Piglia era un nombre más, flotando en el aire… Y creo que eso también le gustaba…

¿Cómo fue el vínculo?

Muy curioso. Porque mientras lo ayudaba, empecé a entender quién era, la importancia que tenía para la Literatura. Fue mi puerta de entrada a muchas cosas. Si yo hubiese sabido desde el principio quién era, habría llegado con otra actitud.
Se convirtió en un mentor. Y no porque estuviéramos trabajando para mí, sino porque él no podía dejar de ser profesor. Era generoso con sus comentarios, con sus incentivos.

Al final, nos fuimos conociendo desde un lugar de amistad, de acompañamiento. Yo llegaba siempre para la hora de la lectura. Él podía haber trabajado doce horas, pero ahí estábamos, leyendo en voz alta, que es algo que me encanta hacer. Así  leíamos mucho juntos. 

Una experiencia muy intensa.

Sí, con muchas capas. Aprendí a conocerlo en el proceso mismo de trabajar con él. Y entendí por qué tenía esa aura.

Era una persona muy generosa. No era solo conocimiento: era un gran lector.

Quizás el mejor que conocí. Tenía una capacidad de conectar lecturas que muy pocos tienen. Por eso creo que fue una experiencia muy especial.

¿Qué te dejó a nivel personal?

Yo me preguntaba: ¿Por qué no fue mi profesor? Le decía: «¿Por qué no me tocaste a mí?». Y con el tiempo me di cuenta de que sí lo fue. Aprendí tanto con él.

Pensá que no es común estar al lado de un escritor mientras escribe. El escritor escribe solo.

Y justo unas semanas antes de que me llamaran, yo me había dado cuenta de que lo que quería era escribir. Bastante tarde en la vida, porque hasta ahí solo era  lectora. Y pensaba: qué lindo habría sido querer hacer pizza, porque de esa manera me paro al lado de alguien, veo cómo se hace, y listo. Yo soy muy de aprender observando lo mecánico.
Pero escribir no es así. Hay muchas inseguridades. Y justo aparece esta oportunidad de trabajar codo a codo con un escritor en lo que él sentía como la gran obra de su vida.

Ver que también tenía dudas, también sufría, también corregía… Ver cómo se iban formando las ideas, cómo componía. Todo eso fue muy valioso. Entendí por qué tanta gente —alumnos, amigos, discípulos— hablaban maravillas de él. Porque de verdad compartía su pasión por la Literatura.

En la contraportada del libro dice «trabajó con Ricardo Piglia», pero no «fue amiga de» o «lo conoció». Y trabajar con un escritor suena extraño.

Sí, es raro. Por eso a veces llama la atención. Pero tiene sentido. Fue un trabajo muy íntimo, muy especial.

Y sobre Harold Norse, ¿cómo fue tu primer encuentro con él?

Viajé a Inglaterra por trabajo. Y me compré uno de esos libritos de colección de Everyman’s Library, de esos de tapa dura chiquititos. Era una antología de Poesía Beat.

Y ahí encontré partes de un poema largo de Harold Norse que se llama Hotel Nirvana, que consta de cinco partes. Me volvió loca. Me fascinó el ritmo, la rabia, esa tensión entre lo místico y lo excesivo, que es algo que me interesa mucho.

Yo ya había leído bastante a su generación, había traducido poemas de algunos, pero él no me sonaba. Fue un descubrimiento tremendo. Me puse a buscar todo lo que pude encontrar, y conseguí una edición de Hotel Nirvana publicada por City Lights, de aquella época.

Ahí empecé a leer su obra en profundidad, y me di cuenta de que era un poeta de mucha calidad. Quedó un poco a la sombra de Ginsberg, pero tenía la misma potencia. Esa mezcla de budismo, espiritualidad y vida de excesos me atrapó. Me toca algo muy personal.

¿Cómo fue el proceso de traducción?

Soy una traductora un poco vaga. Me gusta traducir, pero no siempre quiero sentarme a trabajar en la traducción. No lo puedo pensar como un trabajo. Nunca quise. Tuve el poema en la cabeza dos años. Lo recitaba, lo pensaba, hasta que un día lo bajé al papel.

Justo en paralelo empecé a escribir el diario, y una cosa llevó a la otra. Cuando uno se entrega tanto a una lectura, se vuelve medio psicótico. Ya no sabés si la vida atraviesa la lectura o si la lectura atraviesa la vida.

Dudé mucho en incluir todo el poema, pero al final no lo hice. Es un poema muy bonito. Y su obra, por lo menos acá en España, se está empezando a recuperar.

¿Qué crees tú, por ejemplo, que tiene Harold, que no tengan los otros beatniks como Burroughs, Ginsberg, o Kerouac?

Yo creo que tenía la misma calidad, a mí me parece que son escritores muy buenos. Entiendo también que uno pasa por un periodo de fascinación y luego te pasa como con Cortázar. En algún momento, a Cortázar uno lo esnobea un poco. 

Y fijáte qué curioso, ahora que pensé en Cortázar —a quien  yo leo profundamente, adoro sus cuentos, como a muy pocas cosas—, me acuerdo que un día comentando con Ricardo (Piglia), que yo estaba leyendo en ese momento Los subterráneos, de Kerouac, él me dijo: «Fijáte que Rayuela es como Los subterráneos». Yo le dije: «Me estás jodiendo». Y me dijo: «Sí, fijáte, fíjate si la Maga no es Mardou Fox».

Y claro, era eso: la cuestión del exceso, lo grupal, esa energía medio frenética, el amor, la distancia, la migración, la música,  todo eso. Entonces, ahí ya me arruinó la lectura de Los subterráneos para siempre. O no sé, me la mejoró. Pero ahí estaba esa cuestión. Luego, si uno se fija en la época de los escritores Beat, había muy buenos escritores en general, y muy buenas escritoras que tampoco llegaron en ese momento muy lejos, y que se están empezando a recuperar recién ahora. Había todo un grupo de mujeres detrás de esos hombres que eran tan reconocidos, y que se habían vuelto tan cool.

A mí me parece que él (Horold Norse) tenía la misma calidad, y eso fue lo que me sorprendió. Decir: «Pero puta, ¿por qué este tipo no aparecía en las menciones a la generación? ¿Por qué no estaba en la misma línea que  todos  los demás?».

Él escribió sus  Memorias, Las memorias de un ángel bastardo’ Las as acaban de publicar acá en España en la editorial sevillana Hojas de Hierba que está haciendo todo un trabajo de recuperación del autor.

Quizás hay algunos escritores que tienen más suerte que otros en tanto reconocimiento y notoriedad, y no por eso son mejores o son peores. Al final, creo que es una lotería. Hay gente que tiene —como en la vida— más suerte para mostrar su trabajo, o encuentra un mejor momento, o tiene mejores sponsors, quién sabe. Y otros escritores que los vamos recuperando, quizás, con una lectura muy tardía, revisitando algunos cánones, para encontrar lecturas  nuevas.

A mí se me asemejaba mucho a Ginsberg. Y a mí Ginsberg me parece un poeta de muchísima calidad. Luego podemos comentar si envejecen bien o no las cosas. Pero a mí el ritmo, o esta cosa que tiene él en sus poemas largos… es un canto de sirena que a mí me atrapa. Y este poema tenía eso mismo.

Sí, y ahora volvieron de moda los Beatniks, porque se estrenó una película, no sé si la viste, ¿Queer?

Son esas modas que van y vienen.  Yo igual siento que los Beat siempre están. todos pasamos por esa etapa. Yo creo que está bien que sean etapas. creo que hay que evolucionar y seguir leyendo otras cosas. A mí los Beat me llevaron a Whitman. El camino para mí fue inverso. Entonces yo lo agradezco. Lo bueno que tiene la literatura es que no tiene por qué ser lineal. Uno va llegando a las cosas a través de otras referencias.

Siempre que sale una película, una serie, o alguna cuestión relacionada, siento que hay un resurgimiento de su literatura. ahora también acaban de publicar otro libro de Burroughs que estaba inédito en Aristas Martínez.

Yo creo que, como generación, fueron importantes para la poesía. Para la poesía en general. Para la poesía en mi país. Yo creo que sí fueron una influencia. Y después está toda esta otra cuestión que a mí en lo personal me interesa, y quizás a otras personas no tanto, que es esto de encontrar algo de sabiduría en el exceso. Como esa cosa de la fiesta, de la comunidad, del disfrute. Sin romantizar la pobreza,  la pobreza como parte de la experiencia vital del escritor, en estas y otras épocas. Creo que tienen muchos condimentos de cosas que fueron cambiando, pero que a la vez tampoco cambiaron tanto.

Y para mí está muy bien lo que se retrató en un par de libros de la generación. Después, una siempre se va superando en sus lecturas, y va variando y va encontrando nuevos caminos.

Yo creo que siempre van a volver los Beat. Aunque algunos los detesten.

¿Cómo fue escribir sobre Buenos Aires sabiendo que te ibas?

¡Horrible! Horrible, pero necesario. Buenos Aires es un primer amor. El primer amor tóxico.

Uno nunca puede deshacerse, digamos, de Buenos Aires. Entiendo que nadie puede deshacerse del lugar de donde es. Pero por otro lado, vos sabés cómo somos los argentinos con Argentina, y los porteños con Buenos Aires. Hay una característica de la nostalgia que es inherente a la conformación de nuestra personalidad.

Somos nostálgicos de Buenos Aires cuando estamos en Buenos Aires. Imagináte. Para mí fue una carta de despedida. Porque necesitaba hacer ese traspaso a través de la escritura. Y además, a mí me interesaba mucho hablar de Buenos Aires. Siempre me interesa mucho.

Quizás ahora, que ya llevo cinco años y medio afuera —por ejemplo, ahora viajo, después de tres años vuelvo en julio— tengo muchas ganas y mucha expectativa. Porque de Buenos Aires yo vuelvo, aunque agotada emocionalmente, llena de ideas.

Ahora estoy lejos, y quizás me interesa más la migración. Porque, lógicamente, uno escribe desde su situación vital, y ese tema nos atraviesa. Es algo que comparto con muchos amigos escritores, sobre todo latinoamericanos que viven acá: a todos nos atraviesa la migración.

Pero en ese momento, cuando yo solo era porteña —porque nunca había estado fuera de Buenos Aires, ni un mes—, para mí Buenos Aires era el tema central. La traducción, quizás, era el punto número uno, pero como punto número dos —como atmósfera— tenía que ser Buenos Aires. Incluso las partes que no fueron escritas allá, o que uno piensa que están situadas en Madrid… No sé si Madrid, en ese momento, tenía la importancia que yo le quería dar a Buenos Aires. Creo que no. Al final era una comparación con Buenos Aires, porque eran los primeros meses viviendo afuera.

Por un lado, una carta de amor a la traducción —que para mí es el oficio más hermoso, más complejo dentro de las letras, el que más capas y profundidades toca—. Y por otro lado, una despedida, o una carta de amor a Buenos Aires. Esta cosa porteña de la nostalgia, de extrañar incluso cuando uno está ahí. Esa cosa sad que tenemos a veces. Y neurótica también, súper neurótica. Yo soy mucho menos neurótica ahora que vivo en otro país, te digo la verdad. Buenos Aires es una ciudad inherentemente neurótica. Y el diario tiene algo de eso. Esa cosa de saltar de una emoción a otra también responde a un tipo de personalidad que va así: muy violenta, muy brutal, que tiene que sobrevivir.

Buenos Aires también es la ciudad más maravillosa del mundo. No te puedo decir otra cosa, ni remotamente distinta. No conozco todas las ciudades, no he viajado tanto como querría, pero ahora sí tengo con qué comparar. Y sigo pensando que es una ciudad en constante ebullición. Es muy inspiradora para los escritores. Es inevitable sentir ganas de ponerla en palabras. Así que sí, fue difícil. Pero también supongo que lo necesitaba.

Dani, y con tus lecturas, ¿qué lecturas fueron centrales mientras estabas escribiendo el libro? Porque aparece —ya hablamos de Piglia, obviamente de Harold— pero también Kafka, por ejemplo, Walter Benjamin, Roland Barthes… ¿Cuáles fueron tus lecturas centrales durante el proceso?

Ahora que me lo decís, son todos libros que dejé en Barcelona después de mi última mudanza. Estaría bueno que los recupere. De repente uno tiene que aprender a despojarse de las bibliotecas y eso no es tan fácil.

Estaba leyendo muchos ensayos sobre traducción. Había uno de Benjamin que me habían recomendado, La tarea  del traductor.  También había estado leyendo el Cuaderno de oficio de Mirta Rosenberg —una traductora argentina— que es un poemario, pero también un pequeño ensayo.

Tenía una lista de libros que eran textos sobre el oficio de traducir de distintos escritores. En paralelo, estaba leyendo algunos diarios —obviamente el de Kafka— que no voy a decir que es mi favorito, pero sí es muy importante para mí. Hay varios libros con formato de diario que me marcaron, no necesariamente mientras escribía el libro, pero sí antes de editarlo. Y creo que me dieron el valor para publicarlo.

Como cuando uno lee un diario que va de nada, como La novela luminosa de Mario Levrero —básicamente un libro que habla de la nada— y termina siendo un libro total. O Se vive y se traduce de Laura Wittner, que lo leí justo después de editar el diario. Cuando vi que ese libro existía, que además parte de un taller de traducción colectiva, pensé: bueno, este libro está habilitado a existir.

Me divierto leyendo diarios. Di talleres sobre diarios en paralelo a la edición del libro. Leí los de Julio Ramón Ribeyro, me parecen increíbles. Algunas cositas de Plath. Pero los leo salteados. Son libros muy largos y no siento la necesidad de leerlos de principio a fin.

Lo que me interesa del diario es la reflexión del escritor sobre su propio oficio. Más que su vida personal. Lo que me interesa es cómo se vincula con la escritura. Katherine Mansfield, por ejemplo, escribe sobre escritura y enfermedad. No tiene que ver con lo confesional. Para mí el diario es una caja de herramientas del escritor. Donde comparte —quizás porque cree que nadie lo va a leer— todo su proceso de escritura.

Además creo que solo puedo escribir sobre lo que leo. Soy una tímida ensayista. Una tímida poeta. Estoy en el medio de todo eso que no voy a ser nunca, pero que quiero abarcar.

Quiero hablar de lo que leo. Analizar lo que me pasa con un libro, y cómo eso se vincula con la vida y con la memoria. Si tengo la intuición de leer un libro y lo leo, y efectivamente me lleva a escribir, entonces ese libro aparece.

Hay escritores que trabajan desde la absoluta ficción. Mi puntapié inicial es siempre la lectura. Al final del diario empecé a leer a Dante y me voló la cabeza. También estaba con los poetas Beat otra vez. Y con textos sagrados —o como quieran llamarlos— que cambiaron mi forma de ver ciertas cosas no solo como autora. Todo eso también se coló.

Entonces no puedo evitar que lo que leo se meta. Intento hacer un refrito de todo eso. Y bueno. Que salga lo que salga.

Dani, tengo una duda: ¿Por qué elegiste no poner las fechas?

No puse fechas porque no me gustan las marcas temporales. Yo quería que eso se leyera casi sin tiempo. No sé si lo logro siempre. Pero a mí me sacan mucho de la lectura los textos que son muy actuales. Entonces trato de que se puedan leer como si alguien los hubiese escrito en los noventa. O en los sesenta.

La fecha fue lo primero que eliminé. Después, intenté sacar toda referencia a dispositivos electrónicos. No escribía en un cuaderno, aunque me gusta imaginarlo así. Escribía en el celular. Pero eso te lo cuento a vos. No quiero que mi narradora escriba en un móvil, ¿sabés? En mi cabeza, mi narradora tiene un cuadernito… En esas cosas nos alejamos. 

También me puse pequeñas trampas. No quería escribir fechas. No quería dar cuenta de la época. No quería que se supiera de quién hablaba realmente.

Entonces: ¿Cómo hacer eso desde la sintaxis? ¿Desde la gramática? ¿Desde la unidad mínima? Me fui poniendo trampas. Y eso fue lo más divertido de editar y escribir el libro.

También la brevedad. Las entradas del diario son muy breves. Ese fue otro desafío. Al principio era un vómito, como cualquier diario. Lleno de palabras. Era un diario íntimo.

Pero después me empezó a faltar tiempo. Y la escritura empezó a responder también a la precariedad. A cómo tenía que trabajarlo. Lo pasé por talleres. Recibí comentarios de colegas, de amigos. En ese momento iba al taller de Ceci Pavón. Llevaba estos textos breves y gustaban así. Entonces seguí por ahí.

Y así se fue encontrando esta narradora. Que solo se detiene en cosas muy chiquitas. Una mínima sensación. Porque al final, la idea del libro es traducir. Y una sensación es difícil de traducir en palabras. ¿Cómo escribís eso que siente la narradora, o eso que observa, en palabras? ¿Ese era un poco el juego en mi cabeza. Traducir una atmósfera. Un instante. Una pequeña cosa de un día cualquiera.

Y lo último que te quería preguntar: ¿Por qué decidiste publicar en una editorial chilena?

Yo no lo decidí, esto fue así: yo había intentado publicarlo en mis dos editoriales argentinas preferidas. Primero lo mandé ahí, en un estado previo, obviamente, del libro. Una me respondió: «Me encanta, me encanta, pero no tengo plata, veamos cómo financiarlo». La otra no me dijo nada. Y ahí lo solté. Dije: «Bueno, esto ya está, no pasa nada, va a quedar ahí».

Un par de años más tarde, viviendo en Barcelona, después de lo que fue la época del COVID, yo tenía mi grupo de amigos allá. Entre ellos estaba Paulina Flores, gran escritora chilena, colega tuya, compatriota. Hacíamos un taller entre amigos, para juntarnos antes del toque de queda, porque en ese momento todavía lo había en Barcelona. Nos reuníamos todos a leer un poco lo que escribíamos, y yo había llevado algunos fragmentos de esto que tenía encajonado hacía ya unos cinco años.

Y un año más tarde, de la nada —porque Paulina es así—, me dice: «Che, me quedé pensando en aquello que leíste una vez en el taller, cuando nos juntábamos en la casa de los chicos, y pensé que a Overol le podría gustar. Dejáme que te ponga en contacto». Y tal cual: me puso en contacto, les mandé el manuscrito, me dijeron: «Nos encanta, lo queremos publicar. Trabajálo». Yo les dije: «Bueno, esto se compone en la primera instancia de fragmentos, y luego de cartas». Entonces les propuse que esas cartas se convirtieran también en fragmentos. Había que hacer todo un trabajo de adecuación, digamos, de las cartas al diario. Y así fue. Estuve trabajándolo unos meses, y la verdad es que fue bastante sencillo el proceso. En unos meses me concentré en la edición y el libro salió.

A veces pienso: «Me gustaría que tenga su edición argentina». Pero es cierto que Overol es una editorial que yo ya conocía desde antes de irme, que se movía  mucho en mi círculo literario de Buenos Aires, con la gente con la que me juntaba. Todo porque Cecilia Pavón —, nuestra maestra, nuestra madre— había publicado también ahí. Entonces era una editorial a la que ya le tenía mucho respeto, sobre todo porque entendía la calidad con la que estaban trabajando en Chile.

Si bien yo todavía no tenía, como tengo ahora, una noción tan grande de lo que es el mundo editorial chileno —ahora lo conozco mucho más, producto de mis trabajos, de estar acá, a la distancia—, al ya la tenía como una editorial muy reputada, y me encantaba. Entonces, cuando me dijeron que sí, no lo pensé ni dos veces. Dije: «Sí, adelante, vamos a hacerlo». Así que ahí está.

 

 

Matías Saá Leal

Estudiante de Literatura en la Universidad Alberto Hurtado. Actualmente trabaja en Centro Arte Alameda.

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