Extracto: “Vagabunda, eso he sido. Escritos de viaje de Gabriela Mistral”, de Alquimia Ediciones.

Viajar

  

LOS INGLESES, esa carne lozana de puro olfateo del mar y pura voluntad de dominio, han impuesto Europa el vicio de viajar; los franceses, sedentarios por excelencia, a pesar de sus exploradores y sus misioneros, empiezan a despabilarse. El magisterio del viaje lo hace entre ellos Paul Morand: “Rien que la Terre”, dice él. Ya lo sabían los fenicios, tan vilipendiados, que navegaron incluso para bien de egipcios poltrones.

Antes el viaje constituía suceso, dividía la vida en dos partes como el matrimonio; ahora va volviéndose ejercicio vulgar como el baño. Un lunes se desayunará en Copenhague y el miércoles se estará mirando ese magnífico perfil de afiche de la Libertad de Nueva York. La facilidad de los transportes mató lo heroico del viaje, el heroico a lo Godofredo de Bouillón, reduciéndolo a la gestión sin énfasis del American Express. La embriaguez del viaje aumenta por año: en el 2000 se señalará como un albino a aquel que no lleva en el cuerpo el olor de sus cuatro continentes, y el no haber estado en Melbourne o en el Tíbet creará a un hombre situación embarazosa en una conversación. El antiguo asombro de Simón el Estilita pasará al que nació, dio hijos y murió en su tierra. Viajan algunos ya con displicencia; en el ojo sin avidez,   en la llegada a Niza como al patio de su casa, se reconoce que ese tiene ya volteada la bolsa de maravillas del caminar y querrá ya otra cosa; por ejemplo, los circos sin viento de la luna. Lástima de ricos que se han estropeado una fiesta más, a fuerza de sobajearla demasiado.

Pero lástima sobre todo del desatento, de la humana maleta de viaje que no recibe sino los choques de las estaciones y la marca de los hoteles. ¿Por qué estos no ceden el boleto y se quedan?

Hay que desear que se incorpore a las costumbres, sustituyendo a la postal inglesa de Navidad, un sobrio boleto de barco.

O que los gobiernos del año 2000 hagan la legislación del viaje. No viajarán los viejos, que ya han entrado en el desabrimiento sin remedio y solo se lamentarán de los hoteles. No viajarán los bebedores de botellas internacionales con gollete plateado, ni los ciudadanos de cabaret, porque la borrachera es la misma de cualquier meridiano y no hay ninguna necesidad de hacer concentraciones de ebrios, como de generales o de sabios, en una ciudad determinada para volverla odiosa y estúpida. Las mujeres que viajan por las vitrinas de París y que quedan delante de ellas dos meses, y una hora en la capilla de San Luis, tendrán barcos de exposición permanente de modelos de Paquin o de Poiret, que tocarán todos los puertos del mundo. Viajarán especialmente los samoyedos y los patagones, para que el calor sea su cintura siquiera una vez en la línea del ecuador. Viajarán también por derecho de desagravio los que se estuvieron sentados de veinte años arriba.

Naturalmente yo he anotado dos artículos que me favorezcan: el de los que se han quemado con brasa blanca en el polo y el de los que han enseñado el complemento directo en una tarima hasta que el aburrimiento se hacía horizonte. Marco dos periodos interesantes en el amor del viaje: el trimestre inicial del viaje primero y el paso del viaje deportivo hacia el viaje pasión. Aquel tiene todavía el aliento ascendente de un poema comenzado con plenitud de los sentidos: este es el corazón mismo del poema, grave de enjundia. Después de ellos viene esa tragedia de la semi inercia dentro del propio movimiento, miseria de los ojos y de la mente que no pueden con la felicidad que tiene —dicen algunos— peso de ave, pero peso al cabo.

¿Existe un místico del viaje? Para mí el místico es el que a cada hora saborea el cielo como de nuevo. Santa Teresa va de éxtasis al otro como un sembrador por diversas calidades de suelo fértil. No se fatiga porque sigue hincándose en la experiencia como en un fruto que tuviese capa a capa sabores diferentes. El místico del viaje ha tomado la tierra por cielo. Entiende en calidades del aire, hace jerarquías de paisajes con la tierra de llanura, la de montaña y la de colinas; ha aprendido a atisbar semblantes y tiene no sé qué goce de bibliófilo, con la diferencia sobrenatural de la cara de los hombres.

Viajero de ojo sin vulgaridad de Kodak, sabrá que las grandes ciudades se parecen en su fatalidad de receptáculos internacionales y que solo las menores y las medianas contienen el camino de la virtud esencial. Así preferirá los Asís a Perugia y un Toledo a los Madrides, y un Orleáns y un Rouen, un Avignon o una Carcassonne juntos, a París.

Viajero rico, pero rico sin necesidad, pensará que camina para elegir paisaje donde envejecer y morirse, según el consejo de Nietzsche: “Una de las cosas que el hombre debiera saber en la juventud, es qué clima y qué panorama necesitan su cuerpo y su alma”.

Escuela de humildes es el viaje. Desembarcar sin abrazos, ser en el hotel una cifra como en el presidio; transformarse en dato de pasaporte para una alcaldía y no tener nostalgias de individualizaciones ni de privilegio local, resulta a la larga más útil para perder vanidad que una lectura de Marco Aurelio. Y escuela para aprender quiénes verdaderamente nos hacen falta en el mar o el paisaje, el comentario de cuál amigo servía para las catedrales y cuál paciencia de compañera ayudaría en los “cuidados pequeños”, que decía Rubén. Escuela para descubrir qué ausentes faltaban efectivamente, haciéndonos dolor.

Solo que el viaje da vicios revueltos con virtudes. Da la costumbre del olvido. Nada penetra en nosotros sin desplazar algo: la imagen nueva se disputa con la que estaba adentro, moviéndose con desahogo de medusa en el agua; después la cubre como un alga suavemente, sin tragedia. Viajar es profesión del olvido. Para ser leal a las cosas que venimos a buscar, para que el ojo las reciba como al huésped espaciosamente, no hay sino el arrollamiento de las otras. Por eso alguno dijo que el viaje de novios debería preceder, y no seguir, a la terrible ceremonia. Cada uno se echaría a andar tres años para saber si tiene armazón de plesiosaurio su juramento.

Pero el viaje debería ser, mejor, la entrega al azar, una religiosa dación al destino de dorso vuelto. Que, como las islas de Ulises, salta de pronto ante nuestros ojos el ojo providencial del viaje, que no sospechábamos y que lo adoptemos, sea eso, para el inmigrante, lote en Entre Ríos o, para el joven, pasión de la Victoria de Samotracia en el Louvre.

En el año, no ya 2000, sino 2500, se podrá viajar así. El confiarse al mar se parecerá a la entrega sin designio propio a la voluntad de Dios. El mozo irá lejos a saber lo que es mejor para su alma: artesanía, mecánica o letras. El viaje aconsejará como el sueño enseña a algunos iluminados. Le enseñará oficio, país y mujer. Le diría si es italiano y deberá aprender su Dante en Florencia; si platero y vivir unos años en fundición de Toledo. O si, sencillamente, es de su tierra, y no puede aprender nada sino moviéndose en la divina dulzura de lo suyo.

 

El Tiempo, Colombia, 15 de diciembre de 1929.

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