Por Alejandra Moya
Este libro es un interesante viaje hacia el dialogo interior de cada hablante. Comienza con una introducción de Óscar Barrientos quien nos insta a explorar el interior haciendo referencia a la existencia de los espejos de lo reciproco, en donde Luis Herrera (1981) junto a Juan Mihovilovich (1951), urden un hilo formidable en que se logra entrever que las diferencias etarias de ambos autores promueven un espiral ascendente hacia altos estados de conciencia.
Separado en ocho capítulos, se da una conversación que perfectamente podría tener un mismo fondo o única raíz, el quehacer literario en la vida del escritor. Luis, por su parte, abre los diálogos cual hijo escribe cartas al padre, planteando sus aprendizajes, confesando sus flaquezas y esbozando las interrogantes a partir de sus lecturas, que Juan con gran destreza y sabiduría desglosa en verdades literarias, que cierran y abren paso a nuevas preguntas, y aunque en algunos momentos se conectan urdiéndose nuevos tópicos a partir de los anteriores, perfectamente podrían ser las libretas de notas de cada autor por separado.
La ansiedad versus la paciencia es el primer capítulo, en donde se entrelazan opiniones relativas a la existencia, el día a día y el dolor como aprendizaje. Curiosamente, hace unos días conversaba con un hombre de mediana edad proveniente de un barrio marginal de Santiago. Nos jugamos una partida de ajedrez, otro dato curioso, debido a que tarde mal y nunca exploro este deporte, el cual constituye la fotografía de la portada del texto, me pareció que era brillante, hablaba de su método de lógica matemática en el ajedrez, su argumento de superación iba en que un joven que no ha tenido padres o figuras de respeto, no cambia por ir a la cárcel, sin embargo, te puedes asegurar una buena enderezada en la milicia. Comentaba que dos años de servicio militar en Punta Arenas, sin posibilidad de comunicarse con sus seres queridos y recibiendo los azotes figurativos y concretos de los milicos, lo tienen vivo hoy. En su cuerpo las marcas de tatuajes caseros hechos con su tribu en la adolescencia, son lapidas que chorrean como lagrimas fantasmas de sus ojos cuando recuerda que hoy es el único vivo, no pretende borrarlos, honra su historia, su camino.
El segundo capítulo habla sobre el deseo e intuición, más bien el enredo entre las vertientes de la razón y la intuición, como bien lo expresa Luis Herrera, quien manifiesta el dilema del empobrecimiento del alma dotado por el ego relacionado a la figura del profesor, asunto que se prefigura como la dicotomía inexorable de todos los tiempos relativa a la asimetría entre el sabio y el aprendiz.
Hace unos días le escuché a un divulgador científico decir un “no confíes de tus sentidos”, busqué de donde viene este dicho y encontré su raíz en la filosofía estoica con la palabra “Oiesis” que hace referencia al autoengaño y a la opinión arrogante que aún no ha sido confrontada por el escrutinio informado, en tanto que la emoción desmedida aturde al juicio. Juan Mihovilovich comenta que le dedica uno de sus libros a su hijo diciendo que: “La dirección siempre está en tu corazón”, lo que queda resuelto con un epígrafe de Einstein en el texto que expresa: “La mente intuitiva es un regalo sagrado y la mente racional es un fiel sirviente. Hemos creado una sociedad que rinde honores al sirviente y ha olvidado al regalo”. (23).
Así, cada capítulo desenlaza con la idea que se desarrollará en el próximo, conversación en la que dan ganas de incluirse y batir la lengua días enteros, teniendo en cuenta que después del primer movimiento en el tablero, el ajedrez seguirá allí, puedes demorarte lo que quieras, las piezas no se moverán hasta que decidas tu siguiente jugada, y es que cuando lo leí, quedé con la sensación de esas conversaciones eternas sobre asuntos fundamentales, donde vivir el dolor, reconocer el miedo, dejar el beneficio de la duda, la facultad del perdón y el incuestionable proceso del autoconocimiento ligado al oficio de la escritura, son algunos de los tópicos que se trabajan en el argumento en que también se deja ver algo de prosa poética.
Mihovilovich nos dice: “Sentarme frente al PC, mirar la profundidad de la noche desde mi ventana y ver distorsionada mi imagen en el reflejo del vidrio. ¿ese soy yo? ¿O soy este que se contempla apenas disuelto en medio de unas sombras atravesadas ocasionalmente por destellos luminosos?” (43).
Y Herrera por su parte: “Explorar y explorarme, sin juicios, sin culpas, como quien observa un árbol cuyas ramas azotan el suelo, sus hojas caen en otoño y florecen en primavera. ¿Podré verme desde afuera?” (97).
Hablar de la antigua casona de Curepto del Juez, o la casa ajena en que Luis debe reconocer su desnudez al decidirse a redactar un poema, son los espacios en que los escritores dejan ver su mortalidad muy lejana a la clásica idea del ego relacionado con la literatura, mostrándonos que el ego de un escritor no es diferente al de cualquier persona, dejando en claro que no es necesario hablar sobre asuntos específicos, es más, podemos seguir esperando a Godot todo lo que queramos y no pasa nada, nunca pasó y probablemente seguiremos aquí, sentados en la banqueta de una plaza, jugando la siguiente partida de ajedrez.
Interesante y novedosa empresa que se han tomado estos autores, a pesar de las distancias geográficas (Las Cruces y Puerto Cisne), las interrogantes relativas al proceso en que cada uno se encuentra en su etapa vital y sus respectivos contrapuntos, desde Borges, Coetszee, Foucault, Whright Mils, hasta Heráclito y Lao Tsé. Luis Herrera escribe: “Todos somos parte de unos u otros, dependiendo de las circunstancias. En nuestro interior hay un Hitler y un Gandhi, que se despliega según el contexto” (51). Trabajo de confesión e intercambio de experiencias y opiniones que vale la pena tener y revisar para el dialogo que cualquier mortal puede hacer de su propia existencia, como un ejercicio honesto, claro, sin neologismos ni rimbombancias que entrega una lectura fluida y con sentido, nutritiva y digerible.
Me voy con una hermosa descripción del proceso creativo que nos entrega Juan Mihovilovich hablando de la literatura como proceso interior: “Han pasado meses sin escribir una sola frase. He leído docenas de libros y he olvidado de qué se trataban, salvo aquellos que dejaron huella dentro. Entonces, si, entonces, ese goteo persistente que golpea el techo de la casa, el vuelo zigzagueante de una golondrina, los rayos de sol sacando esquirlas sobre el mar embravecido, o una mirada aviesa de la almacenera que de pronto avizoro como algo maligno y turbio, me dejan pasmado, pero a la vez lucido, con los sentidos en tensión y que sobrepasan mis normales instancias de la habitualidad, de la rutina, de la vida diaria que nos consume y a la cual uno se apega casi sin notarlo: el ser anónimo mezclado en la vorágine de una nada colectiva en que la individualidad pierde sus márgenes concretos y se difumina como si no fuera nada o nadie. Y desde allí, desde ese espacio algo intangible, los estímulos surgen como un acicate y, ¡oh prodigio de la imaginación y el sentir único y diferente! comienza a surgir la palabra” (113).
Curepto, 26 de diciembre de 2020.