Por: Pablo Cabaña Vargas
Círculo vicioso
Germán Marín (1934)
Editorial Planeta
ISBN: 956247125X
385 páginas
Una de las buenas noticias del año que pasó, fue la reedición de la trilogía de Germán Marín Historia de una absolución familiar, compuesta por las novelas Círculo vicioso, Las cien águilas y La ola muerta, empresa narrativa que abarca desde los orígenes de la familia materna y paterna del autor, su infancia en Chile y Argentina y sus años en la Escuela Militar, finalizando este recorrido de más de 1.500 páginas con su exilio en Barcelona.
La reunión de estas narraciones bajo un solo título no es casual, ya que la obra de Marín debe entenderse como un proyecto literario ambicioso y coherente, destinado a utilizar la memoria para ajustar cuentas con su árbol genealógico y sus propias experiencias, mediante el entrelazamiento de sus recuerdos con la memoria colectiva del país, y vinculando sus particularidades familiares con la historia del agitado siglo XX. De la misma forma, utiliza la intimidad del proceso creativo de sus obras como un medio para volcar su resentimiento hacia el presente de un Chile que padece una dictadura —y su escepticismo ante lo que vendría después— y para transmitir sus dudas y hartazgo con la tarea de escribir, paradoja que acompaña el relato a modo de telón de fondo, acechante e ineludible.
Círculo vicioso funciona en tres planos: la historia propiamente tal, contada por el padre de Marín, acerca de los orígenes de su familia, proveniente, por un lado, de una aristocracia terrateniente venida a menos producto de la pérdida del fundo familiar en Carahue y, por otro, de unos inmigrantes italianos que llegaron desde Buenos Aires instalándose como almaceneros y comerciantes. Luego, los comentarios de Germán Marín exiliado en Barcelona, abúlico la mayor parte del tiempo, dubitativo acerca del oficio de escribir y decepcionado de la situación de un Chile que no parece estar tan lejano y, finalmente, las notas explicativas de su editor, un mexicano ficticio llamado Venzano Torres, que aclara algunos puntos de la obra y la acerca al lector poco habituado a nuestras tradiciones y modismos.
La prosa de Marín es enrevesada, compleja, difícil de seguir en un comienzo; pero una vez que se adquiere el ritmo de su lectura, de su respiración y fraseo, el lector siente que navega a través de sus frases largas y laberínticas, que nos llevan por los meandros de su memoria y las disquisiciones que sus recuerdos van suscitando. En ese sentido, no parece excesivo comparar su escritura con la de Philip Roth, ya que si bien esta es menos estilizada y depurada que la del norteamericano, la forma en que construye las oraciones parece ser un reflejo inmediato y fidedigno de cómo se van encadenando en los su cabeza los recuerdos, casi siempre familiares, que pretende plasmar en el papel.
Literariamente, la novela opera como un artefacto inacabado, en progreso, sin pulir del todo, en el que a cada instante se percibe la duda del autor, respecto a dejar un párrafo, darle una vuelta más a una frase o averiguar un dato inexacto, representación simbólica de la propia duda de Marín acerca de lo que está haciendo, de la validez de esa exploración de la memoria y su concreción estética, y de la constante reflexión que lleva a cabo acerca del proceso creativo, con sus momentos de lucidez, estancamiento y decepción. No obstante ello, en sus palabras, es lo único que sabe hacer meridianamente bien, y el salvavidas ante una realidad que no es la del exilio dorado.
Marín escribe visceralmete, con valentía, sin arredrarse frente a los recuerdos que suscitan sus parientes o al pudor propio de sus primeras experiencias afectivas y sexuales (“de la infancia, nunca se sale bien parado”), como tampoco ante las propias trampas de la censura que nos imponemos, ya sea por conveniencia, convicción o costumbre. Esto se agradece, ya que si una narración va a sustentarse en la exploración de los recuerdos, nada mejor que acercarse a ellos, aunque sean fragmentarios y precarios, mirándolos con los ojos bien abiertos, y respetando, dentro de lo posible, la impresión que generaron en su momento, enriqueciéndolos con la perspectiva de la edad y las vivencias.
Las memorias de la familia Marín son las memorias del Chile del antiguo régimen, aquel en que el poder residía —aun más que hoy— en los apellidos y en la hacienda, en que cada elección presidencial implicaba una expectativa de cambio radical en el rumbo del país, en que el hombre dominaba y abusaba sin contrapeso en la vida doméstica (como su mismo padre: violento, infiel por deporte y ambicioso), y en que la pobreza no se manifestaba por la vía de la obesidad y el mal —distinto— uso del lenguaje, sino que en la desnutrición, el piso de tierra, la marginalidad social y ese vínculo rayano en el vasallaje que se generaba en la hacienda. Este primer tomo de la trilogía es un testimonio no solo literario, sino que también político, cultural e incluso sociológico de un Chile que, afortunadamente, tiende a desaparecer.
Pese al exilio, la literatura de Marín se encuentra fuertemente anclada a lo nacional, entendiendo este concepto más allá del nacionalismo trasnochado que de vez en cuando nos invade, esto es, como una mirada a aquellos rasgos que sin duda nos constituyen, pero de los cuales poco se habla y que no nos atrevemos a mirar, como el resentimiento, el arribismo, la brutalidad y la violencia, características escamoteadas por la versión edulcorada de los libros de historia, que tienden a representar nuestro devenir como una plácida meseta interrumpida solo por el golpe del 73. Es una actitud que omita la idea que durante nuestra vida como nación, la bestialidad ha estado privatizada al interior de los hogares, bajo la forma de la dominación machista,la violencia intrafamiliar y la lucha soterrada entre clases sociales.
No cabe duda que debemos agradecerle al autor que volviera a escribir transcurridos muchos años después de su debut literario en 1973, ya mayor, curtido, con recorrido, calle y lecturas, luego de acumular tardes de sosiego y melancolía, y sobre todo con rabia, mucha rabia, para presentarnos un fresco sin concesiones de sus orígenes, de las personas y acontecimientos que lo formaron, y de las lecturas y películas que lo educaron.
Gracias a la fuerza persuasiva que tiene la buena narrativa, al finalizar cualquiera de las obras de Marín, pareciera que el autor nos interpelara de frente y sin titubeos, con un proyecto literario desafiante, complejo, que apela a lo mejor del lector y que, aventuro, lo tendrá en la lista de los imprescindibles, por su valentía, por su carácter profético —vislumbró en buena medida el escepticismo y el acomodo que vendría—, y por arriesgarse con la memoria sin folclorismo, victimización ni afanes de posteridad. Para contar, simplemente, lo que vio.