Casas, bestias y heridas
Sobre la cueva, de Fernanda Meza
Editorial Anagénesis
Poesía / 27 páginas
Texto de:
Analaura Núñez
La fragmentación del hogar y los imaginarios de quiebre, cacería y animalidad funcionan como un cimiento en la cueva, de Fernanda Meza. Cuando lo leemos podemos encontrar una seguidilla de animales, aunque quizá debiese corregirme y utilizar el término empleado en los poemas: bestias. Perros, conejos, insectos, moluscos y culebras recorren y atestiguan la casa roída a su alrededor, siendo esto reflejado de distintas maneras.
Entre ellas, la que más pareciera repetirse es la transformación y podredumbre de la carne, empezando por el poema que abre el libro: “caza”, el cual muestra a la hablante contemplando unos conejos recién muertos. Me parece que estas primeras imágenes de dichos animales, cuyos cartílagos y orejas desaparecen recogiéndose en su propio cuerpo, son una tónica de los textos. Ellos hablan constantemente del enroscamiento. Por un lado, de los músculos que se recogen para eventualmente pudrirse y desaparecer, dejando solo los restos de los huesos, para luego dar paso a la aparición de distintos musgos, líquenes y enredaderas que abrazan otras corporalidades, preguntándose de nuevo por la desintegración de esta casa-cueva. La autora apunta en “territorio”: “alas traslucen sobre la ventana // entrelazadas en orificios / llenan el suelo de madera / roída cada parte / de la cueva / es mi hogar // […] alas transparentes se toman la cama / las sábanas liquen expandidas / sobre almohadas”.
Por lo demás, quizá lo que se busca representar son estos mismos cuerpos que se transforman y el afán de la hablante por transformarse y fundirse con estas bestias, como apunta también en “historia”: “desparramé los huesos y decidí deformarme // cercenar poco a poco / mis características / de animal abusado”. Es decir, el mismo enrarecimiento de la casa-cueva, que también sufre transformaciones y se enrosca en sí misma.
La fragmentación, entonces, es algo fundamental para leer los poemas de Meza. Por un lado, de los cuerpos y el deseo de transformarse, acaso ser enroscada por un liquen, y también el alejamiento del lenguaje conocido para, nuevamente, transformarse incluso en este ámbito. El poema “coraza” dice al respecto: “las personas que hablan / al otro lado de la muralla / murmuran cosas // creo // nunca entiendo nada / quizá mañana me enrosque de plantas / la enredadera encontrará la forma // decir que no a la palabra / alejarse de la lengua”. De este modo, en algún momento, el lenguaje pareciera ser también cazado por la hablante, quien se identifica como una “monstrua producida por la razón”. Esta dicotomía entre lo monstruoso y lo racional sugiere un nuevo imaginario de esta casa que, no es casualidad, es denominada cueva, abriéndonos a la posibilidad de enroscarnos, o permitir que como lectores y lectoras nos cacen, para presenciar así el cruce entre el cuerpo humano, animal, bestial y vegetal.
Por lo mismo, este es un libro que ofrece una bella exposición de las heridas, a sabiendas del destino trágico que es la muerte y, aun así, dejándonos contemplar ese proceso enroscado, la transformación que acaso nosotras también viviremos, tal y como esos conejos que pueden olerse a sí mismos o los moluscos que caminan a través de las mucosas que despiden. Nos recuerda nuestra propia cualidad perecible, pero también la inefable capacidad de transformarnos cuando sea necesario.
Analaura Núñez
Abril de 2022