Experimentos acerca de la repetición de los días (Natalia Figueroa)

Experimentos acerca de la repetición de los días (2021)

Natalia Figueroa (1983)

Autoedición

 

Por Marina Arrate

La Casa:

“Vasta como los basurales

diminuta como el corazón de las ratas”

 

Con estos dos versos se abre este bellísimo texto de Natalia Figueroa. Mundo como casa. Casa como mundo.

El poemario consta de cincuenta y dos poemas divididos en cuatro capítulos, señalados en el índice a través de números romanos y en el cuerpo del texto a través de las delicadas e impactantes ilustraciones de Constanza Sánchez López. Sin embargo, estos cuatro capítulos mantienen entre sí fuertes vasos comunicantes que van tejiendo una red inextricable de poemas que observan y registran, de modo desapasionado, la suave, delicada y devastadora crueldad de cada día. Valga como ejemplo el segundo poema del libro, llamado “Hablaba con las bestias”. Cito parte del poema:

¿Sabes lo despiadada que es la tórtola

con el enemigo que ya derribó?

Sobre la herida desollada picotea sin cesar

y si la víctima intenta levantarse

con sus alas la derriba

y sigue dándole una muerte lenta

aunque esté tan cansada

que apenas pueda mantener abiertos sus ojos. (p. 8)

 

Se trata de la representación de un mundo distópico. Un mundo irregular, heteróclito, múltiple, heteroforme. Y, sin embargo, representado con serenidad. Un mundo en que los animales y los seres humanos corren parejos en su crueldad y su desvalimiento. Cito el poema “Medusas en la Orilla”:

Plegadas a la tierra se ensanchan y contraen.

Una mujer las observa junto a un niño.

Introduce una vara en una de ellas, la da vuelta,

―Deben ser poco evolucionadas, opina,

y la deja ahí

mirando por sus cientos de ojos la tierra, el cielo,

las olas que en la noche la arrojaron ― volverán tarde

a otro ser acercarse, recostarse junto a ella

a un par de ojos mirando los suyos

mientras expira (p. 29)

 

Y, sin embargo, reitero, representado con serenidad. La hablante observa, describe, anota, de modo atento, incluso amoroso, pero implacable, por cierto escéptica, pero con dulzura, el funcionamiento de este mundo distópico. La complejidad del tono elegido por la hablante es uno de los grandes aciertos de este poderoso poemario escrito por Natalia Figueroa. Incluso, la celebración de la belleza de este mundo devastado y devastador, tal como leemos en el poema “Ritmos” (p 13) y en “Bendiciones” (p.16).

Convive con este temple de ánimo desapasionado y, aun así, celebratorio, una maravillada apetencia del mundo que no encuentra precisamente su satisfacción, o la             encuentra sólo a veces, y/o a veces sólo parcialmente. En el poema “Anillo de Salomón” un cuervo se posa en el hombro de la hablante y ahí “compensa mis deseos de ser como él: / la nieve que deslumbra, el mar / montañas y nubes / mirados de lejos” (p.11). O en el poema “Tú irás a la luna”: “Te identificas con el niño que en el libro viaja a la luna” (p.42).

Un mundo acuoso, líquido, impregna el poemario otorgando belleza y deslumbramiento allí donde la crueldad o la nada se extienden. Así en el poema “Tulum”: “Si se hubiera sumergido / habría visto un espacio claro lleno de peces / y tortugas marinas. / La temperatura del agua es agradable. / En lo profundo del cenote hay cavernas/ que llegan al mar” (p. 10). O en el poema “En un papiro de Arquíloco (p.52) o Nana para un nacido antes de tiempo” (p. 60), o “Canto de Nadadoras” (p. 84).

En este mundo representado en el poemario conviven animales, seres humanos, un hermano, una canción de cuna, una mujer que huye de un Centro de Experimentación, un último día en Zurich, una hormiga, gestos de amor, la muerte de un guanaco, canciones    de cuna, reflexiones acerca de la escritura, acerca de la domesticación de perros, una huelga en Thessaloniki, la madre, la amada.

Estos poemas, construidos a la manera clásica ― quiero decir con esto que no hay barroquismos, ni experimentación del lenguaje, ni artificios, ni imágenes surrealistas ― se deslizan en la superficie de la página con trazos certeros, precisos, concisos, y dibujan de modo deslumbrante situaciones observadas que estallan frente al lector. Por ejemplo, y de modo ilustrativo el poema “La Esfinge formula su enigma”:

¿Dónde están los indigentes que dormían

fuera de una gran juguetería de Monastiráki

tal vez blindados por el ruido

entre bocinas, entre cientos de idiomas

esos que no pedían ni daban las gracias

los sacaron para realzar la vista de la Acrópolis

con palos

mientras dormían

como al perro que por fin tenía calor y sombra?

 

Los indigentes de la esquina más ruidosa de Atenas

¿A dónde ir a dejarles las sobras? (p. 79)

 

Ahora bien, a pesar de su evidente vocación realista, aquí y allá aparecen o asoman símbolos, emblemas y diálogos intertextuales. Ahí está el poema recién citado “La Esfinge formula su enigma”, que nos remite a Edipo Rey, la tragedia de Sófocles, pero que en esta reescritura contemporánea de Natalia Figueroa, nos acerca a los basurales del primer verso del libro. Más dulce es el acercamiento a Gabriela Mistral en el poema “Mi voz rota y mis rodillas rudas” (p. 68).

Las reflexiones sobre la escritura y los poemas acerca de las características de la domesticación de ciertos perros de raza, ocupan el segundo capítulo, y rondan asimismo en torno al símbolo. Por desplazamiento, mutatis mutandis, la escritura de la mano derecha “agotó los recursos / sólo trucos para dominar una técnica como a un perro”. Más adelante, sin embargo, la mano izquierda escribe con todo el cuerpo (p. 31).

 

Este precioso poemario de Natalia Figueroa, rico en sugerencias, alusiones, emblemas, explícitos o implícitos, reflexiones, incluso meditaciones, podría leerse asimismo como un viaje. Ciudades y lugares, más remotos o más cercanos, el mundo, recorren el texto.

Quisiera terminar con el poema “Lyndos” (un puerto-ciudad ubicado en la isla griega de Rodas), que personalmente leí como un emblema de los seres humanos, y que me hizo recordar además al adivino ciego Tiresias, el vidente, el poeta, la poeta, le poeta:

Entre grupos de turistas un ciego

suelta su mano izquierda

rozando muros de cal

en su palma abierta

va encontrando hojas, ramas

una espina lo pasa a llevar

una flor se desarma en su mano

 

Sube por calles poco transitadas

se quita el sombrero

deja que el sol lo refresque

gira su cara en dirección al mar:

hay olor a pintura fresca.

 

Desciende entre parejas que se toman

una y otra vez la misma foto

a tientas con su bastón

vuelve a perderse en la multitud

con una antorcha (p. 15)

 

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