Expediciones al núcleo de la zoología moderna (2020)
Ricardo Elías
Libros del fuego
ISBN 978-956-09177-7-5
148 páginas
Río por no llorar: el mantra de Ricardo Elías
por Miguel Villalobos Martínez
Con un extraño y poco amigable título sobre la mesa (Expediciones al núcleo de la zoología moderna. Libros del Fuego, 2020), Ricardo Elías vuelve a entregarnos una colección de cuentos que vienen con marca de la casa. Y es que, sin tener necesariamente un hilo conductor que los vincule, todos comparten la misma característica esencial: un humor persistente y afilado que se consolida como un rasgo ineludible en su narrativa. Por esta razón, hablamos de algo mucho más grande que solo nueve historias graciosas. Revisemos —con el mínimo de spoilers— el porqué.
Las bases
El volumen parte con el relato que le da nombre y que es también el más extenso. En él se cuenta la historia de Sir Thomas Covelpot, orgulloso jefe de exploración, quien dirige un equipo de profesionales con ganas de hacer un gran descubrimiento en alguna selva inhóspita del planeta. Concretamente, los expedicionarios planean observar el comportamiento de una especie de primates que utiliza pieles de jaguar como vestimenta y que posee una forma de ser y relacionarse con el mundo bastante peculiar. Es en este punto en donde las circunstancias se enrarecen, no por los monos en sí, sino por la antojadiza interpretación que hace de ellos Sir Thomas, quien va atando los cabos sueltos como mejor le conviene. Esta actitud, que a primera vista puede confundirse con un espíritu apasionado por la ciencia y sus hallazgos, es en realidad el fiel reflejo de la desfachatez humana; réplica perfecta de esas ansias de apropiarnos a nuestro modo de la naturaleza y dotarla de un sentido que en el fondo le es completamente ajeno.
“Sin embargo- añadió Sir Thomas-, el hecho de que estemos aquí, presenciando el fenómeno en una comunidad de primates hasta entonces desconocida debe tener un propósito mayor del que nosotros mismos podemos imaginar, por cuanto nosotros formamos parte de esa misma naturaleza que estamos decidiendo no intervenir. A tal punto que el no intervenir estaría yendo en contra de la responsabilidad que la selección natural nos ha entregado.” (p.21)
Basta con revisar nuestra historia para constatar que las academias han intentado en numerosas ocasiones construir sus verdades a partir de saberes arbitrarios, que a su vez se han originado a partir de observaciones igualmente caprichosas o, al menos, cuestionables. Esta cadena de arrogancia es la que el cuento sabe ilustrar muy bien, pues a través de un cuidado tono seudocientífico, deja en evidencia que el chiste somos nosotros mismos creyendo tener certezas de algunas cosas que en realidad ni siquiera estamos cerca de comprender. Al menos su irónico final así lo sugiere, el cual nos deja en un extraño limbo en el que la repetición es nuestra condena y por la que no sabemos si reír o llorar.
Esta es, pues, la dialéctica de la obra entera: mientras avanzamos en su lectura, oscilaremos entre la risa que nos produce el absurdo y el dolor que supone dentro de nosotros lo estrictamente patético, sin olvidar nunca que al final son dos caras de la misma moneda.
El absurdo
A esta primera historia le sigue el hilarante “Chino”, que es una demostración de lo que pasa cuando se escribe con ganas. Con una personalidad digna de admirarse, Elías nos sumerge en una aventura que mezcla virtuosamente la intriga policial con el folclor y la idiosincrasia nacional. Una ola de ataques terroristas se ha registrado en el frontis de varios locales de comida china, que han sufrido el asedio de dos hombres misteriosos armados hasta los dientes y cuyo modus operandi es muy poco ortodoxo. Santiago de pronto se ha vuelto una ciudad peligrosa y la policía entra en acción; sin embargo, lo hace a la manera “chilensis”. Nuestro protagonista es Tristán Valladares, oficial aplicado y muy profesional, que carga en su intimidad con un fracaso amoroso. No obstante, pese a su incipiente depresión, la entrega del inspector Valladares es encomiable, cualidad que, por cierto, nadie más comparte en su división. De hecho, el epítome de la negligencia y la vulgaridad no es otro que su superior directo, el Comisario Lander, un veterano que vive preocupado de todo, menos de lo realmente importante. Así, mientras Tristán se esfuerza por resolver el caso, Lander concentra sus energías solo en asuntos triviales.
“Tristán Valladares comprimió los labios. No olvidaría jamás el día que el comisario Lander asumió como jefe de la unidad y el rostro de asombro que puso al enterarse que Tristán no bebía alcohol.
-¿Ni cerveza?
-No, nada, comisario.
-Y cuando ves un partido de fútbol, por ejemplo, ¿qué tomai?
-Nunca me he enfrentado a ese dilema, no me gusta el fútbol.
-¿No te gusta el fútbol?- preguntó Lander con los ojos abiertos al máximo.” (p.27)
Junto algunos otros oficiales de poca monta, las acciones nos conducirán poco a poco hasta el corazón de lo absurdo, en el que artesanos de la greda y chinos industriales protagonizan un complot de proporciones épicas, y en el que armas cocidas en hornos o tanques de greda con forma de cerdito-alcancía son posibles. Pero lo más interesante, es que todo funciona en gran medida por este contraste de diligencias e inoperancias que acompaña las acciones. Valladares y Lander son dos engranajes de una misma maquinaria, que es la institución policial. Todos los acontecimientos oscilan entre dos extremos: por un lado, las buenas prácticas investigativas, hechas con acuciosidad y responsabilidad; y por otro, la torpeza e inoperancia de policías que terminaron el colegio por gracia divina. Las risas vienen aquí aseguradas por lo original del argumento y también por esta tensión que, además, demuestra que ambas partes se necesitan mutuamente, como si los buenos policías no pudieran sostenerse sin la presencia y participación de oficiales estúpidos y viceversa. Por ello, nunca está demás decir que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
La siguiente historia que hace del absurdo su punta de lanza es “Concurso de propuestas de innovación tecnológica”. El escritor chileno se vale aquí del formato epistolar para darle forma a un cuento que no tiene desperdicio. El Dr. Bustos, jefe del Departamento de Física del DENACYT, le escribe a una hipotética Dra. Santelices, eminencia en su disciplina, sobre sus deseos de postular a un concurso de fondos que ella misma creó en el pasado. Tiene una idea excepcional con la que seguro gana: bombas de “construcción masiva”, iniciativa que, por cierto, destaca entre los proyectos del resto de su equipo: un robot que pega estampillas y una bicicleta submarino. Desde el comienzo se deja ver entre líneas una primera crítica respecto del estado de la ciencia en el país, extrapolable, sin duda, a toda Latinoamérica; una ciencia con problemas de personalidad, en ocasiones brillante y en otras inútil, casi siempre desconectada de la necesidad de las personas y que tiende a mirarse el ombligo más veces de las que quisiéramos.
Carta tras carta, gracias al testimonio de Bustos, tendremos la oportunidad de seguir todo el proceso de postulación, el cual fracasa estrepitosamente conforme se van cumpliendo las etapas.
“Hace un par de días se conocieron los resultados del certamen. Pues bien, el premio fue declarado desierto. Así, tal como lo lee: desierto. Quedamos estupefactos con la noticia. El doctor Hidalgo llamó a apelar. Sin embargo, durante las horas siguientes a la liberación del resultado, el coronel Araya me escribió un correo electrónico. Solicitaba que fuera a verlo a su oficina.” (p.88)
La burocracia inevitable, muy propia de estas instancias, se levanta una y otra vez para masacrar los intentos del equipo de ciencias, sin discriminar en el camino la naturaleza de las propuestas. Como es lógico, la falta de fondos, de criterios y de consideración impiden que la creatividad tenga alguna conquista. El escritor chileno aprovecha esta situación para construir una segunda crítica descarnada hacia el sistema, pues la actitud del gobierno y sus personeros de turno no solo relegan la innovación científica a un último plano, sino que al mismo tiempo deja el camino libre para que el verdadero poder -el Ejército- tome cartas en el asunto y se adjudique las invenciones, trastocando sus finalidades y utilizándolas a su conveniencia. Las descripciones en detalle por parte del Dr. Bustos sobre su proyecto estrella y el uso de la elipsis permiten al lector imaginar con lujo de detalles lo que se va proponiendo en esta interesante cadena de mensajes.
“Peaje” y “D.E.L.E” consolidan lo que venimos hablando, haciendo uso del humor y el absurdo en distintos niveles. El primer cuento narra la historia de un matrimonio venido a menos, en el que Él está cesante hace muchísimo tiempo y ella se esfuerza por no colapsar. La situación se hace insostenible hasta que él tiene un contacto del primer tipo con seres sobrenaturales que parecen ser la solución a todos sus problemas. Algo similar ocurre con el segundo relato, en el que un profesor recién jubilado, con ganas de mantenerse vigente, comienza a sentirse perseguido, primero, y luego acosado por un cuidador de autos que esconde tras de sí un secreto inimaginable.
Resulta difícil analizar ambas historias sin revelar sus mecanismos y sus misterios, en los que precisamente radica todo el encanto de leerlas. Por lo mismo, bastará con decir que en ambas se produce una transformación completa, en la que progresivamente vamos desplazándonos desde la realidad cotidiana hasta lo derechamente maravilloso. Los fundamentos de lo obvio se van torciendo poco a poco y es así como en los momentos de mayor revelación, lo fantástico se manifiesta con fuerza y pericia, para luego decantar en un notable tour de force que mantiene la atención hasta el final. Mundos paralelos y sectas improbables -pero posibles- hacen de estos cuentos un carnaval narrativo en los que el asombro está asegurado y las risas garantizadas. Sin duda, una de las mejores facetas de Ricardo Elías.
Lo patético
Cuando el sinsentido modera sus ánimos surge desde el fondo un patetismo que también nos hace pensar. El humor descalabrado se trasforma en uno más sutil e irónico, aunque conserva intacto el filo con el que disecciona la realidad cotidiana. Dejamos atrás el mazazo fantástico y la apuesta por mundos maravillosos; ahora es el turno del día a día, esa rutina que pareciera no tener nada que decir, pero que en realidad es el primer testimonio de nuestra precaria existencia.
La primera muestra de ello son los cuentos “The Mitical Cool & Round” y “Tiburón”. Resulta interesante situarlos en paralelo, puesto que, aunque sus historias van por carriles distintos, ambos comparten una base común: son protagonizados por hombres carentes, soñadores y, muy a su pesar, concentrados casi exclusivamente en sobrevivir.
El primer relato cuenta la historia de un grupo de amigos maduros que tienen una banda de covers de rock, liderada por Jhon Rice (nombre artístico de Juan Ruiz). Su sueño, por el contrario, es bastante más adolescente: esperan, algún día, hacerse famosos y ganar dinero tocando viejos clásicos. Mientras eso sucede, trabajan en empleos que poco tienen que ver con el estrellato. Juan, sin ir más lejos, atiende su propio carrito de comida rápida “Completos y papas fritas Ltda.”. Un día llegará lo que parece ser la oportunidad de su vida, aunque no sea de la forma que más quisiera. En una obra de construcción cercana a su puesto de completos inaugurarán, luego de muchísimo tiempo, un nuevo condominio y necesitan amenizar la ceremonia.
“-Perfecto- dijo don Víctor escarbándose un oído con el dedo índice-. Cuéntame, ¿qué música tocan?
-De todo un poco, Zeppelin, Rollings, Clapton, Doors…
-¿Y eso es salsa, merengue…?
-No, no, rock. Rock clásico, de los setenta.
-Ah, qué entretenido -comentó don Víctor con fingido interés-. Oye, pero tóquense también algo para bailar: Toni Rey (sic), Giolito, Juan Luis Guerra. Algo de la Sonora palacios…
Juan Ruiz masajeó su frente.” (p.54)
Sus giros, igual que en las historias anteriormente mencionadas, son sorpresivos y no vale la pena exponerlos. Eso sí, nos conformaremos con decir que se puede sentir en carne propia, con una fuerza sobrecogedora, la impotencia que embarga a Rice cada vez que termina de hablar con alguno de sus posibles contratantes: todos jefes de medio pelo, inexpertos, ignorantes e irrespetuosos. El humor acá se hace a partir de quienes menosprecian o desconocen el oficio de los protagonistas, que curiosamente son los mismos patrones acomodados que poco y nada tienen que ver con la realidad de sus trabajadores. El dilema al cual se enfrenta la banda es simplemente demoledor: vender lo que eres a cambio de dinero siempre será doloroso, más aun cuando estás plenamente consciente de lo que haces. Por lo demás, si las circunstancias resultan desfavorables entonces todo parece más negro de lo que ya es. Esta historia ilustra muy bien este proceso.
En el otro costado de la vereda nos encontramos con “Tiburón”, un relato en el que un trío de amigos, jóvenes y llenos de expectativas, viajan con tres mujeres a una cabaña cerca del mar. El objetivo es simple: buscan sexo. La idea de realidad pormenorizada toma su interés al ir comprendiendo que ninguno se ha declarado y que juegan contra el tiempo si desean pasar a tercera base. Ellos son el típico modelo de macho moderno, y su visión de mundo la conocemos por el relato que hace uno de ellos en primera persona: hablan de las mujeres como si fuesen objetos, se las reparten como tal y no buscan más que concretar una noche de intimidad sin saber muy bien, incluso, por qué lo hacen. Por esta razón, cuando en el asado de la conquista irrumpe el vecino indeseable, un “macho alfa” física e intelectualmente más atractivo que el resto, los amigos comienzan a sentirse francamente amenazados.
“Tito saludó primero:
-Les presento a mi vecino Jean Paul- dijo.
De solo escuchar su nombre un escalofrío me subió por la espalda. El tipo saludó besando el anverso de la mano de cada una de las chicas con absoluta delicadeza. Acercaba a ellas su pelo rubio cuidadosamente revuelto, nariz respingona y barba descuidada en una coordinación perfecta, que para uno nadando ya en la tercera pistola, era algo que no dejaba de asombrar.
-Jean Paul es surfista -agregó Tito-, ha estado en las mejores playas del mundo-. Continuó, pese a notar nuestros rostros descompuestos.” (P.66)
Esta complicación, cómica en sí misma, se torna mucho más graciosa cuando comenzamos a entender que las chicas del relato están lejos de correr peligro alguno, pues el gran “tiburón” que acaba de llegar está más cerca de depredar a los pequeños ejemplares de su misma especie que a cualquiera de ellas. La lucha de egos se desata y podemos ver, no sin algo de pudor, cómo las caricaturas y los estereotipos son más reales y comunes de lo que como sociedad nos gustaría.
“Vida y obra de Idomeneo Carvallo” explora una penúltima forma de burlarnos de lo establecido, dejándolo expuesto hasta los huesos. El argumento es sencillo: dos amigos alcohólicos -que en realidad buscan algún encuentro amoroso casual- acuden a un centro de ayuda en el que el precio a pagar es la devoción ciega e irrestricta por Idomeneo. Según profesa el guía del recinto, el Sr. Carvallo fue un hombre extraordinario, lleno de virtudes y sin ninguna mancha en su comportamiento.
Al más puro estilo de Alcohólicos Anónimos, sentados en un círculo de conversación, los protagonistas de este relato van compartiendo anécdotas de sus penosas vidas, enjuiciados por este guía que parece no tener piedad con quienes han acudido por ayuda. Será esta la dinámica que a la larga permita la rebelión, motivada en lo macroestructural por el desprecio de la cultura enciclopédica y el ensalzamiento de figuras históricas cuya reputación intachable es por lo menos dudosa. La reflexión crítica se hace posible nuevamente gracias a la impecable construcción de personajes y situaciones jocosas, quienes con evidencias en las manos nos empujan a contestar preguntas como: ¿qué vida vale más?, ¿qué le debemos realmente a nuestros próceres?, ¿quiénes merecen ser recordados realmente? o ¿quién contará nuestra historia?
La obra concluye con el brevísimo “Un muerto de mal criterio”, que es otra muestra de lo radiográfico que puede llegar a ser Elías. La historia versa sobre Heriberto, un hombre que ha encontrado el sentido verdadero de la Literatura, es decir, su utilidad definitiva; a saber: encender con ella los asados. Literalmente, acompañaremos al protagonista en la búsqueda de los sabores perfectos, los cuales surgen al combinar distintos cortes de carne con los más diversos clásicos de la Literatura.
“A partir de entonces, cada vez que Heriberto hacía un asado preparaba el carbón, ponía la carne sobre la parrilla y en un momento que solo él conocía echaba un libro al fuego. Katherine Mansfield le daba al lomo vetado una textura suave. Una novela de Camus hacía más jugoso el abástelo, no así la plateada de cerdo, que con Bolaño alcanzaba su punto perfecto. El Aleph, de Borges, le daba al lomo liso un saloncillo ahumado y cualquier novela de Germán Marín un toque agridulce” (p.138)
No obstante, lo más interesante de esta última historia no está solo en su concepto, sino que también se encuentra en la declaración de principios que el autor hace a través de estas peculiares recetas. En un momento, el narrador nos cuenta que Heriberto se enfermó del estómago por haber utilizado un libro de autoayuda para cocinar, mientras que, ya hacia el final, nos dice que el libro definitivo -para el asado definitivo- sería un ejemplar homónimo de Jenaro Prieto, dedicado y autografiado por él mismo para su tío fallecido.
Con esta última historia, Ricardo Elías sienta las bases de sus preferencias y, de paso, refuerza su postura contra el establishment literario actual. Ese que es incapaz de reconocer nuevos talentos y que solo sabe lidiar con la gente de siempre. Ese cuyos libros insípidos difícilmente podrían darle buen sabor a una comida. Ese que casi no vale la pena mencionar por cómodo, repetitivo y autocomplaciente. Por fortuna, “Expediciones al núcleo de la zoología moderna” tiene por lejos mucho, muchísimo más sabor, y está ahí servido para quien quiera degustarlo. Buen provecho.