Cangrejos (2018)
Jonnathan Opazo (1990)
Gramaje Ediciones
74 páginas
Reseña enviada por Cristian Leal
Un incierto poético es referirse a los típicos temas como la muerte. En Cangrejos, Jonathan Opazo rehúye de eso. Como la portada que sin registro de nombre y con solo la ilustración de un cangrejo da pequeñas pistas sobre la apuesta del poemario. Son esos puntos negros consumidos los que, de manera directa y brutal, encadenan un código abierto: no hay miedo a morir, sino sobrevivencia. El acierto es evidente. En el sobrevivir se genera la fórmula y la coherencia. Afirmando en poemas cortos y precisos la premisa: “Eso es todo/ la luz entra recortada/ por la ventana.” (página 11).
Se podría pensar que la enfermedad es una búsqueda automática de cura. En ese sentido la escritura opera como la machi ahuyentando espíritus del pasado ante el vapor del ungüento. O la lista de medicamentos dados por la letra ilegible de un médico. Las relaciones directas del poemario emergen de la lectura de Gonzalo Millán y su diario de vida/muerte. Incluso, él epígrafe instala la cuestión: “¿Sería capaz la poesía de curar el cáncer?, ¿sería la poesía capaz de aliviar el cáncer?”. Es conocida la lucha de Millán contra el cáncer, consumiendo pequeñas dosis de veneno de escorpión azul, y relatando en el libro homónimo, a modo de diario, la vida acorralada, escribiendo sobre sus controles médicos, borradores y visitas, con la estética del dolor embellecido. Atravesando, a la vez, su enfermedad a pasos lentos, para volver a las preguntas anteriores.
El dolor de Millán se repetía en imágenes certeras. La poesía como una manera de sobrellevarse y sobrellevar. Lo cierto es que el diario del moribundo siempre quedará trunco. Un texto sobre el fin sin un final. “Un libro póstumo publicado en vida”, dice Millán en sus apuntes. Lo que para algunos es veneno para otros puede ser remedio.
Contrario a lo que se podría pensar sobre la escritura relacionada al deceso, Opazo genera una impresión diferente. Los textos se formulan así: un hombre sabe que morirá. La luz es su ventana. Sus acompañantes igual están condenados. Lo que parece duro y protege —como el caparazón de un cangrejo— se quiebra con facilidad. El tiempo se desborda desde la posición de la luz. El tiempo está dislocado: volver a nacer o querer volver nacer. La vida, entonces, se trata de sobrevivir. Lo que hubo antes era tibio, blanco y húmedo. Ahora es una cama de hospital. Un cuerpo desgastado, sufriendo los efectos de la enfermedad y su daño, quedando estas certezas: 1) Duele: sé que estoy vivo. 2) Me comen los puntos negros: sé que algo tienen de comer.
En el avance de los poemas, los movimientos pueden ser enemigos. Contrario a la quietud de una cama de hospital. El esparcimiento es innegable y trágico. El peso de los sucesos avanza hasta oscurecer, en una polilla golpeándose en la ampolleta o el idioma de los perros. La tranquilidad enfrenta al deceso. El peso de los días es la enemistad: “Fijar los ojos /en un objeto /hasta que tú /seas el objeto /falleciendo.” (página 41).
En la actualidad los cuerpos se someten a un régimen laboral. Vivir significa explotarse y sobreexplotarse. La autoexplotación se ve como esfuerzo, un objetivo legitimado. Mientras que la visión pesimista es quizás una mentira incierta. El cuerpo enfermo es despreciado y llevado a salas blancas de hospitales públicos, amontándose en listas espera y rematado. Todo lo trunco se empolva o es preferible verlo fuera. Solo queda sobrevivir. La lectura de Cangrejos nos enrostra lo último.
La sobrevivencia es simple: una luz entra cortada por la ventana.