Diego Trelles Paz: «Mi novela es un intento de adentrarme en la historia de la violencia política en el Perú que muchas veces se pervierte, se olvida o se intenta borrar».

Créditos: Vanessa Morillo
Créditos de la imagen: Vanessa Morillo

 

El escritor limeño radicado en París acaba de presentar en España su última novela, La lealtad de los caníbales (Anagrama), con la cual cierra una trilogía que recorre los últimos treinta años de historia peruana, desde la guerra del Estado contra Sendero Luminoso hasta el fujimorismo de nuestros días.

Por Juan Sáez, desde Barcelona.

 

Diego Trelles Paz (Lima, 1977) cuenta que escudriñar en las ruinas que dejó la guerra emprendida por el Estado contra Sendero Luminoso —sus muertos, sus desaparecidos, sus familias deshechas— y en la herencia del fujimorismo —la corrupción de las instituciones públicas y su propia estela de cadáveres— le tomó doce años. «Yo me demoro en mis novelas porque voy tomando notas y al mismo tiempo las voy escribiendo en mi cabeza —cuenta en conversación telefónica desde París—. Es decir, voy armándolas en mi cabeza. Algunos personajes tienen referentes reales, otros son mezcla de varias personas, otros son completamente inventados. Pero tenía claro cuáles eran las líneas narrativas que quería hacer».

Con la publicación de La lealtad de los caníbales —presentada a comienzos de marzo por Trelles Paz en Barcelona y Madrid— se cierra un ciclo que se inició con Bioy (Destino, 2012) y continuó con La procesión infinita (Anagrama, 2017). La trilogía busca revisitar, desde la ficción, la historia reciente del Perú, aquella que al autor le tocó vivir desde su niñez. «Bioy, que es la novela que me hizo conocido en España y en otras partes [ganó el Premio Francisco Casavella y fue finalista del Premio Rómulo Gallegos en 2013], abarca la guerra civil entre el Estado y el Sendero Luminoso, que provocó más de 70 mil muertos, una guerra bastante sucia, y la dictadura que impone Fujimori y que se vuelve exitosa con la captura de Abimael Guzmán, el 92 —explica el autor—. La procesión infinita habla de la postdictadura, de los jóvenes que lucharon contra Fujimori y que al final salen del Perú un poco asqueados de la violencia que dicen que sienten en la piel, en el cuerpo, porque los persigue. Y La lealtad de los caníbales cierra un poco todo este círculo, ve el Perú desde el presente, que no es el presente que tenemos ahora, porque la novela la terminé antes [de la asunción al poder de Boluarte], pero que lo prefigura. De alguna manera, y de esto me di cuenta cuando comencé la novela, esta es una novela sobre los hijos de la violencia en el Perú. El Perú que aparece podría ser el Perú del que hablamos ahora, de los 50 muertos o más asesinados por las fuerzas armadas con total impunidad y que podría definir el espíritu de la novela, que es el del título. Los caníbales son aquellos que han sido forzados por el sistema o se han amoldado al sistema para que ciertas muertes no interesen, como una falta de empatía natural».

La lealtad de los caníbales es tal vez la novela más ambiciosa en la corta pero nutrida carrera de Trelles Paz. De sus casi cuatrocientas páginas brotan innumerables personajes que convergen en una taberna del centro de Lima regentada por su dueño, el chino Tito, quien tiene a su cargo dos empleados que son como sus hijos: Rosalba, la cocinera, e Ishiguro, el camarero. «El bar del chino Tito tiene un referente real que es el bar Queirolo —señala el autor—. Queda a una cuadra de la Plaza San Martín, en el centro de Lima. La Plaza San Martín, antes de que llegara Dina Boluarte y su represión, era el punto de encuentro de las movilizaciones que salían y llegaban a Lima, como la Marcha de los Cuatro Suyos [marcha popular antifujimorista que tuvo lugar en la capital peruana en junio del año 2000]. Es un espacio histórico de participación ciudadana y siempre las manifestaciones terminaban en el bar Queirolo que es un bar histórico». La taberna y su dueño aparecen mencionados por primera vez, con nombres ficticios, en el libro de cuentos Hudson, el redentor, y otros relatos edificantes sobre el fracaso (Caleta, 2001), aunque es en La lealtad de los caníbales donde tanto el bar como el chino Tito adquieren mayor protagonismo. Junto a ellos se alza como personaje central de la historia un policía corrupto, de alto rango, Edulfamid «Píper» Arroyo, comandante jefe del Grupo Terna, unidad especializada creada en 2012 para luchar contra la delincuencia en las calles de Lima. «Tito se ve obligado a prestarle [el bar] a los policías corruptos que se reúnen allí para armar sus atracos. Esto le genera problemas y controversias consigo mismo. Digamos que el bar es un lugar que, dentro de la narración, ha sido un espacio de resistencia contra la dictadura fujimorista».

Tal como en Bioy y en La procesión infinita, en La lealtad de los caníbales la narración es fragmentada; los múltiples personajes que pueblan la novela son en sí mismos protagonistas de sus propias historias que se entrelazan con las otras. Todos ellos forman parte de los subterráneos de la sociedad limeña marcada por la corrupción, el racismo y la violencia. Este fractal narrativo nos muestra metafóricamente la fragmentación del Perú, y por extensión la de América Latina: la atomización de una sociedad individualista, resignada a las injusticias. «Esta técnica narrativa comienza desde el inicio del proyecto, en 2012, con Bioy, que es una novela que habla sobre la violencia en espiral en el Perú y donde hay unas voces que a veces no son identificables —dice Trelles Paz—. Hay un tiempo que no es lineal. La idea es que no se puede describir la violencia que ocurre en el Perú porque es indescriptible, porque las palabras no sirven, porque no llenan. Esto está dentro de toda la trilogía y también a nivel formal. En el caso de La lealtad de los caníbales siempre se planteó como una novela coral, de muchos personajes, que coinciden en el bar del chino Tito como punto neurálgico de encuentro. En este sentido, sigue el modelo de La Colmena, de Camilo José Cela, donde hay un bar en la España de la dictadura franquista en el cual los comensales se encuentran pero no necesariamente se conocen».

Para lograr lo anterior el autor se propuso desde el inicio de la trilogía, con Bioy, «violentar las estructuras lingüísticas» absteniéndose de seguir una narración lineal. Muchas de las novelas latinoamericanas que había leído hasta ese entonces —novelas que giraban en torno a los conflictos armados, como por ejemplo, el que libró el Estado contra las FARC o el narcotráfico en Colombia— seguían este derrotero llegando a romantizar la violencia. Fue el caso del best seller de Jorge Franco, Rosario Tijeras. «Es una novela que me parecía bien escrita, pero en ella, de una u otra manera, había una suerte de embellecimiento dentro de la violencia, de este personaje. Yo pensaba y creía que lo que había ocurrido en el Perú era tan indescriptible que uno no debería tener miedo de querer narrarlo, teniendo en cuenta que lo indecible es difícil de narrar, es difícil de sostener, entonces ese era mi reto. Y Bioy siempre fue para mí una suerte de manicomio sin puertas, una novela que mucha gente que la leyó me dijo que era dura, y yo creo que sí lo es. No era una virtud ser una novela dura sino que enfocaba el problema de la guerra en el Perú sin ninguna concesión, sin ningún embellecimiento, tampoco sin ninguna gratuidad porque no era una novela que se regodeara en la violencia».

El derrumbe de las estructuras lingüísticas que propone la narrativa de Trelles Paz se espejea con la caída de las estructuras institucionales de su país. El autor lleva esta imagen al extremo al mostrarnos en la tercera parte de su última novela la inminencia de un gran terremoto en Perú. «Lo que se describe en La lealtad de los caníbales es un país en derrumbe —dice el autor—: es el Perú, que es para mí un país en derrumbe. No en vano, la insinuación del terremoto que aparece en la última parte funciona como anunciando apocalípticamente un final. No olvidemos que en Lima no hay un terremoto desde hace muchísimos años y que, pensar en un terremoto ahora mismo, sería pensar en la catástrofe total».

 

Tu novela me provocó la misma impresión que me produjo en su momento la obra de Goya Los desastres de la guerra, donde el horror es imborrable. Uno concluye el libro pensando: el Perú (y por extensión Latinoamérica) no tienen vuelta, en el sentido de que la violencia que subyace al origen de nuestros países parece imposible de erradicar.

«Me preguntaron en algún lado si este era el tiempo de los monstruos y yo creo que mi novela se adapta muy bien a un presente en el cual el fascismo avanza dentro de ciertos parámetros un poco tramposos de lo que sería la democracia. Se ha normalizado esto. Yo creo que esta historia de la violencia en nuestros países no debería dejar de narrarse en tanto uno de los objetivos de los regímenes que están entrando a gobernar, no solo en América Latina, es borrar el pasado histórico, un pasado vergonzoso, violento y triste. Es decir, el arte también sirve para luchar contra estas políticas gubernamentales de reescritura de la historia. No me olvido, por ejemplo, que leí que había muchos jóvenes en Chile que no tenían muy claro quién había sido Salvador Allende. Y recuerdo un sociólogo, Tomás Moulian, que decía que en Chile se practicaba el blanqueo, el blanquear la historia. De nuevo, desde la literatura uno necesita también adentrarse en estos pasados no tan lejanos. Tampoco sé cuál sea la efectividad real, pero uno escribe sobre lo que a uno lo mueve, sobre lo que a uno lo desestabiliza. Mi novela es un intento de adentrarme en la historia de la violencia política en el Perú que muchas veces se pervierte, se olvida o se intenta borrar».

 

Créditos de la imagen: Johanna Marghella

Uno de tus personajes, una especie de alter ego tuyo que desea publicar su propio libro, escribe lo siguiente pensando en el título de la novela: “Los caníbales son todos aquellos que traicionan sus principios de vida y están dispuestos a llevar a cabo el horror antropófago de «comerse» unos a otros para obtener un poder sobre el resto. El acto no tiene que ver con la supervivencia. El hambre que palpita en sus cuerpos no es física. Hay un enaltecimiento secreto de la deshumanización. Comerse es imponerse a los demás. El ideal humanista de la solidaridad comunitaria se pone bajo sospecha hasta suprimirse. De la metáfora a la realidad de la novela: los personajes intentarán devorarse si aquello es posible en una ficción protagonizada por monstruos.”

«Cuando me llegó el título de la novela, me llegó como si me tocara un rayo. Y llegó y se quedó porque para mí era inamovible. Yo estaba aludiendo a la cita que se le atribuye al troll en el libro [se trata de Fernando Arrabal, un joven que trabaja para los fujimoristas como fujitroll, es decir, como encargado de las redes sociales. Su nombre es un guiño al novelista y poeta español]. Y creo que habla precisamente del blanqueamiento del fascismo y de sus políticas que son lamentablemente aceptadas y normalizadas. Este ejemplo podemos llevarlo al genocidio que ocurre en Palestina y sobre el cual muchísimas personas no están dispuestas a hablar o no quieren mencionarlo, o se forman políticas para sancionar a quienes hablen de ello. Yo creo que este es un ejemplo, de muchos, de cómo el fascismo precisamente está ganando espacio, está imponiendo su discurso. Cuando hablamos de canibalismo, en este caso y en el caso de la novela, cuando se habla de comerse los unos a los otros, precisamente estamos hablando de cómo la solidaridad, la vida comunitaria, la idea de gobiernos, de bienestar común, todo eso que debería mantenerse, empieza a desfigurarse con explicaciones que no son otra cosa que retórica. Se utiliza mucho la retórica para justificar cosas que en el pasado para muchas personas, muchos ciudadanos, eran inaceptables. Y esto tiene que ver directamente con un capitalismo que va ganando espacio en tanto la derecha democrática ve que no va a ganar las elecciones o ve que están perdiendo poder, y le abre la puerta felizmente a su hermano ultra».

Trelles Paz es categórico: cree que en su país no hay democracia. Refiriéndose a la crisis institucional que dio paso al actual gobierno de Dina Boluarte, señala: «En ninguna democracia se puede matar a los ciudadanos por manifestarse asesinándolos abiertamente a balazos. Tenemos estas pseudodemocracias defectuosas donde lo que se impone es el individualismo. Es la época del individualismo feroz, que es todo lo contrario a la solidaridad. Y todo esto se quiere explicar a partir de lo que dije hace un rato: la retórica. Para darte una idea del Perú: cuando cae el fujimorismo, cuando se termina la dictadura, los fujimoristas que habían apoyado la dictadura se ocultaron, se escondieron. Daba vergüenza ser fujimorista por todo lo que había hecho esa dictadura, los muertos, los desaparecidos. ¿Qué pasó años más tarde? Keiko Fujimori ha perdido tres veces la elección presidencial, pero en la última, cuando disputa con Castillo —que era un hombre de izquierdas, campesino, profesor, que venía realmente de esa parte de la población indígena que hasta el día de hoy sigue siendo explotada y tratada como ciudadana de segunda clase—, se transformó en una opción para muchas personas. Y todos los crímenes del fujimorismo se fueron borrando simplemente para que no gane un campesino, para que gane una opción que más allá del resultado final, develó precisamente esto de que hablamos. Es complejo de explicar. Yo creo que esa síntesis que aparece en la novela [la descripción del canibalismo] está bien delineada porque finalmente lo que interesa un poco ahí es que esta es una novela de monstruos».

 

El canibalismo que describe la novela es siempre periférico; en ella operan los miembros de las clases populares antaño comunitaristas. Es decir, la novela describe la desaparición de la llamada consciencia social o consciencia de clase. No es casualidad, me atrevo a decir, que no aparezca ningún personaje ligado a las élites políticas o empresariales, salvo unos curas españoles. El canibalismo opera en los subterráneos de la sociedad. Da la impresión que bajo la antigua jerarquía societal que conocimos hasta el fin de la guerra fría se esconde otra pero aún más grande o tanto más importante que la antigua, en cuya cúspide se encuentran los estamentos cruzados por la corrupción: la policía y el narcotráfico. Son ellos los que otorgan el orden societal.

«Dentro de la novela, si uno la entiende como un río con muchos afluentes, la historia principal es la de los policías, la de los Ternas que secuestran a un niño de un empresario provinciano, pero digamos que de alguna manera ninguno de los personajes de La lealtad de los caníbales es completamente bueno o malo. Yo intentaba representar en ellos la manera en que el Perú se desenvuelve, un poco como tú lo señalas: la corrupción está por todos lados, pero finalmente los que llevan la batuta, los que la fomentan incluso, son los que deciden quién finalmente va a gobernar. La democracia siempre es una excusa, pero por lo menos en el Perú ni bien salió Castillo, las instituciones seudodemocráticas se organizaron para tumbarlo, más allá de si fue un buen o mal presidente, lo cierto es que lo sacaron, lo cierto es que le dieron un golpe blando, lo cierto es que está preso ahora mismo y no debería estarlo. Creo que hay una casta que decide en el país quién puede y no puede gobernar. Es un país muy racista y el racismo está muy presente en la novela; el abuso, el racismo, la corrupción, la violencia contra las mujeres. Es un país muy duro. El Perú no solamente es un país muy conservador, sino además especialmente violento con las mujeres. Entonces los personajes un poco representan esta suerte de sociedad que vive enfrentada pero que curiosamente tiene un amor legítimo por la patria».

 

Los personajes de tu última novela están dotados de gran verosimilitud, es decir, como lectores es posible reflejarnos en ellos o bien identificar a personas que conocemos. ¿Cómo construiste estos personajes, así como el humor que se manifiesta en medio de la tragedia? Tanto los personajes como el humor me recordaron a la novela Las Muertas, de Jorge Ibargüengoitia, a quien mencionaste en tu presentación en Barcelona. ¿Te basaste en su obra al idear el argumento?

«De Ibargüengoitia aprendí el humor doliente, es decir, intentar que el lector que está en shock o tocado por la realidad que se describe, al mismo tiempo tenga espacio para esa sonrisa, una sonrisa dolorosa. Es un humor doliente. El humor es muy importante en mi novela; es algo que intento hacer siempre. Los latinoamericanos somos un poco así. No es que nos riamos de las desgracias sino que nos reímos para no suicidarnos. Empleamos el humor muchas veces para olvidarnos que la realidad puede llegar a ser muy dura, que esa es una cosa que funciona mucho en la novela y que también sirve para darle un descanso al lector, para que este, en los momentos más álgidos, pueda también experimentar lo mismo que experimentamos nosotros en medio de las desgracias y en medio de situaciones adversas, tristes, injustas. Recurrimos al mecanismo de la evasión y para nosotros la evasión es el humor. Nos reímos de nuestras desgracias.

«Había cosas de las que quería hablar y muchas de las acciones de los personajes responden a estas cosas. Por ejemplo, Fernando Arrabal, el personaje del pituco, un joven blanco que vive en una unidad vecinal y cuyo padre es un militar que colaboró con Vladimiro Montesinos [exdirector del Servicio de Inteligencia Nacional del Perú durante la dictadura fujimorista]. Él responde a un tipo de personaje que uno puede identificar. La idea de que sea un troll, por ejemplo, está dialogando con el presente, con la manera en que ha cambiado la manera de relacionarse. Hay momentos, por ejemplo, que son incluso una suerte de humor que pone en jaque al lector. En la carta que Arrabal le manda a Carmen, en algún momento, le dice: te voy a dedicar esta canción y le pone un link, un link al que, quien lee el libro en físico o en digital, no puede acceder. Y entonces eso, plásticamente, también es parte de una reflexión: nos estamos acostumbrando a la lectura fácil, a que todo nos lo dé el mundo electrónico. Rechazamos las novelas largas; queremos novelas cortas, que sean una especie de serie rápida de Netflix.

 

¿Para la construcción de tus personajes haces un trabajo especial, como hacía Bolaño, identificando cada personaje con alguien real?

«Sí, pero no sistemáticamente. Es decir, mi método es bastante intuitivo. Cuando estoy armando la novela, tengo un esbozo de los personajes y luego van cobrando vida. Yo siempre lo he pensado así: la literatura es el espacio en el cual tú tienes que escuchar lo que has creado y que se va independizando de ti. Y por más que sea fuerte, por más que, a veces, los personajes hagan cosas que tú repruebes moralmente. En La procesión infinita Pochito Tenebroso es un personaje que da risa pero que es terrible: es misógino, racista, es un montón de cosas, pero yo me divertí escribiéndolo. Son personajes terribles, reprobables, pero, en ese sentido, yo disfruto descubriendo mis personajes y disfruto cuando los personajes se independizan de mi voluntad. Lo que busco es la coherencia de sus voces. Es tal cual, no estoy romantizando la construcción. Hay un momento en que te das cuenta que ya no diriges la orquesta. Tú tienes los delineamientos y el personaje se va independizando. Y si hay algo cierto en La lealtad de los caníbales es que todos los personajes, sean quienes sean, tienen algo de retorcidos, de macabros, o de excéntricos. Hay mucha excentricidad. Por ejemplo, el personaje de Rosalba, que es adorable, tiene esta suerte de narcolepsia, pero despierta o va representando su vida en estos viajes a través de películas. Entonces son personajes con peculiaridades y en muchos casos usan estas peculiaridades para ocultar sus desgracias, sus miedos, sus tristezas».

 

Tu última novela opta por escapar del relato intimista, tan en boga hoy en día, al menos en la narrativa hispanoamericana, y elige mostrar con crudeza la calle, el mundo interior de los personajes siendo absorbido con violencia por el mundo exterior. ¿Por qué tomaste esta opción? ¿Estás de acuerdo con el derrotero estilístico que ha tomado estos últimos años la novela hispanoamericana, en la cual, tengo la impresión, los narradores intentan replegarse, escapar de la política contingente o de la historia reciente de sus países y cuando lo hacen, es extralimitando el recurso de la metáfora?

«A mí lo que me gusta es escribir. No pienso la literatura en términos de lo que le conviene a mi carrera, o de lo que me podría dar en términos de venta si es que yo hago obras que siguen una fórmula que está de moda. De hecho en la novela, en un diálogo entre Tito e Ishiguro, que son una especie de maestro y pupilo, se habla de eso en un chiste que se refiere a las novelas de autoficción [El diálogo es el siguiente: “Cuénteme, Ishiguro, ¿usted lee esos libritos llorones y quejumbrosos que hablan del sufrimiento familiar y sexual de sus autores? Nunca, don Tito…, ¿para qué? Hace bien. La prensa rosa es un poco menos sofisticada pero más sincera”]. Mi concepción de la literatura por más raro o cursi que suene siempre ha sido una suerte de pacto con mi obra y conmigo en tanto puedo crecer con ella. Entonces, aunque tiene sus costos, yo prefiero no calcular las cosas. Es decir, si mañana se pone de moda la novela de aventura yo no voy a sacar una novela de aventuras porque no puedo dejar de estar ahí. Y no critico a quien lo haga, ojo. Cada uno escribe como puede en un mundo donde la escritura es necesaria. Pero hablo de mí. Y en mi caso yo no me vería jamás escribiendo una novela que hable sobre mi vida o sobre mis desgracias y que tenga un lenguaje amable para que todo el mundo lo entienda y se venda en un supermercado. Mi posición es esa porque defiendo la idea de intentar hacer novelas que suban un poco el listón a la vez. Y el listón lo pongo yo. Ahora, si puedo o no, esa es una cosa que dirán los lectores o los críticos o quien lea la novela. Pero en principio lo que a mí me interesa es que me lean, pero no a cualquier costo».

 

¿Qué escritores lees actualmente? ¿Alguna novela que recomiendes?

«Faulkner es uno de los autores que me formó, que leí con una suerte de fiebre, pero cuando no había pantalla, ni whatsapp, ni notificaciones, ni redes sociales, ni tik tok, ni nada de eso que nos hace a todos los ciudadanos vernos un poco en nuestro mundo. Intento leer a los nuevos escritores y escritoras y podría recomendarte varios. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo el libro de un amigo que se llama Rodrigo Hasbún, que es un escritor boliviano muy interesante [autor de El lugar del cuerpo y Los años invisibles (Mapa de las lenguas)]. Te podría decir una enorme cantidad de escritores que me interesan y que sigo. Me gusta seguir trayectorias, que es algo que antes hacía siempre. Leía un libro de Onetti y me leía todo Onetti, yo funcionaba un poco así. Pero ahora todo está como muy presente y los tiempos de meditación, de calma, hay que encontrarlos y buscarlos y hacerse un espacio».

 

Y ya que tu narrativa está cruzada por el thriller y la novela negra, ¿prefieres algún autor de este género?

«Me gusta Jean-Patrick Manchette, que es un escritor muy conocido por los lectores de novela negra, fabuloso [su última novela publicada en español, Balada de La Costa Oeste, salió bajo el sello RBA en 2013]. Es extraordinario como plantea sus libros. Aunque muchas veces la inspiración inicial para mis novelas es el cine. En Bioy por ejemplo, este militar que se vuelve delincuente y que después lo obligan a violar a una presunta terrorista nace de una película que se llama Bad Lieutenant, de Abel Ferrara, con Harvey Keitel. Muchos de los referentes del cine aparecen en mis novelas, están como salpicados. Pero lo que quisiera decir más bien, es que creo que debería ser importante para quienes empiezan a escribir, y para los que escriben, nutrirse de todo tipo de disciplinas. Yo no creo que se pueda ser buen narrador sin leer poesía, y no es una postura intelectual. Tiene que ver con el lenguaje. Si uno lee La lealtad de los caníbales, La procesión infinita o Bioy se ve que yo intento hacer un trabajo en el lenguaje. Mis novelas tienen cambios, no siguen una línea monótona; tienen música, una cierta plasticidad. De todo podemos nutrirnos: de cine, de los cómics, de la música, del reguetón, de la cultura popular. No me siento un intelectual en ese sentido. Mi defensa viene de lo que aprendí de Manuel Puig, no de los escritores del Boom. Y eso quiere decir que la cultura popular, que siempre fue mirada con sospecha por los escritores que escribían alta literatura, puede producir excelentes novelas y de todo eso se puede hacer literatura».

 

La novela hace varios guiños cinematográficos. El relato en sí mismo recuerda las películas de Scorsese pero también las de Tarantino. Hay algo de Pulp Fiction y de Perros de la calle. ¿Lo escribiste pensando en la narrativa de esas películas o fue saliendo así? ¿De qué directores y películas te declaras fanático, aparte de, por supuesto, Scorsese?

«Yo soy un amante de los policiales, de las películas de gangsters. Evidentemente Tarantino, sí. Fíjate, uno piensa en la idea de explicar las canciones con humor en La procesión infinita. Ahí se hace con el tema Mi niña veneno, cuando hablan Francisco y el Chato. Francisco hace una explicación de Mi niña veneno que es absolutamente disparatada. Lo mismo se hace con Whitney Houston en La lealtad de los caníbales [uno de los personajes de la novela, el suboficial Manyoma, le dice a Alina: “El amor destructivo es implacable y perverso. Mi punto es ese, Alina. A mí, y a todos los que la amamos, se nos destrozó el corazón cuando nos enteramos de que Whitney estaba fumando crack, ¿puedes creerlo? ¡La diva-de-divas estaba consumiendo la droga de los miserables en Estados Unidos! ¿Y por culpa de quién?… Esta historia tristísima la puedes ver en YouTube, Alina. Incluso hay una frase que ella dice en una entrevista para negar que usa crack. No recuerdo cuál es porque no la entendí ni con diccionario.”], o con las explicaciones que da el suboficial Manyoma sobre Wham!, o sobre grupos que ni siquiera yo escucho porque me interesaba eso, me interesaba precisamente acercarme a este mundo de la cultura popular que sí me parece necesario incluir en la literatura porque creo que eso genera riqueza en las historias, no con la postura de la intelectualidad de lo que es bello o no bello. De eso habla Tito, en un momento dado, en su idea más bien formalista de lo que es la literatura, la literatura que tiene que cambiar la vida, etcétera.

«Soy una suerte de cinéfilo, cineasta frustrado. He estudiado cine, he escrito mucho sobre cine y me gustan mucho los directores franceses y los estadounidenses. Me gusta mucho Paul Thomas Anderson, también (y es inspiración para La lealtad de los caníbales) Robert Altman. Me interesa seguir a los cineastas por su obra; todos los franceses evidentemente. Me gusta mucho un cineasta, que está loco, que se llama Gaspar Noé, argentino-francés, y que inspira a Bioy a través de Irreversible, por las partes irreversibles que son unwatchables, esta composición rara, irreversible, hacia atrás, en que comienzan las cosas desde el final. Todas esas formas de narrar a mí me interesan. Digan lo que digan de su violencia, a mí me interesa por la manera en que plantea sus películas. Un cineasta extraordinario, que viene de sacar una película titulada La Zona de Interés, es Jonathan Glazer. Habla sobre el holocausto, pero desde el lado de los perpetradores, del nazismo. Una familia en Polonia que vive al costado de un campo de concentración. El mismo Glazer tiene una película de mafiosos que a mí me encanta. También me gusta Abel Ferrara.

«Veo demasiadas películas y siempre intento aprender de todo. Del cine chileno me ha gustado La Nana, El Conde. Y Scorsese para mí siempre está presente en todos los libros que he escrito. Siempre hay un momento en que se le nombra y en mis cuentos también. Y siempre vuelvo en fetiche hacia Buenos Muchachos. Una de las preguntas que me han hecho es por qué dejo la jerga peruana en La lealtad de los caníbales. Y a mí me da risa que me digan eso porque, ¡caray!, cada vez que he tenido que ver en el cine Trainspotting doblada en español de España es una tortura. Ese purismo de lengua castellana me produce risa. Creo más bien que intentando estandarizar el lenguaje la que sufre es la misma novela».

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