Si Cervantes nos detalló los volúmenes que atesoraba Don Quijote; Julio Verne los libros que acompañaban las travesías del sombrío y misterioso capitán Nemo (Veinte mil leguas de viaje submarino) y Umberto Eco imaginó los títulos de El nombre de la Rosa; Borges, acaso el paradigma del lector total, se asomó al abismo de una biblioteca hecha a imagen y semejanza del universo y afirmó que “basta que un libro sea posible para que exista”. Para el autor de La biblioteca de Babel, el mundo es infinito como una biblioteca de todos los libros posibles, la que siempre se irá renovando y en la que el lector –el devorador de libros– es el custodio del tesoro, como Hsiang, en su poema “El guardia de los libros” (Elogio de la sombra):
Aquí están en la torre donde yazgo,
recordando los días que fueron de otros,
los ajenos y antiguos.
Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.
Y esa pasión por la lectura y la compulsión por los libros es la materia prima que nutre las historias, anécdotas y curiosidades que encontramos en Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros, del editor español Joaquín Rodríguez, y Libros malditos, malditos libros, de su compatriota Juan Carlos Díaz Jayo; dos volúmenes que indagan en una afición que puede llegar a convertirse en ciega obcecación.
En Bibliofrenia, Rodríguez relata veinticinco historias de bibliófilos que dedicaron todos sus esfuerzos y una inmensa cuota de pasión (¿u obsesión y locura?) para hacerse de bibliotecas impresionantes por la variedad –de épocas, temáticas y materias– y la cantidad de ejemplares y documentos reunidos en ellas. Una sugerente invitación a conocer al Homo tipographicus, “esa especie de apasionado de la adquisición de conocimiento a través de la relación y el contacto físico con los signos negros sobre la blanca extensión”. Un compendio de historia “cuyos excesos de pasión libresca son capaces todavía de asombrar en nuestro tiempo. Una pasión que parece ir atenuándose”, o que probablemente se ha ido apagando, que pierde su aura y, como decía Benjamin, “reflecta entonces un tipo de mundo en decadencia, un hábito o esfera social crepuscular”. Historias que de otro tiempo, en los que la lectura era un espacio de libertad y búsqueda y hasta un refugio, no determinado por la vacuidad trendy y el efímero chispazo de ese espécimen posmoderno denominado influencer.
Así conocemos la pasión del historiador y erudito prusiano Theodor Mommsen, autor de alrededor de mil quinientas obras, entre ellas una legendaria Historia de Roma. Para 1903, Mommsen ya contaba con ochenta y cinco años de edad, abatido por la depresión decide pasar todo el tiempo posible en su inmensa biblioteca, a pesar que un año antes la Academia Sueca le había concedido el Nobel de Literatura. Uno de esos días de soledad y lectura, Mommsen subió la escalera hasta lo más alto de las estanterías, sacó un libro y, mientras lo ojeaba con dificultad sosteniéndolo con una sola mano, con la otra sujetaba la vela que le daba la luz para poder leer; sin darse cuenta, acercó la llama de la vela a su blanca melena y el pelo comenzó a quemarse con trágicas consecuencias. El viejo lector logró apagar el incendio en su cabeza, pero su rostro quedó herido irreparablemente. Meses después murió.
O la historia del monje español don Vicente, bibliotecario de un monasterio de Terragona, en Cataluña, quien abandonó la vida monacal para convertirse en librero de usados en Barcelona. Compraba mucho y vendía poco. Él mismo era su mejor cliente, no podía evitar quedarse con lo que adquiría para la venta. Y, cegado por la ‘bibliofrenia’, llegó a transformarse en un avezado ladrón de valiosos volúmenes, una obsesión cegadora que terminó en un quíntuple asesinato para hacerse de un preciado botín: el Fours e ordinations de Valencia, una de las obras iniciales de la imprenta española. Don Vicente, número uno de la lista de sospechosos del robo, recibió la visita de la policía, la que encontró en una de las estanterías más altas de su biblioteca un ejemplar de Fours…, además de otros tomos que habían pertenecido a las víctimas. Frente al juez, interpelado por las razones de los asesinatos, don Vicente dijo: “Todos los hombres tienen que morir, antes o después, pero los buenos libros deben ser conservados”.
Uno de los personajes más idolatrados, denigrados e incomprendidos de la literatura de todos los tiempos es Giacomo Casanova, el mítico “héroe erótico” que legara sus aventuras amorosas con ciento veintidós mujeres en su autobiografía Memorias de Casanova, no fue solamente un apasionado del siglo XVII por las mujeres –cultivador y maestro de lo que Michael Onfray denomina “una libido libertaria”–, fue un amante incondicional también de los libros y un escritor tenaz que retrató el placer y los temblores de la carne, además de ser considerado como un destacado traductor de algunas obras clásicas de la antigüedad. A los setenta años, Casanova se refugió en el castillo Dux (actual República Checa) como bibliotecario del conde Joseph Karl von Waldstein; ahí, en compañía de los libros y sus fogosos recuerdos escribió sus célebres memorias, en las que incluye una descripción sobre la felicidad: el contacto permanente con los libros, aquellos días eran los más felices de su vida; esos últimos años del escritor-bibliotecario que también quedarían fijados en Casanova (1976), la disparatada película de Fellini.
LEER, PRODUCIR, ATESORAR Y ACUMULAR LIBROS
En Libros malditos, malditos libros, el español Juan Carlos Díaz Jayo articula una biblioteca imaginaria repleta de libros curioso, únicos, que han pasado a la historia –incluso a la leyenda– por motivos singulares que van desde el alarde pintoresco al delirio y la obsesión de bibliófilos incansables. Cuarenta y dos breves relatos que dan cuenta de la pasión de leer, producir, atesorar y acumular libros: obras que “han cambiado las vidas de quienes los han leído”, afirma Díez Jayo, “muchos lectores han cerrado un libro y eran sutilmente diferentes a cuando lo habían abierto, impregnados de esa extraña suspensión del tiempo que te hace ser otro una tarde de domingo. Porque no todo puede sentirse, por eso hay libros”.
Un enciclopédico recorrido en el que vamos conociendo títulos, autores y sus historias a ratos inverosímiles, como posibles invenciones novelescas, tan apasionantes como ilustrativas, acompañadas de pequeñas fotografías y grabados de escritores de otros siglos, portadas y páginas para el deleite de todos aquellos que, olvidando el ensimismamiento de la era Like, se emocionan con un pasado hecho de tipografía y papel. Siguiendo la huella de Italo Calvino en su Colección de Arena (“esa oscura manía que nos impulsa tanto a reunir una colección como a llevar un diario, es decir, la necesidad de transformar el transcurrir de la propia existencia en una serie de objetos salvados de la dispersión o en una serie de líneas escritas, cristalizadas fuera del continuo fluir de los pensamientos. La fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado”), como el observador asombrado que intenta examinar y describir lo que va descubriendo, que elige con cuidado el objeto de su reflexión, Díez Jayo nos invita a integrarnos a una sociedad (casi) secreta: la de los que sueñan con estantes de curiosidades, anaqueles repletos de libros remotos, raros y maravillosos. Su escritura irónica y siempre absorbente, se desborda en sucesos llamativos y personajes excéntricos, extraños, que a ratos cuesta comprender cómo la imaginación puede llegar a semejantes extremos con tal de satisfacer la obsesión libresca; una lectura que se va transformando en ansiosa incertidumbre por descubrir qué otra rareza más encontraremos en el siguiente capítulo.
Por inverosímiles que parezcan, su autor nos informa que todos los casos relatados parten de algún hecho real y han sido rastreados atentamente en la literatura de las más diversas épocas, trasciende el mero anecdotario. En sus páginas Díez Jayo además se interroga acerca por el ejercicio de la lectura y su naturaleza más íntima, sobre los límites de la ficción y los límites del juego narrativo, y lo hace poniendo de manifiesto una innegable voluntad de estilo. Así conocemos extrañas formas de hacer libros, como la extinta técnica de empastar textos con piel humana; lo que no era una excepción ni una excentricidad de la Edad Media, pues fue una práctica que se utilizó hasta los primeros años del siglo XX (justo antes de la primera gran guerra). Se utilizaba la piel de las guillotinas, de delincuentes condenados a muerte y anónimos difuntos que arropaban aquellos volúmenes que eran muy apreciados por los bibliófilos. O el libro más grande del mundo, aquél que pesaba 75 kilos y estaba encuadernado con la piel de siento sesenta carneros; o el que mide más de dos metros de largo u otros extremadamente pequeños, como el que mide tan solo 0,97 milímetros.
Y si de impresos se trata, un elemento inseparable son las erratas, esos desagradables gazapos que se cuelan casi en cualquier texto, por mucho que escritores y editores se esmeren en erradicarlas. Diez Jayo nos cuenta que la primera edición del Quijote de la Mancha contaba la no despreciable cifra de 3.925 erratas. Inoportunos descuidos que pueden cambiar el sentido de un texto, hasta llegar a ofender a quien se pretendía halagar, como la historia del periodista a quien se le encargó un artículo laudatorio a la hija del dueño del diario en el que trabajaba, y que debía terminar así: “Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tinta”. Por desgracia algo pasó y apareció escrito “tonta” en vez de “tinta” y el autor fue recompensado con el despido inmediato.