Un milagro, Toya… (1932)
Alberto Romero (1896- 1981) Ediciones Ercilla (1932, 1era Edición)
N° Inscripción 2754
136 páginas
Precio referencial: $ 20.000
Yo soy hijo del pan y me muero de hambre.
Alberto Romero
Alberto Romero, de quien ya hemos hablado con anterioridad, retomó la senda que siempre lo caracterizó en esta novela, nuevamente de un realismo visceral, crudo y de la clase más popular de Chile, en algún momento no delimitado a comienzos del año 1900. El tono de Alberto Romero, tan particular y grácil, así como sus virtudes narrativas por supuesto, también las encontramos en esta novela. Vamos por paso. Detengámonos un momento en la historia.
Como ocurre frecuentemente en los barrios que se abastecen a sí mismos, Toyita Paredes vivió su niñez ingenua y despreocupada casi sin conexión alguna con las actividades del resto de la ciudad. Templos, escuelas, cines, confiterías, almacenes y pequeñas tiendas de moda, la anchurosa Avenida de la Recoleta, con sus árboles viejos y sus rechonchas casas acogedoras, era como un vasto emporio abarrotado de artículos de primera necesidad que satisfacían los gustos y las exigencias materiales y espirituales más apremiantes del vecindario, compuesto casi en su totalidad por esa clase media venida a menos, cuya juventud languidece tras el mesón de los Bancos y casas mayoristas del centro comercial de Santiago.
Graciela Paredes, o Toya (como la apodan cariñosamente sus padres y conocidos), es —al comienzo del relato— una niña que apenas rodea los doce años. Vive junto a sus padres y dos mascotas, en el barrio De la Recoleta Dominica (lugar donde en esa fecha se encontraba el claustro de dicha congregación, donde hoy no quedan más que la iglesia, algunos edificios y la calle Recoleta, gran avenida que le debe su nombre). Aquel barrio, desde aquella época tan primigenia, podía entenderse como un barrio de clase media; ahí vivían algunos profesionales, otros tantos ex militares venidos a menos, gente de poco rango pero de relativamente buen pasar. Socialmente, digamos, que hablamos de la gente que está justo por encima de la línea de la pobreza. Me detengo en esto más que nada para hacer notar que el autor ha subido el caleidoscopio, la mirilla por la cual observa a sus personajes, saliendo de los bajos fondos hasta a quienes se denominaba “medios pelo” o “siúticos” expresiones que sobreviven, al menos en Chile, hasta el día de hoy, pero que en dicho momento se atribuían, en estricto rigor, a quienes, sin ser de buena familia o ingresos, aspiraban a dichos hábitos y costumbres, pero que, faltándoles abolengo o recursos, no alcanzaban el estatus que pretendían ostentar. Hoy ambas expresiones se usan acá —y cada vez menos— con un sentido que denota que han perdido gran parte de su significado original. Vuelvo al tema. Toya es esta niña de doce años, hija de un militar jubilado, medio pelo en el sentido estricto de la expresión. A esa edad cambia la vida de la niña: por primera vez el padre decide enviarla al colegio (piensen que la colegiatura no era obligatoria en aquella época —1900— y que era solo para la gente de buena familia, quedando gran parte de la población excluida). El título militar paterno da cierto aire a aquella familia castiza.
Prestigio de oropel, popularidad imaginativa; humo, luminaria buena para enceguecer a los que arrastran el grillete de una mediocridad sin contrapeso. Pero nada, nada más.A esos hombres grises, él podía decirles: «yo fui algo. Sargento Mayor, militar», y era una satisfacción, un consuelo momentáneo, algo así como ser tuerto en el país de los ciegos.
Y lo hace soñar, para su hija, un casamiento “como es debido”, con un hombre de buena situación y familia. Se proyecta a través de ella, pretendiendo mejorar su desmejorada situación familiar a través de Graciela. Cuando la niña comienza a ir al colegio se le abre un mundo nuevo, se da cuenta que hasta el momento apenas sí ha vivido y a la vez, se avergüenza de su padre, de su casa añosa y mal tenida, de su vida grisácea, de su propia condición. Y el padre, aquel padre ansioso en subir peldaños, avala su conducta; reformula la casa, compra todo tipo de artefactos para poder embellecerla, da libertades a su hija que él entiende son propias de gente de su condición, organiza fiestas y recepciones, etc. Todo ello con el sentido de obtener el reconocimiento social que cree merecer o al cual aspira. Lo demás pueden suponerlo: las cosas comienzan a salirse de lo esperado, sobreviene el despertar sexual de la pequeña (que ya no es tan pequeña, al terminar el relato habrá cumplido los dieciocho años), despertar que es contado con una delicadeza, esquivando más bien el tema, bastante espinoso para la época, y las consecuencias de todo aquel sueño aspiracional, a crecer socialmente.
Como pueden ver la historia en sí no es demasiado original y lo manido del tema sería suficiente para perder calidad, si hablásemos de un escritor mediocre. Pero no es el caso. Agradecemos que no es el caso.
La lectura de la novela es ágil, repleta de aquel tenor, de aquella construcción de frases que es tan típica del autor, que resulta balsámica aunque dura, concordante siempre con lo que relata en el trazo. La historia va avanzando lineal, perdiéndose incluso la referencia del tiempo (defecto del autor) que se fija mucho más en el contexto que en el progreso cronológico de la historia; esta elección, si fuere consciente, me parece en lo personal un acierto. Al día de hoy resulta en un análisis bellísimo de las costumbres de nuestra propia historia, de nuestras calles y nuestras gentes, como si fuera el retrato más fiel de la sociedad, desde nuestros propios defectos. No existe fotografía posible de abarcar los vericuetos de este cuadro. Y es genial darse cuenta cómo Alberto Romero es capaz, cual retratista, de —sin traicionar sus propios intereses temáticos— asir diferentes sectores de nuestro quehacer doméstico de las primeras decenas del año 1900, como si por su mente se hubiese pasado la idea de imitar a Balzac y su Comedia humana, como si, en contraposición a la Divina comedia, Romero hubiese descendido hasta las calles de Chile para oler, palpar y sufrir en carne propia a través de sus letras, cada uno de los vericuetos con que se ha encontrado en este paseo por la realidad del hombre común y corriente.
Alberto Romero fue quien, en Chile, tuvo la importancia capital de hacer descender al artista a las sucias callejas urbanas (no digo que haya sido exclusivamente él, claro está, pero sí tuvo gran responsabilidad en esto) y ver que ahí también había poesía, y tuvo la inmensa virtud, tocando temas eminentemente sociales, de jamás volverse activista ni panfletario.