Buenas tardes, agradezco con mucho gusto a Víctor y a la editorial Pampa Negra Ediciones por invitarme a estar aquí con ocasión de esta presentación, que tiene la relevancia de presentarnos en un hermoso volumen Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) y La insistencia del día (2018), libros que anteceden a Pero la verdad es que yo despierto (2023) poemario ganador del II Premio Internacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, organizado por la Asociación de Escritores de México en colaboración con El arco y la flecha editores.
El trabajo de Víctor comenzó tempranamente con Veinte (2004), y como testigo cercano de su desarrollo me parece que de aquel inicio se ha conservado dentro de los libros posteriores una pasión y un amor por la poesía como experiencia vital. Pienso en un amor con rasgos y referentes que parten, como en Veinte, de la mística y ciertos temas propios de ella como el deseo vinculado a la visión o contemplación y la transformación del amante en relación con aquello inabarcable que ama. Tiene por ello un doble movimiento permanente hacia la percepción de los ámbitos afectivos propios y hacia aquello inabarcable que se tiende (lo amado, buscado, el otro). Luz y oscuridad son polaridades que aparecen en ambos movimientos como verse y no verse a sí mismo, y ver y no ver al otro −el deseo siempre como un motor, los ojos, la noche como motivos recurrentes−; creo que en relación con dichos movimientos y a dichas polaridades es posible seguir la pista a los desarrollos de su poesía.
Los “ojos que siempre quiso tener abiertos”, como se menciona en el comienzo de Veinte, resuenan desde dos citas, una de San Juan de la Cruz y otra de Garcilaso que abren dicho poemario: la noche que consigue la transformación de la amada al interior del amado, por una parte, y la noche que cierra “aquestos ojos que te vieron / dejándome con otros que te vean”. Y son referentes importantes también en Muerte en Niza, que comienza con un ejercicio de contemplación.
Una planta que tiene una flor es la imagen que amplifica sus resonancias en el hablante a través de analogía y similitud. Sin embargo, al final del poema hay un reconocimiento o toma de conciencia, a través de la empatía, del deseo como una trampa de la cual lo vivo o lo real, la flor, quisiera huir (resistiéndose tanto a la unión como a la transformación). Poder ver que aquello con lo cual nos vinculamos ejerciendo nuestro deseo irremediablemente ejercerá, a su vez, la separación, o estar seguro de que dicha separación es su ámbito justamente propio, es lo que tal vez anticipa el desarrollo de estos libros en términos una poética que busca cómo amar en una distancia más adecuada con el mundo que la apropiación.
Amar y escribir poesía, ¿es la poesía siempre una dialéctica amorosa de dar y recibir?
Dice un verso de “Afuera”: “Una vez vuelto el mar caerá la ciudad / en mi pecho florido / se irá llenando mi corazón”. Esta vez, si el corazón mismo puede florecer, es porque su apertura a lo foráneo lo expone no solo a la recepción de la luz nutritiva del amante inabarcable que sería el sol, sino también a la ciudad tangible que “cae” hacia él y lo “llena”. Deseo satisfecho en la participación, en la habitación, entiendo ese “llenar” en el sentido de poblar, configurar y situar. La escritura del deseo modifica el cerrado espacio anterior “donde ortígome el corazón” (Veinte).
Quien lea Cuatro estrellas crucifican la noche se dará cuenta de que la poesía de Víctor avanza y se pliega, y que este mirada a lo ya escrito es una de sus maneras de proseguir.
Así como elementos de Veinte tienen continuidad en Muerte en Niza, en Yoko vemos retornar elementos de éste. Hay otra planta, hay indicaciones precisas que configuran el espacio de una habitación, la cama (nave serena), libros que deambulan. Se sigue amando, pero el sujeto comienza a verse más a sí mismo. Su escritura hace entrar a una prosodia cada vez más referencial, más dirigida a una actualidad del mundo, en contrapunto con las secuencias medidas y de marcada intención lírica de los poemas previos, los cuales son aludidos y tematizados desde esta nueva distancia compositiva.
Por otra parte, el espacio mismo de la escritura y la escena de autoría emergen paulatinamente: el hablante se ha renovado y a lo largo del texto llevará a examen esa potencia deseante para la que cualquier objeto de contemplación podía bastar “para hacer vibrar en fácil correspondencia mis emociones” (como reza el epígrafe de Sterne), oponiéndole los movimientos cotidianos de una fabulación intelectual, de lecturas críticas y reflexiones compositivas. Es en ese marco creado que aparece la sección sobre el Marón americano, que a mi juicio, es un ciclo gracioso e irónico sobre la ambición autorial de pertenecer a un grupo o a una escena, distinguirse en ella y luego convertirse en el epónimo de un colectivo. Es decir, al mismo tiempo que se enfoca y representa a sí mismo, el hablante ejercerá la proyección en otro problemático.
Con el Marón el lector anticipa el mesianismo del poeta, al menos como lo plantea Bello cuando acuña la expresión, al mismo tiempo que un cinismo o un fingimiento del amor. Es el otro-sombra. Por ejemplo, en un segmento de este “ciclo”, el hablante exhausto de tanto deseo quiere dormir (la noche tiene acá la carga de una rendición, de un fracaso). El Marón le dice que su única culpa fue haber amado demasiado. La medida del amor es objetada, no sabemos si el hablante (representante de un amor “heroico”) o el Marón (quien reserva siempre un resto) tendrán la razón. Se trata de un problema pospuesto.
El Marón, cuya contradicción ética es no valorar la vida y vivir guiado por un sueño “de los hombres por los hombres” (p. 70) pide ser enterrado para que de sus restos emerja un jardín. Lo que solo podía parecer satírico o paródico de este ciclo también trae esa muerte simbólica donde la figura proyectada desaparece para tener la posibilidad de transformarse en algo vivo y sin lenguaje propio. Nuevamente un jardín, una planta o un árbol, reformulando lo citado anteriormente del poema “Afuera”: “en mi pecho florido / se irá llenando mi corazón”. La aventura lírica iniciada en Veinte, examinada en Yoko concluye con esta tensión patético-irónica en torno a la poesía y sus horizontes epocales. ¿En qué se puede transformar el poeta que ama a la poesía? ¿En un muerto simbólico, es decir, en algo tácito y dos veces muerto? En el libro también hay una imagen sobre la cual se insiste: El barco se hunde y los sujetos luchando por un ataúd (Moby Dick), presumo, son poetas náufragos luchando por una materia codificable.
Insistencia del día aparece con posterioridad a estos eventos. Su primer texto, “cuarenta días” resulta de un ejercicio: escribir como primera acción después de despertar. ¿De qué se despierta una escritura? ¿Del fracaso inherente que representa el sueño como contenidos reprimidos, malogrados frente a la conciencia diurna, del deseo como cinismo del amor? Hay una mayor distancia, el alcance de la visión se enfoca en constatar, registrar o testimoniar, repliegue en funciones en apariencia básicas o simples que sirven acá como propósito para depurar: “escribir / -descoyuntando el cuerpo/ en cama-/ convencido de que hago/ “la última cosa/ de la vida”, dice el poema “Cielos de la ciudad extranjera”. Y se constata también la soledad. Una soledad tan inabarcable como para trasladarse a la posición del objeto amado: “Se escriben libros para decir que uno está solo en el mundo”.
Creo que es desde este desbroce ascético, desde esta instancia de separación y de la contención de ese dolor, que la poesía de Víctor encuentra el impulso de dirigirse a un otro balanceado, balanceado porque ya no resulta inabarcable (inabarcable era, a fin de cuentas, la percepción de la propia potencia), o que ya no tiene la obligación de convertirse en materia, como la flor atrapada que quisiera huir, porque esa ambición ha sido removida.
David Villagrán
Santiago, 2 de abril de 2025.
Cuatro estrellas crucifican la noche (2025)
Víctor Quezada
Epílogo de Juan Malebrán
Pampa Negra Ediciones, Colección Pleamar
ISBN: 978-956-6297-11-6
16,5x21cms, 150págs.