Texto de presentación de “La agonía de las imágenes”, de Rodrigo Arroyo. Por Nina Avellaneda

Huella, grieta y melancolía: Una lectura de La agonía de las imágenes, de Rodrigo Arroyo

por Nina Avellaneda

1

Soy, de cerca, otro, de lejos nos dice el poeta Zhuang Zi al comienzo de La agonía de las imágenes.  Taoísta chino del siglo IV a. c. nos señala, articulando su verso con simpleza y maestría, que nada, ni siquiera lo que suponemos, es ajeno a la mutación, la movilidad, y las múltiples lecturas. Es decir, perspectivas, integración de opuestos; y un relevo del vocablo otro, para denominar lo que la distancia hace de las cosas.

La construcción de este libro queda en manos de quien lee, es la primera advertencia que Arroyo nos plantea. Y es difícil no asociarlo con el verso del poeta chino porque hay un movimiento que va desde uno a otro, de quien escribe a quien lee y acoge esa distancia como un valor. Termina la advertencia en el mismo sentido: las palabras que le faltan permanecen más allá de él. Apertura hacia lo inconcluso, lo inacabado, hacia la creencia nada vaga de que algo no deja de ocurrir, no deja de cesar. Quien lee reescribe y las palabras son resbaladizas (como peces, otra imagen taoísta), nada a lo que apegarse demasiado.

 

2

Un abuelo pasa sus días en una ciudad sin ríos, vive y muere allí, sin lírica ni metáforas.
Despertando sin metáforas, escribe Arroyo. Me recuerda a Estévez sin metafísica saludando a Pessoa en el poema Tabaquería. Luego de un largo deambular por el pensamiento, Pessoa fuma y Estévez saluda con la mano. Sin metáfora ni filosofía, como una nube gorda atravesada por el sol. El desconsuelo es otro, sin embargo, en los poemas de Arroyo, distinto al desasosiego de Pessoa, aunque coincidan en un punto. En La agonía de las imágenes lo ausente ocupa todo el espacio de una habitación, desde el piso hasta el techo. Mi habitación es un campo de amapolas, escribe Ingeborg Bachmann en una carta a sus padres. Hace referencia a la abundante cantidad de flores que su enamorado Paul Celan le enviaba por obsequio. En los poemas de este libro si pudiésemos hablar de un campo, de algo profuso que inunda las habitaciones, los cielos y las calles, tendríamos que remitirnos a la ausencia. Arroyo utiliza las palabras de Bachmann como epígrafe del segundo apartado de su libro e inicia con un verso que insiste en el tópico de la distancia: La única cercanía es la distancia. Posición necesaria para que algo aparezca, para que se revele, más cercano a lo cierto y en su condición de otro. La distancia es también lo que propicia aquí el sentimiento intenso de la melancolía, situación ambigua entonces, desde donde surgirán las preguntas. Los recuerdos de una infancia que ya no se sabe si es la propia, o si es apenas el recuerdo de una historia oída a alguna edad, junto al abuelo en el círculo de piedra, en la casa de los padres, que ya no existe. O la infancia de otro, que tan fácilmente toma nuestro lugar.

Quizá esa distancia/melancolía/pérdida hace que Rodrigo convierta a las preguntas en algo parecido a un método, el método para bordear la realidad sin fijarla ni asediarla. Una manera de articular que es cercana al merodeo, una manera también de perderse, de avanzar olvidando el punto de partida, el de llegada, el camino. Obedeciendo tan solo al hilo finísimo que une un destello con otro, destellos de lucidez, pues una buena pregunta, a veces, y como es sabido, puede ofrecer más luz que una suma de verdades.

 Cuánta opacidad podemos soportar, cuál es la extensión (…) Cuál es la forma del amor (…) Cuáles son los gestos y palabras propias de nuestra intimidad (…) ¿Qué parte de ti se adhiere a las palabras? (…) qué será de esa maravillosa intermitencia (…) cuánto tiempo hemos guardado esas figuras con que representamos el dolor (…)

Preguntas sin el signo de la interrogación, dejadas a merced del aire. Preguntas que no esperan ser respondidas, sino que se yerguen, más bien, como una forma de existencia de quien las enuncia. Y una manera de hablar del mundo, desde la perplejidad. También desde la desesperanza.

 

4

Cae el agua, se diluye el límite del cielo/ y las nubes ingresan/ al poema (…) así como las nubes/ tu historia cambia de apariencia, / solo, sin hijos/ adoptas el sitio de los padres para iniciar una conversación/ hallar la entrada al silencio/ o desaparecer.

El paisaje ingresando en el poema, las nubes ingresando al poema, las nubes, una bella imagen de la transitoriedad. En estos poemas, habría que decir, además de la presencia del dolor ante la ausencia, y la falta de una imagen del porvenir, advertimos una identidad diluida y borroneada, hay un sujeto que ha vivido, amado, que recuerda y se confunde, un sujeto con notorias semejanzas con el lector. Me parece un gran acierto que las imágenes del dolor estén tamizadas por imágenes de la naturaleza, pues descentran al individuo y lo acercan a una existencia menos personalizada. Como diría Chantal Maillard, para que el dolor se asiente necesita de la primera persona del singular. Rodrigo utiliza el plural, la segunda persona, la impersonalidad, descripciones desprovistas de un observador que sea demasiado protagónico, más bien todo lo contrario: solo/ sin hijos/ adoptas el sitio de los padres para iniciar una conversación/ hallar la entrada al silencio/ o desaparecer.

Para terminar, creo que este libro es un buen ejemplo de cómo la escritura es un lugar en el que es posible modular el dolor, darle cabida y curso, observarlo. Pero también hacerlo menguar, a través de la singularidad de un lenguaje que permite expresar cosas muy complejas, muy sutiles o tenues mediante imágenes –que aquí resisten: tu cuerpo sostiene dos heridas, / la que habla y aquella que desaparece en las palabras.

La agonía de las imágenes es un libro descreído de lo unívoco, del recuerdo único, más bien antepone una emocionalidad compartida que resta de la experiencia, sin aspavientos y con aceptación, con la perplejidad de quien no tiene palabras, pero lo intenta, de quien no cree, pero prosigue, extrayendo de entre la melancolía y sus grietas una escritura fina y conmovedora.

 

Nina Avellaneda
(Limache, 1989)

Narradora chilena. Ha publicado los libros de relatos Heroína (2010) y La extravía (2015), la plaquette Vida de Souza (2019), y la novela Souza (Komorebi, 2021). Cuentos suyos aparecen en las antologías Avisa cuando llegues (2019) y No te pertenece. Cuentos contra la violencia de género (2020)..

Ha escrito sobre Clarice Lispector y una tesis de magíster sobre el rigor y la ternura como rasgos subversivos en Gabriela Mistral.

Integra el Colectivo Traza.

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