Texto de presentación de “Otras ciudades están prendidas a un cuerpo inestable” de Simón Villalobos, por Rodrigo Arroyo

La velocidad de las siluetas

Sobre Otras ciudades están prendidas a un cuerpo inestable, de Simón Villalobos

 

Los geómetras urbanos dirigían su atención, especialmente

al norte y al noreste, a zonas de casas de obreros, talleres y

pequeñas fábricas. Al atravesar estos territorios, Haussmann

separó y dividió las comunidades de los pobres con bulevares

por los que discurría el tráfico.

Richard Sennett

 

Por Rodrigo Arroyo

 

  1. El poema, el libro

El verso corto de este libro, la imagen precisa y, diríamos también alucinada, con aires que nos recuerdan a Viel Temperley, particularmente en lo que refiere al registro polisémico que indaga en el espacio liminar donde decanta esa poesía que transita indistintamente entre lo externo y lo interno. Y de la cual se desprenden imágenes que nos descolocan e insinúan: el poema aparece ante nosotros como la forma con que se da cuenta de un cuerpo que es atravesado por la experiencia, aquí, en el espacio urbano en que nos sitúan la mayoría de los poemas. Si tuviéramos que poner un nombre a ese tránsito, cabría pensar en un verso de este libro que abre esa doble dirección de la mirada, y al mismo tiempo, hace posible dicho desplazamiento: “se entrelazan los párpados”. Ahora bien, en el libro “Poemas con caballos”, de Temperley, leemos: “a cruzar otra vez por mi mirada”. Y lo que vemos tras esa lectura doble es el borroneo de todo límite, una invitación, ya no a la poesía y al libro sino tal vez al origen del poema. Dibujando un mapa con el libro, que nos presenta una imagen de la ciudad que, como lectores, nos permite una vista cenital, o de transeúntes. Particular registro que nos enseña la urbe y lo que ocurre en su interior. En cierto modo este libro replica esa frase que Adorno enuncia como hecha a la medida de Walter Benjamin, “en el conocimiento lo más individual es lo más universal”. De ahí que tome relevancia la sensación de una composición general a partir de ciertas migajas esparcidas en el libro, como esos “ágaves florecidos (…) las ventanas opuestas del acantilado (…) cascabeles de carcasas y vidrios (…) el estadio y las cuadras de Villa Olímpica”, imágenes que, más allá de constituirse como la descripción de un espacio particular, se presentan como la expresión de lo que es toda ciudad, es decir, sus recorridos y rincones, los espacios donde transcurre nuestra vida y que, de un modo u otro, hacemos nuestros. Hay algo ahí de ese realismo secreto del que hablaba Teillier, quizá. Diríamos acaso un cobijo que construye Villalobos como resguardo de sentido ante la velocidad y violencia imperantes.

Por otro lado, y a propósito de la extensión y el montaje de los poemas, es preciso aclarar que el libro niega la posibilidad de ese gran poema disperso o desperdigado que por momentos parecía insinuar y nosotros leer, desde el momento en que consigna cada una de esas partes, o poemas, en el índice, individualizándolos sin utilizar el verso completo, como si de alguna manera quisiera solo dar cuenta del poema por medio de señaléticas que nos permiten cierto reconocimiento del lugar que es esta escritura. De este modo podemos leer también la imagen de la portada, líneas enfrentadas o cortadas por ese grupo de peatones en su tránsito habitual por la ciudad, y donde el trazo, en partes caótico y en partes definido y cercano a la recta, nos sugiere una posibilidad: trazos que parecieran representar la psicogeografía en una de sus expresiones: la deriva por la ciudad, interrumpiendo el tránsito o recorrido normal por ella que vemos en esas personas cruzando un paso peatonal.

Reparo en estos aspectos impulsado por los indicios que nos invitan a ello; a pensar qué ocurre con el índice y la portada, o a pensar el estatuto del libro; en su condición objetual más que, solamente, en los poemas o el contenido de su interior. Ver qué sucede, por ejemplo, con la guarda interior de la portada, ese teselado que solo nos deja ver los cables y el cielo en blanco y negro. “Qué tras esos muros”, nos preguntamos, recordando a Rolando Cárdenas, sin dejar de pensar hasta que punto aquello no es sino algo decorativo, y que en cierto modo nos recuerda esa imagen que toma la forma del recuerdo cuando Villalobos dice: “las discotecas donde cantamos represión”, en otras palabras, nos recuerda la cercanía con la sociabilidad y la banalización, latentes en toda escritura. Es de este modo que, oblicuo si se quiere, este conjunto pregunta por los alcances del libro o el poema. Sí, aún ahora. ¿Qué es un poema? No se pregunta por los poetas sino qué es un libro, qué significa. Y su respuesta, intuimos, radica en el arrojo con que imagina su alcance: “hemos abierto la noche”.

Tengo la impresión de que estamos ante un conjunto que nos ofrece otra velocidad, donde las imágenes, los versos, operan como entradas o salidas del poema que, en tal sentido, se presenta agujereado o constantemente atravesado. Ante lo cual –en la lectura– se genera cierto detenimiento ante el verso, y no necesariamente ante el poema o el conjunto. En el ímpetu de cada una de esas imágenes, el poema, cada verso mejor dicho, adquiere la apariencia experimental, cercana a algunos trabajos formales de Marcel Bénabou, del grupo Oulipo, por ejemplo, donde cada verso, recortado del poema, permite una combinatoria diríamos infinita. De modo ampliado, diríamos que lo mismo ocurre con los poemas que conforman este libro, cada uno un verso de ese poema donde las partes desaparecen, estando allí, al formar una imagen mayor. Como diría Villalobos: “Lienzo con las nubes la nieve”, imagen que nos recuerda ese concurso pictórico entre Seuxis y Parrasio. Ya que, más allá del engaño de la trampa al ojo o la pareidolia, hay algo que desaparece, momentáneamente, cuando vemos el todo y no cada una de sus partes, así también ocurre en las pinturas de Giuseppe Arcimboldo o en algunas de Salvador Dalí.

Los poemas de este libro, tanto de versos como de párrafos breves, podríamos concluir, se asemejan a una tira de fotogramas de una película a lo Joseph Cornell quizá, elaborada en base a fragmentos que no siempre logran la claridad o linealidad mínima para comprenderlos. ¿Qué hacer entonces sino cambiar nuestra forma de leer? Abro una página cualquiera y leo: “el pensamiento el ruido”, cuando el verso es precisamente a la inversa –el ruido el pensamiento–, y en lugar de pensar en ese lapsus, observo esa narrativa, diríamos convencional, velada, que asoma en ese enroque involuntario. Como si en la lectura necesitáramos algo de sentido, cierta linealidad, algo así como un principio y un final, o una musicalidad predeterminada para creer que el poema tendrá que decir algo cuando, precisamente, lo que nos dice no siempre es lo que leemos; o bien, lo que nos dice es lo que hace con el lenguaje y a veces pasa desapercibido. De ahí tal vez el extrañamiento o el detenimiento ante esta sintaxis como consecuencia del contrapunto que se genera entre la velocidad y la pausa en el poema.

 

La historia, la ciudad

Hay guiños que operan como la memoria de una historia que resiste en el libro, una marca generacional podríamos decir. La que nos insta a leer de otro modo parte de algunos poemas, y no como un mero juego de palabras, así entonces, donde dice “rae la alambrada de la oferta” leemos también, RAE, la alambrada, la oferta. O vemos a los desaparecidos, que aparecen cuando habla de esas “bolsas negras de sangre” que “regresan, desaparecen, se restituyen”. También se cruzan fugazmente, cuando leemos “balacera helicóptero nido”, las imágenes de ese recuerdo personal y colectivo, que se funden en el vuelo de esos frentistas, atravesando una ciudad que no deja de expandirse en el poema. Al respecto entonces, si no es entrecortado el relato que subyace en los poemas lo es el ritmo de la información, que nos conduce a cierta dispersión. Así, insistimos, si el poema dice asbesto, leemos Eduardo Miño, o si dice plomo, recordamos a los niños del plomo de Arica, en resumen, que vivimos a merced de los efectos de la explotación. “Colgados como reses nos tiran”, precisa Villalobos, describiendo el cotidiano en un país que intenta sobrevivir al impacto de una economía basada en la vertiginosa extracción y explotación de sus recursos. Aceleración o, como nos dice el poema, una “velocidad que orilla y gasta”, y que nos lleva a reparar en el lugar donde vivimos, o en las consecuencias del estadio del capitalismo en que nos encontramos. Un lugar, diríamos, pensando en el Mariátegui de “Defensa del marxismo”, cuyo desgaste da origen a una forma específica, lo que, a su vez, crea una forma y cultura particular. Será acaso que a través de las palabras, de su forma, el poema enseña los mecanismos de dominación que lo sitúan como un lenguaje que ha de posibilitar la aparición de marcas espectrales, a decir: la historia, la política y el enfrentarse a las palabras como quien se acerca a la posibilidad cierta de un cambio de subjetividad.

En este libro entonces, a partir de lo señalado sobre el verso y el poema, nos da la impresión que Simón Villalobos restituye la importancia del lenguaje como una forma de resistencia. “La foto para qué”, se pregunta, como si ese registro fuese aún una fuente válida o, por otro lado, como si quisiera evadir este régimen de lo visual que se ha consolidado como una marca epocal, definiendo una particular forma de subjetividad. Ahora bien, podríamos leer esto de modo diferente, quizá en su literalidad: y ese “para qué”, nos haga cuestionar su verosimilitud, su condición de registro. Y es que, así como hablamos por ejemplo, de la huella hídrica o de carbono, como marcas irrefutables, la huella de la imagen surge como una inscripción pervertible, manipulable, fácil de crear. La memoria entonces, la historia y la política son cuestionadas o, al menos tensionadas desde la fotografía, que da pie al montaje y la desinformación.

Entre 1973 y 1975 Pier Paolo Pasolini escribió una serie de artículos en el Corriere della Sera, periódico antiobrero y patronal. El motivo principal de esos escritos tenía que ver con su obsesión por esa “mutación antropológica” que padecían amplios sectores de Italia. “Quien ha manipulado y transformado las grandes masas campesinas y obreras italianas –señala en 1974– es un nuevo poder que resulta difícil definir; aún así, estoy seguro que es el más violento y totalitario que haya existido: cambia la naturaleza de la gente, entra hasta lo más profundo de las conciencias”. No es mi intensión resumir el impacto de los medios o las reformas del modelo económico en la cultura italiana, pero me parece que el clima descrito por el poeta del Friuli resuena en el poema final del libro, donde Simón Villalobos describe algo similar: el efecto de las reformas y políticas capitalistas, en los versos que cierran el poema, donde el retrato es algo vago, impreciso, y solo podemos reconocer a la humanidad cuando “sus siluetas ya sin forma se hunden / dispersas contra la luz recostada”. Me quedo con esa angustiosa imagen, el registro de esa humanidad perdida, alienada. La misma que encontramos en tres versos de Wislawa Szymborska, donde se reafirma lo señalado por Villalobos, y podemos constatar que “El registro es exacto / y todo parece indicar / que nos quedaremos sin nada”

Ese vacío del que, de un modo u otro, nos hablan ambos poetas se opone a la saturación propia de estos tiempos. Así entonces, pareciera que Villalobos nos dijera, como Jacques Roubaud en “La pluralidad de los mundos de Lewis”: “Veo el revés del mundo”. Porque de esa manera podríamos describir la poética de Villalobos, donde la escritura comparece desprovista del velo ideológico con que la realidad se nos presenta cotidianamente. Por lo que no hay mistificación del capital posible. En tal sentido, cabría volver sobre un aspecto mencionando anteriormente, la velocidad que este libro nos presenta, porque en ella reside, y no como una representación, la posibilidad del acontecimiento, en palabras de Rancière: “lo único por hacer era oponer a la pasividad de la imagen, a la propia vida alienada, la acción viva”

Algo curioso de este volumen, cabría señalar, quizá un tanto a contrapelo, es la marcada influencia francesa, al menos en lo que he descrito a ustedes en esta presentación. Algo que se da, incluso en la referencia a Vicente Huidobro. Y no lo pienso a partir del vínculo con el situacionismo descrito a partir de la portada, pero algo de ello hay, pareciera. Como si el poema propusiera una lírica que restituye la pluralidad, distinguiéndose así de la singularidad predominante en el yo literario. Y al mismo tiempo recorriera la distancia que se da entre la tragedia y la comedia, a partir de lo cual de esta escritura decantaría la reflexión y crítica de una vida que, en su tiempo el realismo francés del siglo XIX se abocó a representar, incorporando, como bien observó Auerbach “el espíritu de ciencias empíricas (…) el materialismo, el capitalismo, el socialismo, la tecnificación y el nuevo mercado global”. Lo que también incorpora Villalobos en sus apuntes de la ciudad, donde observa como “Descienden los astros, el aire / se agolpa contra el asfalto / escapa el calor por las grietas, un lienzo trasluce / las siluetas que encima sedimentan / un lodo espeso con sus cuerpos, van juntando / nuevos pisos entre andamios que nueva gente trepa / han superado las cumbres / hasta el otro lado del valle, al amanecer / ven los lindes de la ciudad encenderse / bajo la antena mayor de la obra, un atado /

de lenguas y bolsas de restos izados los vidrios / y aún escala el golpe al ruido y tira / el hervor del hastío y el hambre / se atora y espuma nerviosa / rebalsa la cima / un acople suelto triza  / el cerrado cielo nocturno / el manto que guarda y presiona / el bullicio de las partes gimiendo”

Finalmente, y a propósito de esa influencia, nos cabría pensar en el vínculo de este libro con los Cuadros parisinos, de Baudelaire, pero a la inversa de esa luminosidad presente en “Las flores del mal”, Villalobos trabaja con la opacidad, eso es lo que propagan estas páginas, donde la capital enseña las marcas que la emparentan con esa ciudad moderna de la que hablaba el poeta francés, la que Richard Sennett describe en el epígrafe inicial, al dar cuenta de las intenciones tras la tarea emprendida por Haussmann, que en el caso de este país, el resultado de estas reformas se resume en una pregunta, en un verso de Simón Villalobos, “cambiaron de barrio y de oficio ¿cuántas veces?”.

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