Jeidi (2017)
Isabel M. Bustos (1977)
Laurel
ISBN 978-956-9450-26-6
159 páginas
Ángela Muñoz Muñoz es una niña de once años que vive en la punta de un cerro de Villa Prat, sola con su abuelo. Por eso le dicen Jeidi. Su mamá murió durante el parto y su papá jamás apareció. Es la vida rural de Chile, en 1986.
En el Villa Prat de la novela, los niños hacen poca cosa más que ver películas en VHS —Terminator, particularmente—, ir a pescar al río y, en el caso de Jeidi, jugar en su casa de madera con unos pañitos que le hablan, entre los que hay uno que es como un pequeño Dios, que le ordena qué hacer y le dice lo que ocurrirá.
La de Jeidi es una anécdota de campo, o de zona rural. Es análoga a la historia del profeta de Villa Alemana durante la dictadura (la que ya fue retratada en Ruido de Bisama), traspalada en la del delirio mesiánico de Jeidi, Ángela Muñoz Muñoz, esperando tener el hijo de Dios, de forma inmaculada, porque unos pañitos se lo han dicho.
Se trata de una novela situacional, que se agota en la anécdota que relata y que no profundiza mucho más allá en los caracteres que propone. Es, al mismo tiempo, una suerte de caricaturización, porque en lugar de valorar las figuras rurales que ha escogido, dándoles densidad a sus personalidades, a propósito elige los aspectos más risibles de ellos con un claro ánimo burlesco: el niño que se llama Güindsurf porque su mamá vio a dos «lolos curicanos» en dirección a hacer windsurf con sus tablas raras, que la impresionaron al punto de querer nombrar a su hijo como ellos —que revela su error al pensar que el nombre del deporte era el del joven—, la tienda de VHS pirateados como gran atractivo del pueblo, el conjunto de creencias populares que en nuestra época de fácil acceso a la información se nos muestran como pura ignorancia —que si la embarazada tiene muchas nauseas es porque la guagua viene peluda, u otras del estilo—, sin que falte el cliché del tonto del pueblo —enamorado de Jeidi, para mayores referencias—, y el de la loca del pueblo —antigua partera, hoy relegada a vivir alejada de todos— y el hecho mismo de confiar en un embarazo por designio superior, algo en lo que todo el pueblo cree casi sin cuestionárselo y que termina conformando una procesión camino arriba, a la punta del cerro, a ver a la santita que tendrá al hijo de Dios.
Es así como una época durísima, la de la dictadura militar ni más ni menos, es reducida a un conjunto de lugares comunes sobre la supuesta tontera de la gente del campo, la burla sobre su ignorancia; en cuyo caso al lector no le cabe más que tomar una distancia altanera, sintiendo que en la comodidad de su sillón con el libro entre manos no tiene nada qué ver con ese Chile pobre e ignorante que fuimos y que seguimos siendo si salimos de nuestro lugar de privilegiados o, como si todo es no es más que un chiste bien urdido y bien escrito, un chiste que se ríe de los otros, esos que por suerte no somos nosotros.
Con lo anterior no estoy diciendo que sea imposible hacer una literatura que sea divertida; sin ir más lejos este mismo año se publicó Desconfianza de Jorge Marchant, novela que puede leerse derechamente en clave humorística. Pienso también en el inagotable anecdotario de Manuel Rojas, o en el humor algo macabro de Rafael Gumucio, para no ir tan lejos en el tiempo y así evitar infinidad de ejemplos. Sin embargo, la carencia de matices en los personajes de Jeidi, la elección de describirlos desde sus fallas y nada más que eso, hasta la inocencia un tanto torpe de la protagonista que pretende llamar a compasión más que a empatía, hacen de este un libro de una sola y plana dimensión.