El club de la carne: La fracasada historia del porno chileno
Melissa Gutiérrez y Sebastián Alburquerque
Catalonia – UDP
ISBN: 9789563240096
160 páginas
En el documental La Soufriere, Werner Herzog y un equipo de amigos viajan a la isla Basse Terre, donde se encuentra el Parque Nacional de Guadalupe. Allí, el volcán del cual toman el nombre para el documental se encuentra a punto de una inminente erupción, que ha llevado a que toda la población de la isla sea evacuada ante el peligro que supone su estadía en dicho lugar. Herzog va allí en búsqueda de una persona que, según se enteró por la prensa, decidió quedarse pese a las advertencias de seguridad. Con su temerario equipo —imaginemos la posibilidad de que alguien hubiese decidido hacer lo mismo en Chile cuando el Chaitén obligó a la población local a migrar de sus faldeos frente al peligro de morir enterrado bajo una capa de ceniza y lava—, recorren la ciudad abandonada, observan absortos la emanación de gases tóxicos que anticipan la catástrofe y, a la usanza del alemán, abre un largo diálogo sobre lo sublime, la insignificancia del ser humano y la muerte como horizonte. Lo interesante, sin embargo, es el final: el volcán en cuestión no estalla, dejando al documentalista sumido en una extraña frustración mezcla de alivio —habría que ser profundamente egoísta para querer que una ciudad sea arrasada sólo con fines estéticos, más aun si se trata del género documental— y asombro. La narración, me parece, encuentra su culmen en ese fracaso, que va a contrapelo de cualquier estadística.
Ese inesperado mecanismo, aunque en el caso de este libro es más bien ex post facto, es el que describe El club de la carne, que bien podría llamarse El club del fracaso o Un acercamiento oblicuo hacia el conservadurismo chileno o Radiografía de la pacatería. Etcétera. La investigación periodística que llevan a cabo Alburquerque y Gutiérrez intenta dibujar el extraño mapa que se configura en Chile con la masificación de la pornografía a nivel local, junto con los infructuosos y muchas veces irrisorios intentos por cimentar una industria semejante a la que, desde mediados de los 70 en Estados Unidos, SIDA y otras desgracias mediante, venía generando cifras no despreciables de dinero por concepto de ventas de eso que, de forma un poco ridícula, se ha llamado “entretenimiento adulto”. Las preguntas matrices son espantosamente semejantes a las que cualquier persona se hace al momento de pensar en los escollos de un país que lleva cuarenta años dedicándose a hacer alardes de su crecimiento económico. Por ejemplo: “¿Por qué un país con una de las economías más pujantes y abiertas de América Latina, con niveles de consumo cada vez más cercanos al Primer Mundo, y en el que sus habitantes gastan crecientes sumas en ocio, nunca llegó a tener algo semejante a una industria de cine porno? ¿Qué fue lo que llevó a que casi los directores del género a rendirse? En un país donde despampanantes modelos de televisión se pelean mensualmente el trono como objetos de deseo nacional, ¿por qué la poco voluptuosa silueta de Maritza Gáez sigue conservando un sitio relevante en las fantasías más inconfesables del imaginario colectivo?”. Piensen ustedes, mutatis mutandis, en cualquier otro ámbito de la industria cultural (editorial, musical, cine, etcétera) y apliquen preguntas similares. Luego sufran.
El trazado histórico que marcan los autores parte, cómo no, en el destape sexual de Estados Unidos durante los años 60, con la consabida revolución libidinal del hippismo y la creación, más tarde, de emblemas como Playboy o Hustler; la cultura bohemia del Santiago de los 50, donde los burdeles y las revistas fueron el primer asomo, timorato por supuesto, de algo así como un “destape” cultural que es sepultado temporalmente en dictadura. Las alusiones posteriores son las más obvias: las archiconocidas hipótesis de que Chile viviría un fenómeno similar al de la España postfranquista que en realidad fue una década extraña con los militares asomando la nariz por todas partes. Ahí es cuando surgen los personajes que alimentan gran parte de este trabajo: Leonardo Barrera, director de algunas de las primeras cintas del género en Chile, y Reichell, esa primera estrella del raquítico firmamento porno chileno. Poblado de anécdotas tan ridículas como perturbadoras, el camino que Barrera y cía. transitan está lleno de baches, estafas, contratos fraudulentos y erecciones blandengues.
A pesar de que el libro pierde por su escritura a ratos extremadamente simplista (vaya un ejemplo: “…explica Linda Lovelace, en declaraciones recogidas en el excelente libro El otro Hollywood, de Legs McNeil, Jennifer Osborne y Peter Navia, en que [sic] relatan la historia oral del cine pornográfico en Estados Unidos, de la boca de sus protagonistas”[!]), gana cuando logra hacer del triste itinerario del porno local un espejo donde vemos la cara más patética y esquizoid de lo que supone que somos o soportamos ser en este país. Como a Herzog y su volcán, a los autores no les queda otra que asumir la tarea de escribir la crónica de ese destape que nunca fue.
Es como una metáfora de la literatura chilena.