La sangre de la aurora (Claudia Salazar Jiménez)

Reseña remitida por:

Valeska Solar

 

La sangre de la aurora (2013)

Claudia Salazar Jiménez (1976)

Editorial Animal de Invierno

Páginas: 101

ISBN: 9786124646607

 

 

¿Cómo llevar al lenguaje lo que la misma lengua no puede expresar sino a través de imágenes y sensaciones? ¿Cómo hacer ingresar a la escritura el dolor, el horror, el ultraje que desgarra y reprime a los cuerpos sometidos a una violencia extrema? Cuando la realidad es tan increíble ya no cabe en el lenguaje, el único camino posible para la representación parece ser el traspasar los límites del mismo; situarse, desde las limitaciones propias de la escritura, en el límite entre lo representable y lo irrepresentable. Esa es precisamente la labor que emprende Claudia Salazar en La sangre de la aurora (2013), novela que retrata la violencia extrema a la que son sometidas tres mujeres en el contexto del conflicto armado interno que aterrorizó al Perú por más de diez años.

“Jamás tan cerca arremetió lo lejos”, reza el último verso del epígrafe de César Vallejo que abre la novela: jamás aquello que parecía tan lejano, tan ajeno, tan de otro mundo, arremetió aquí, en estas tierras, en estos pueblos, a estos cuerpos, nuestros cuerpos. Los atentados llevados a cabo por Sendero Luminoso en el Perú de los años ochenta funcionan como un telón de fondo que permite a Salazar acercar, traer hasta el aquí de nosotros lectores aquello cuya brutalidad no podríamos imaginar. Así, el conflicto armado interno se erige como el punto en el que convergen las historias de tres mujeres distintas, que se ven involucradas en éste de una u otra forma. Sin embargo, lo importante no es su posición dentro del conflicto, sino el hecho de que todas ellas son sometidas física y psicológicamente a una violencia que trasciende los bandos: todas, en algún punto, se ven reducidas a una cosa, a un objeto sexual cuya subjetividad es aniquilada sistemáticamente al quedar bajo el control absoluto de su agresor.

Cuerpos mutilados, ultrajados, torturados, dolientes, sangrantes; bultos inertes adormecidos por el dolor, penetrados hasta la muerte, vejados hasta ya no ser persona sino una cosa, sin nombre ni identidad alguna. En La sangre de la aurora los tres cuerpos de las mujeres protagonistas son vaciados de su condición de sujeto a través de la violación colectiva y reiterada. Son convertidas, así, en territorio a ser dominado por los hombres, cuerpos de mujeres atravesados por la intención punitiva del violador, el soldado, el comunero, el senderista, cuyo sometimiento sexual representa el triunfo de un bando sobre el otro, el control absoluto del enemigo a través del acto de apoderarse del cuerpo simbólico de la mujer. A su vez, la mujer pierde las características que la hacen individuo y pasa a ser precisamente símbolo de la debilidad del otro: violar a la periodista, la senderista o la campesina es imponerse por sobre el Estado, los senderistas o los campesinos subversivos, respectivamente; es tomar el poder al tomar el cuerpo.

La repetición de la escena de la violación es, en ese sentido, un recurso que busca difuminar los límites entre las voces de Marcela/Marta, Melani y Modesta, quienes dejan de ser sujetos individuales para transformarse en un único cuerpo, el cuerpo de la mujer. Éste, a su vez, aparece como materialidad pura, objeto, bulto, territorio disponible para ser conquistado por un otro masculino que ejerce su poder penetrándola porque es “puro vacío para ser llenado”, porque “daba lo mismo, ella era solo un bulto”. La escena, compuesta por solo dos impresionantes párrafos, se repite tres veces casi sin modificaciones; lo único que cambia es la apariencia de los violadores y lo que dicen, a quién se dirigen. Blanquita vendepatria, periodista anticomunista, terruca hija de puta, subversiva de mierda, serrana hija de puta, india piojosa, en realidad no importa. Todas ellas son un bulto sobre el piso, sin nombre, solo huecos para ser llenados, cuerpo espectacularizado sexualmente, conquistado cual territorio por la violencia sexual de un hombre igualmente indiferenciado que penetra forzosamente para afirmar su posición de poder y control absoluto, que transforma en pura materialidad a la persona.

Los límites traspasados por la violencia en este contexto son llevados por Salazar no solo al nivel de la representación, en los cuerpos vaciados de subjetividad de las tres mujeres, sino también al lenguaje mismo de la novela. De esta manera, la fragmentariedad, la multiplicidad de voces, la existencia de narradores en primera, segunda y tercera persona, aparecen como recursos que buscan llevar al lenguaje más allá de los límites de lo referencial. Asimismo, la autora apela a vaciar al lenguaje mismo de su función tradicional, la de comunicar, al insertar fragmentos sin puntuación ni coherencia aparente que transmiten magistralmente el horror de la violencia. En estos fragmentos tipo enumeración caótica advertimos cruentas escenas de mutilación, asesinato y tortura, cuyo ritmo frenético nos lleva a experimentar, desde un lenguaje experimental en sí mismo, las sensaciones, los sonidos y los olores de una violencia que es tanto simbólica como física, y que ha sido utilizada sistemáticamente para someter el cuerpo de la mujer como cuerpo colectivo.

Los afectos, el cuerpo, la muerte, el dolor, la(s) herida(s), la sangre, los machetes, la tortura, la violación, el miedo. Miedo, sobre todo, el miedo es lo que traspasa las páginas de la novela de Claudia Salazar. Miedo a recordar que sí pasó, miedo a que pase de nuevo, a que el horror está ahí, a la vuelta de la esquina, porque “el horror siempre puede crecer, expandirse por cada partícula del aire”, como señala Melanie, recordando los momentos anteriores al horror mismo al que fue sometida. La sangre de la aurora es, al mismo tiempo, la escritura de una violencia que excede y de un exceso que violenta, y que nos incita, desde las imágenes del horror mismo, a no olvidar.

 

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