La Península de las Casas Vacías
David Uclés
Editorial Siruela, 2024
697 páginas
Un colega me preguntó si yo conocía la novela “La Península de las Casas Vacías” de David Uclés, ya que había visto en una nota en que se alababa este gran hito de las letras españolas. Le dije que no, y me mostró la nota. En ella se comentaba acerca de una novela recién publicada de la que ya se decía que era la mejor obra escrita en español desde “Cien años de soledad” del mentadísimo García Márquez. La noticia cobraba aún más interés cuando se mencionaba que el autor de la novela era un joven de treinta y cinco años.
Comencé a investigar de inmediato y llegué rápidamente a la misma noticia y a muchas otras. El joven David Uclés había escrito una novela en que relataba los años de la Guerra Civil Española de 1936 a través de las vivencias de los miembros de la familia Ardolento, tal como en la novela con la que hacen el símil se narraban las vicisitudes de la familia Buendía. Esa misma tarde llegué a mi librería favorita y pagué el precio de la novela a pesar de los caimanes en los bolsillos. La editorial Siruela nunca ha destacado por vender libros baratos, es cosa de ver a cuánto venden su bellísima colección de las novelas de Ítalo Calvino, pero como se trataba de una novedad y de un “hito”, pagué los correspondientes morlacos y me hice de una copia.
Ya las primeras páginas muestran un estilo pocas veces visto en las obras narrativas de estas latitudes sudamericanas. Al principio una advertencia:
Algunos datos y fechas históricas han sido modificados ocasionalmente para que encajen las piezas de este rompecabezas; también se ha jugado con el devenir de los personajes, por muy reales que parezcan. Lo narrado se encuentra entre la realidad y lo imaginado.
Causa curiosidad que un autor haya decidido manifestar tamaña obviedad tratándose de una obra literaria, pero con el pasar de las páginas uno se da cuenta de que el tema que ha escogido toca demasiadas fibras políticas e ideológicas como para tomarse la cuestión a la ligera, puesto que tomar un enfrentamiento bélico de hace setenta años y mezclarlo con toda clase de fantasías y acciones mágicas es una empresa que corre muchos riesgos, sobre todo al pasar por fuera del jardín de los historiadores, que suelen ser tan sensitivos como eficaces a la hora de reprochar una imprecisión o una licencia estética.
Luego de esto viene un índice de dos planas en que queda claro que la novela está dividida en cuatro grandes secciones que corresponden cada una a un año durante el que transcurre la guerra: 1936, 1937, 1938 y 1939, es decir, desde el inicio de la guerra hasta el fin; esa es la propuesta, o en términos más sofisticados, la macroestructura. Dentro de cada una de estas secciones caben treinta capítulos justos, o sea 120 capítulos cortos con una duración que varía entre una y diez páginas cada uno, perfectos para una lectura de one sit reading, como proponía Poe para la escritura de cuentos, o para decirlo más en chileno, para leerse de una sentá.
En cuanto al argumento, nos encontramos con un prólogo que narra el último día de la vida de Pablo Ardolento, el último sobreviviente de la familia cuyo patriarca fue Odisto, el protagonista de esta historia cuya familia pasó de contar con una cuarentena de miembros en 1936 a desaparecer apenas tres años después (p 17) En síntesis, la novela trata, como en el poema de Juan Luis Martínez, sobre La Desaparición de una Familia que vivió sus últimos años en medio de una guerra que enfrentó a españoles contra españoles; a Republicanos contra Falangistas (o fascistas).
Al poseer una estructura fija tan definida, el argumento pareciera estar resuelto de antemano. De todas formas, resulta bastante ameno seguir las tramas de cada miembro de la familia de manera individual a la vez que se perciben las conexiones o los cruces entre personajes a lo largo del relato.
Cada capítulo breve puede ser leído como un relato o un microrrelato independiente. Hay algunos capítulos con una densidad narrativa y estética impresionantes, donde se usa y abusa de aquel recurso estético al que los periodistas y críticos literarios han denominado “realismo mágico”; aquel cruce narrativo en que el pacto de verosimilitud establecido entre el narrador y el lector se estira al máximo, como por ejemplo durante la celebración del Corpus Christi en el pueblo de Jándula se hacía una carrera para ver qué familia llegaba primero a la cumbre de un cerro:
Una vez que la primera familia llegaba a la cumbre del cerro de la Magdalena, el punto más alto de la región, un rayo cegador de sol caía sobre ella. Y tras un breve resplandor, desaparecían. Tanto las almas como los cuerpos de los elegidos eran abducidos. El pueblo volvía entonces a la iglesia y allí oficiaba una misa en honor a aquellos a quienes nunca volverían a ver. (p.49)
En la narración de episodios como este, el autor deja en claro que el pueblo de Jándula vive en una realidad donde Dios existe y es un personaje; donde el cielo y la salvación de las almas son una realidad, así como también existe un tipo de pintura negra que cubre a las casas durante el tiempo que dure el sentimiento de luto en los familiares, plantas que te congelan cuando las tocas y que sirven para curar heridas, balas de muérdago que te desaparecen si te llegan a disparar con una, y matas de acelga que crecen en cantidades hiperbólicas cuando se acerca un enfrentamiento bélico.
El pueblo es un personaje maternal que respira y sufre tal como sus janduleses. Sin embargo, en otros episodios, el autor utiliza la agilidad de su pluma para narrar, la mayoría de las veces en tono irónico y sin demasiado aspaviento realista-mágico, todos aquellos capítulos de la historia ibérica que sí son reales y que sí se podrían corroborar a través de las lecturas correspondientes, como los antecedentes de la guerra y el contexto sociopolítico previo a que se encendiera la chispa de la guerra civil:
Huido el rey, la Segunda República, apodada la Niña Bonita, trajo momentáneamente algo de unificación, así como mucha alegría para los más desfavorecidos, pero la frustración de los más conservadores pronto acabaría con ella: no llevaron bien que las mujeres pudieran votar, que el territorio agrario se redistribuyera, que se implantara el divorcio, el matrimonio civil y el laicismo. (p.43)
Uno de los logros más notables de esta novela es aquella alternancia entre el verde jandulés y el gris en el resto de Iberia, y como este gris se acerca cada vez más al verde. Por un lado, descripción lírica y realismo mágico, por el otro, narración cínica y ficción histórica. Entre estas dos líneas de narración, podríamos identificar una tercera o una cuarta línea, como por ejemplo aquellos capítulos metatextuales en los que el narrador toma todas las riendas del asunto y juega a relatar utilizando un recurso que por estos días se evita como a la peste, quiero decir, aceptar la condición de pequeño Dios para dar instrucciones o consejos a sus lectores:
En el siguiente capítulo encontraréis descritos los movimientos tácticos definitivos y seguidamente, en cursiva, lo que les ocurrió a sus aliados/oponentes. Pero si la estrategia política no es lo vuestro, os los saltáis y punto. (p. 145)
O como también cuando conecta la historia que está contando con la posibilidad de su propio nacimiento:
De aquella noche nací yo; bueno, mi abuelo materno, Luis. Y de él lo haría mi madre, Nines. Y de ella, yo. (p.400)
Hay veces en que el narrador está contando algo tan trágico que siente pena por los personajes y les pone música para que sobrelleven de mejor manera lo que están viviendo, como si su novela se tratara de una maqueta llena de personitas a las que se les pudiera enganchar un parlante conectado a Spotify en la parte de arriba para que escuchen piezas de música clásica.
En Jándula, si lanzabas un objeto preciado al cielo, el narrador lo hacía desaparecer y a cambio ponía una música en los oídos del lanzador, una pieza clásica. El objeto debía rozar las nubes más bajas y captar la atención del escritor. Aquella tarde casi primaveral los dos hermanos lanzaron un candil. Los recompensé con el Andante Festivo de Sibelius. (…) La guerra les había abierto una herida que aquellos hermanos no conseguirían cerrar nunca, que supuraría hasta que se apagara la memoria de los hombres. Les puse la pieza dos veces. (p.382)
También ocurre que, en algunos capítulos, sobre todo en los más visuales o cinematográficos, el narrador “pausa” la narración y pone música.
Llegados a este punto, he decidido que voy a congelarlos durante los tres minutos y cuarenta y cuatro segundos que dura la pieza clásica de Sviridov que anoto a continuación y que sonará también en sus cabezas (…) Os dejo con la melodía y con el caos: 3 choruses from tsar Fyodor Ioannovich: No.2. Sacred Love. (p.296)
Estas licencias tan deliberadamente forzadas hacen que la obra adquiera un tono kitsch que podría resultar muy molesto para algunos, pero sería justamente para aquellos que no estén familiarizados con la tradición literaria hispana, donde los jugueteos con la presencia, ausencia, duplicación o encarnación de los narradores ha sido una constante desde el Siglo de Oro, pasando por la generación del 98’ y más allá. Queda claro que estas licencias están, por así decirlo, justificadas dentro de la tradición literaria de la que el autor se siente parte, sobre todo porque los escritores, pintores, músicos, fotógrafos y escultores que padecieron las consecuencias de la guerra también están representados en algunos capítulos: Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Pablo Picasso, entre muchos otros.
Pablo Neruda, nuevamente, para nuestro pesar, aparece como un personaje mujeriego y bueno para las prostitutas. Menciones honrosas para un epígrafe de María Luisa Bombal y otra de Gabriela Mistral que aparecen entre algunos capítulos. Cabe mencionar que los epígrafes también son un recurso ampliamente utilizado por el narrador.
En fin, podría hablar infinidad de cosas sobre “La Península de las Casas Vacías” del joven David Uclés, escritor español que ha logrado crear, con mucho éxito, una de las obras literarias más sesudas y bien trabajadas sobre el la guerra civil española; un conflicto del que vale la pena aprender, sobre todo desde la vereda literaria, puesto que intenta mostrarnos todas las vicisitudes que podría llegar a vivir un pueblo o un país cuando otorga rienda suelta a sus pasiones políticas y las lleva a derramar la sangre de sus propios compatriotas.
La utilización del realismo mágico (al que el autor prefiere llamar “costumbrismo mágico”) ha servido en esta novela para atenuar la densidad historiográfica que podría adquirir una obra literaria sobre un enfrentamiento bélico, en este caso, el autor se ha nutrido de diversos recursos estilísticos, tal vez los más destacables mencionados en esta reseña (aunque quedan el tintero muchos otros) con el fin de hacer de la lectura algo más llevadero para los lectores casuales.
“La Península de las Casas Vacías” no es una novela difícil, ni agotadora. No desafía en su temporalidad, ni en sus descripciones, ni en su pulcritud respecto a los eventos históricos. Todos los platos giran sobre su varilla. Los recursos literarios juegan siempre a favor, a pesar de ser una novela con casi setecientas páginas. La discursividad política de la obra es un problema que el lector debe resolver. No es una novela que enaltezca a los vencedores y humille a los vencidos o viceversa. Esta es la historia de un país que peleó una guerra contra sí mismo y en la que todos sus habitantes resultaron derrotados, menos uno.
