Presentación de “La nube y la piedra” de Kurt Folch por Enoc Muñoz

Presentación de La nube y la piedra. (Kurt Folch. Santiago: Ediciones Tácitas, 2024).
Por Enoc Muñoz

 

En un intento por agradecer este regalo que es La nube y la piedra –y no olvido, a propósito, que los regalos, como los mensajes, son siempre más grandes que su recepción–, en este intento, decía, quisiera ofrecer algunas reflexiones atentas, precisamente, a este descalce o asimetría, a este ser más grande de los mensajes que solo acontecen disgregándose en muchas direcciones. Direcciones de las que no llegaremos a saber si abren rumbos con promesas de exploración, o rumbos que muy pronto, como por efecto de una torsión, entran en una colisión que quizás no llegue a mostrarse apaciguada. Para decirlo con un verso del poemario, asistimos aquí de manera insistente a “una amalgama en caos” (Rara aún la voz, p. 79). Lo que quisiera, a través de estas reflexiones, es llamar su atención sobre algunos de esos mensajes que nos envía La nube y la piedra; sin estar seguro, por mi parte, de ser capaz de recibirlos ni menos de recorrerlos en sus múltiples direcciones. Más honradamente, entonces, lo que quisiera proponerles es al menos un trazado de ciertas marcas de punto de partida de esos mensajes y sus rumbos.

Estas advertencias o resguardos no conciernen sólo a la responsabilidad de la lectura, sino que describen también el “tener lugar” del poema. Es ya un ir al encuentro del poema en su aventura. Y es que, quizás, ya desde su título La nube y la piedra nos convoca a asistir a “una amalgama en caos”. Como si la conjunción allí inscrita, antes que un vínculo armonioso o un reflejo de correspondencias, tramara un umbral abigarrado de interferencias, sin tabla de medición ni punto de equilibrio por detectar. Así, por ejemplo, y como ya lo han reconocido con carácter de clave David Villagrán y Francisco Díaz en sus tempranas lecturas de La nube y la piedra, puede que una vacilación fantasmática y forzosa “entre solidez y evanescencia” o “entre lo sólido y lo efímero”, nos asalte ya desde la partida, desde que somos convocados por este título.

La insinuación de este forcejeo del tener lugar o hacerse lugar del poema, y a lo que Kurt Folch se refiere, entre muchos otros momentos, cuando en el poema Relatividad (pp. 11) nos habla de la diacronía de “nuestro destino en el tirón / del futuro y la resistencia del pasado” (también en O tal vez no. Recemos, p. 12), esta insinuación preliminar del forcejeo que hace al poema se encuentra refrendada ya en el epígrafe que precede al conjunto. Me permito citarlo. Viene a ser un fragmento de William Burroughs:

Como todo epígrafe, este diálogo, parece guardar memoria de un pasado del que ha sido arrancado o recortado; es memoria de una herida que quizás se resista a toda cicatrización. Pero también es la promesa de un porvenir, el anuncio de que en algún momento o quizás en todo momento nos toparemos con el decir de lo que aquí se dice; aunque sea, cito del poema Día de lluvia, “para abandonar / el lastre de la memoria” (p. 23). Y si bien, entre este “tirón del futuro” y aquella “resistencia del pasado”, jamás podremos estar seguros de dominar los bordes de este recorte o desgarramiento, esto no impide que reconozcamos en esta escena un diálogo en el que uno de los interlocutores, luego de haber escuchado de parte del otro el relato de unos “recuerdos”, y queriendo corresponder a la seriedad de la palabra, le pregunte a este último por las “conclusiones” que puede obtener de lo que ha contado. Requerimiento al que éste se niega: no hay para qué tomarse las cosas, las palabras tan en serio. Nada de aspiraciones resolutivas, de proponerse alcanzar consistencias petrificantes o gravosas; nada de solidificar conclusiones. Conviene que te percates de que se trata de una simple “observación de pasada”; de palabras de pasajeras, sin peso ni consistencia para quedarse en algún lugar. Nada lapidario, nada de “tallados”. Ninguna presión del “destino”. Proferirlas es dejar que el mínimo viento de las lleve, asistir a su evanescencia y hasta cosechar la broma.

Lejos de querer reducir esta respuesta a la jactancia del indiferente, me atrevo a conjeturar, y una conjetura nunca es ciertamente algo muy serio, que quizás, en lo que concierne al tener lugar del poema, no tomarse las cosas, las palabras tan en serio, aprender a realizar simples “observaciones de pasada” y a emplear las palabras como palabras pasajeras, esto es, atentas al pasar de los sucesos, puede ser un aprendizaje de verdadera observación. Pienso en el poema Zenrin-kushü (p. 35), donde las palabras, de tan atentas, parecen articularse no para hacerse ver, sino para dejarse llevar; como si el gesto poético consistiera en un gesto de aire, en un soplo, precisamente, que solo busca irse en y según la fluidez misma de los acontecimientos. Poema del que cito a continuación sus primeras estrofas:

Dejo en suspenso por ahora esta conjetura, para volver sobre el título y el epígrafe de nuestro poemario con una interrogante que este mismo nos lanza ya desde allí: y es que, ¿podremos saber y hacer saber alguna vez, en el mundo de la vida o en la aventura del poema y su lectura, si las palabra enviadas, sus emanaciones y emisiones, nos alcanzan según la levedad de la broma o según la gravedad de los serio, según la evanescencia de la nube o según la solidificación de la piedra? ¿Podremos seguir hablando, a propósito de La nube y la piedra, con la comodidad que vengo haciéndolo yo mismo desde el inicio, de tantos lugares supuestamente demarcados, de tantos sucesos, procesos supuestamente ya situados y localizables?

Con estas preguntas quiero advertirles que nos adentramos aquí por espacios donde los encuentros e interacciones no esperan ninguna ordenación, ningún lugar de reparo previo para acontecer. Así, por ejemplo, la fuerza de los fenómenos atmosféricos y de los fenómenos telúricos-geológicos, ya evocados por el título del poemario, no se mantienen encauzados en los canales y según las leyes con los que habitualmente les reconocemos; ni siquiera permanecen en los campos de lo no-orgánico como lo han establecido los órdenes discursivos correspondientes. Solo recojo, a continuación, algunas señales mínimas de estas deslocalizaciones e intrusiones de lo uno en lo otro que, como huellas de un éxodo permanente, van tramando un sentimiento de desprotección. Y es que, en efecto, nos topamos allí con “un cielo color rata” (p. 80), con “nubarrones de sangre” (p. 20), con “velámenes / en el sedimento / de un cielo blanco” (p. 37); o con “piedras que eran blandas” (p. 50), o con este preguntar:

Más aún, en O tal vez no. Recemos, con la advertencia de “un lenguaje / anterior a una cosa con otra / cuando las piedras eran blandas” (p. 12). O también, en Que emana, que no es, en fin (p. 13) con:

Sin detenernos en una caracterización pormenorizada de estas deslocalizaciones e intrusiones, lo que nos interesa con este ofrecimiento de señales es dejar sugerido al menos que el poema, en La nube y la piedra, en su tener o hacerse lugar, debe cada vez forcejear y buscase entre tantas fuerzas inorgánicas y fluidos orgánicos, entre tantas permanencias que devendrán arenas infinitas que el viento arrastrará y oscuras pesanteces de la nube de la tormenta atraídas por las fuerzas telúricas; en suma, entre tantas metamorfosis que se salen de su camino para brotar en otro lugar u otro cuerpo, o para transformarse en ruinas que trabajan para la memoria o en escombros que trabajan para el olvido, el poema en su aventura, por lo tanto, nos exige indisociablemente, como se nos dice en Complicador de problemas, “el método/éxodo / para evitar los higos / envenenados / o que llegues” (p. 38).

En medio de tantas transformaciones y forcejeos, el poema y su lectura, pese a todos los recaudos que se puedan tomar, no puede hacer la economía de un éxodo. Salirse de los caminos y de los lugares estereotipados, arriesgando perderse y no llegar, no es aquí una intriga epistemológica, sino el momento en que el poema se parece más a la existencia, esto es, a una vida que, como toda vida, tiende a lo pequeño y al lugar protegido, pero que ya siempre, como cuerpo de impresiones e interferencias, se encuentra separada entre dos latidos, en el umbral de la partida. De hecho, en los versos finales del quinto poema de la serie Nag Hammadi, en lo que parece ser una traducción del lekh-lekha bíblico que marca y empuja la partida de Abraham de su tierra de origen, se nos habla de este ponerse en camino bajo las exigencias del afuera: “Anda adonde te diré / sigue otro camino / sal de este territorio” (p. 49).

Poner el acento en la idea de éxodo como punto de partida, subrayar que el lekh-lekha, que viene a interpelar y ordenarle a Abraham (Génesis 12, 1) que abandone su tierra de origen para que se ponga en marcha por una todavía desconocida, subrayar también este ligarse a la palabra antes que nada, a este mismo lekh-lekha o “ve por ti” que no es un “ve hacia ti” o “ve hacia ti por tu bien”, sino un “ve hacia allá afuera por tu ser tú” –movimiento, por tanto, que no se confunde ni con el autotelismo de un yo ni con el arraigo en lo autóctono –, quizás todo esto, en suma, nos hable del ponerse en marcha del poema, de la partida de su aventura, de la irreductibilidad de su ser enviado o enviarse, de su forzoso tener lugar y hacerse lugar sin saber, como una “botella lanzada al mar” (pp. 15, 23, 75, 84), si llegará a lugar de acogida alguno. Ligarse a la palabra, que necesita siempre del otro para acontecer, es toda la fuerza y debilidad del pacto del poema y su lectura, del mensaje que se pone en rumbo cada vez que el poema tiene lugar.

De esta irreductibilidad del mensaje y de la fragilidad de este pacto parece hablarnos Notas y recetas, el último poema de La nube y la piedra: “El pacto entre las nubes y las piedras no tiene escritura, ni imagen, ni sonido. No hay puntos que unir con un lápiz. Si hay una hoja azulándose / exterminación. Sí, naturalmente. Otra botella al mar” (p. 84). Sí, pese a todo, una u otra botella arrojada al mar. Con este subrayado en la imagen de la botella lanzada al mar, podemos inscribir el gesto poético de La nube y la piedra, en una de sus vías de exploración, en una comunidad de escritura en la que se encontrarían en diálogo, sin proponernos ser exhaustivos, Alfred de Vigny, quien en un poema titulado precisamente “La botella lanzada al mar”, permite describir al poeta que, ante un naufragio inminente y enfrentado a su finitud, arroja su poema con la expectativa de un destinatario providencial; Sthéfane Mallarmé, que en su poema “Un golpe de dados” retoma la imagen del naufragio, pero transforma la botella en dados y, de esta manera, insiste sobre el gesto del poeta y el azar constitutivo; y especialmente Ossip Mandelstam y Paul Celan, quienes trabajan esta imagen como una instancia organizadora de sus propias poéticas, haciendo con ello presente los azares o riesgos de la transmisión del poema, el camino a veces desesperado de la destinación del poema, el frágil vínculo entre el poeta y sus lectores posibles. El poema ya ha partido, ya está en camino. Ser punto de partida, encontrarse enviado a lo otro que sí desde la partida y como partida, le es inexorable. Pero es una apuesta sin garantías, pues, dependiendo de quien lo recibe y descubre, esto es, de la respuesta del lector, puede que el mensaje que es no llegue nunca a ser acogido y permanezca en la eternidad aleatoria de su éxodo.

Quizás en el poema Pueblo viejo (p. 75-76) se recogen varios de los puntos que he querido subrayar en esta reflexión. En particular, en uno de sus avatares, el desempeño de la imagen de la botella lanzada al mar en tanto que imagen del acontecimiento del poema como marcación de una partida que se encamina o envía, en el riesgo de su ser mensaje, a un encuentro con lo otro o a un abandono de lo mismo:

Lo que leímos

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos requeridos están marcados *